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LABERINTO

Por Iván Alatorre Orozco

En el laberinto de existencia en el que nos encontramos, nos adentramos en un mundo caótico donde nuestras voces suelen perderse en el eco infinito del olvido. Somos seres efímeros, silenciosos y desdibujados en la maraña de la cotidianidad, como susurros apagados que nunca logran alcanzar los oídos de aquellos que nos rodean. Perdidos en el anonimato y la indiferencia, nuestras historias se desvanecen en la memoria colectiva, dejándonos naufragar en la soledad del tiempo.

Sin embargo, como si de un macabro acto de justicia divina se tratase, es en el etéreo umbral de la muerte donde finalmente encontramos el eco de nuestra existencia. Nuestros nombres, antes incapaces de escapar de las garras del olvido, resurgen de entre las penumbras y se adhieren a las paredes de la memoria de aquellos que alguna vez habitamos. Nuestras vidas desoladas y llenas de vacío, adornadas por una ausencia de reconocimiento, son entonces impregnadas por la efímera gloria de un final, convertidas en leyendas que nunca fueron pronunciadas en voz alta.

Somos olvidados en la vida, proscritos a la invisibilidad y atrapados en las intersecciones del olvido, pero en la muerte, en el oscuro manto de lo desconocido yace nuestra última oportunidad de trascender, de ser recordados por generaciones venideras. Somos lágrimas que nunca fueron secadas, palabras que nunca encontraron oídos atentos y suspiros que fueron ahogados en la bruma del olvido. Sin embargo, es en la hora final, cuando nuestros cuerpos marchitos yacen ante los ojos de los vivos, que nuestra partida despierta los ecos del recuerdo y retumba como un triste y desgarrador canto de elegía.

La muerte se levanta como el sublime testigo de nuestra existencia mitigada, revelando la ironía más desgarradora de la vida misma. Mientras paseamos por el sendero terrenal, tropezando cada día con la indiferencia y cesando de ser en la efímera fugacidad de cada amanecer, nuestra verdadera grandeza solo es revelada en el momento en que abandonamos este mundo, cuando ya no hay posibilidad alguna de disfrutar el fruto de nuestra memoria.

Somos olvidados en la vida y recordados en la muerte, como espejismos perdidos en el polvo del tiempo. Nuestras huellas, apenas inscritas en la espesa niebla del destino, solo cobran vida cuando ya no estamos presentes para admirarlas. En esta pavorosa contradicción humana reside nuestro eterno tormento, el constante danzar entre la brevedad de la existencia y la eternidad del recuerdo.

 Nos desvanecemos en la vorágine del día a día, relegados al anonimato en un mundo que apenas nos reconoce, donde nuestras voces se desvanecen en el clamor de la multitud. Sin embargo, cuando el velo de la vida se desgarra y nos sumergimos en el abrazo oscuro de la muerte, nuestras vidas adquieren un nuevo significado.

 En ese instante efímero, nuestros nombres resurgen de entre las sombras, grabados en la memoria de aquellos que dejamos atrás. Somos entonces como estrellas fugaces que iluminan el cielo nocturno, brillando con una intensidad que solo la oscuridad puede revelar. Y aunque nuestra presencia física se desvanezca en el tiempo, nuestro legado perdura en las mentes y corazones de aquellos que nos recuerdan.

Es en este vaivén entre la vida y la muerte, entre la caducidad y la infinitud, donde encontramos nuestra verdadera esencia, donde nuestra existencia cobra pleno significado en el vasto lienzo del universo.

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