A lo largo de más de una década, el primer papa latinoamericano desafió estructuras, abrazó a los olvidados y dejó un legado de humanidad y reforma en la Iglesia católica.
El 13 de marzo de 2013, el humo blanco que emergía del techo de la Capilla Sixtina anunciaba una elección sin precedentes: un jesuita argentino, de rostro sereno y palabras sencillas, había sido elegido como el sucesor de Pedro. Jorge Mario Bergoglio, arzobispo de Buenos Aires, se convirtió en el papa Francisco, el primero proveniente del hemisferio sur y también el primero en adoptar el nombre del santo de Asís, símbolo de pobreza, humildad y amor por la creación.
Con apenas unas palabras desde el balcón de San Pedro —“Recen por mí”—, comenzó un pontificado que, sin alterar la doctrina esencial de la Iglesia, remeció su estilo y prioridades. Francisco no fue un papa de tronos ni coronas, sino de gestos. Rechazó vivir en el palacio apostólico y eligió la modesta Casa Santa Marta como residencia permanente. Desde ahí condujo la Iglesia con un enfoque pastoral, cercano y profundamente humano.
Su liderazgo se definió desde el inicio por una preocupación permanente por los “descartados” del mundo. Migrantes, refugiados, presos, ancianos, personas en situación de calle, miembros de minorías sexuales y religiosas: todos encontraron en Francisco una voz dispuesta a escucharlos. Su frase “¿quién soy yo para juzgar?” respecto a las personas homosexuales marcó un cambio de tono en el Vaticano que resonó dentro y fuera de los muros sagrados.
No menos contundente fue su voz en defensa de la justicia social. Francisco denunció sin titubeos la “economía que mata”, criticó los excesos del capitalismo financiero y pidió a los líderes mundiales actuar frente a la desigualdad y el cambio climático. Su encíclica Laudato Si’, publicada en 2015, es considerada un llamado profético a cuidar la “casa común”, el planeta, desde una ética ecológica y solidaria.
Pero no todo fue armonía. Francisco enfrentó resistencias dentro del propio Vaticano. Su voluntad de reformar la curia romana, de avanzar en la lucha contra los abusos sexuales dentro del clero y de revisar los modos de ejercer el poder eclesiástico generaron tensiones. Sin embargo, supo sostener el timón. Convocó a sínodos inclusivos, escuchó a la Amazonía, a las periferias y a las mujeres. Promovió la sinodalidad como camino para una Iglesia más horizontal y participativa.
Hombre de oración sencilla y mirada profunda, Bergoglio nunca dejó de ser el pastor de barrio que viajaba en metro y recorría las villas miseria de Buenos Aires. Su modo de ejercer el papado tuvo más de abrazo que de autoridad. Se le vio lavar los pies a presos y mujeres, besar a niños enfermos, detener su auto para saludar a personas con discapacidad. En él, el Evangelio se hizo gesto cotidiano.
Durante sus más de diez años al frente de la Iglesia, Francisco realizó 42 viajes internacionales, visitó países en guerra como Irak, abrazó a víctimas de violencia y fue un puente de diálogo en contextos de polarización política y religiosa. Fue también un papa muy consciente del poder de los medios y las redes, que utilizó con inteligencia para transmitir mensajes de paz y esperanza.
Sus últimos meses estuvieron marcados por el deterioro de su salud. Aunque continuó con sus responsabilidades, las apariciones públicas disminuyeron. Su muerte, ocurrida el 21 de abril de 2025, en su residencia del Vaticano, cierra un capítulo que quedará inscrito en la historia como uno de los más humanos y desafiantes del catolicismo contemporáneo.
Francisco no fue un papa de mármol, sino de carne. Se mostró frágil, pidió perdón, lloró con las víctimas, se equivocó y rectificó. Abrió puertas más que cerrarlas, y aunque no siempre fue comprendido, supo mantener la brújula hacia el corazón del Evangelio: la misericordia.
Su legado no se medirá solo en documentos ni en reformas canónicas, sino en las conciencias removidas, en las parroquias revitalizadas, en los puentes tendidos entre credos y culturas. Francisco deja una Iglesia menos autoritaria y más sensible; un papado más evangélico y menos monárquico.
En un mundo fragmentado, su voz fue —y seguirá siendo— un eco de compasión, justicia y fraternidad.