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CONSECUENCIAS DE NUESTROS ACTOS Y OMISIONES

 Por Iván Alatorre Orozco

¿Hasta qué punto somos realmente conscientes del impacto que nuestras acciones, decisiones e indiferencias tienen sobre el mundo que nos rodea? ¿Hasta qué profundidad alcanza nuestra responsabilidad, como especie, en el deterioro silencioso —pero implacable— de la vida en todas sus formas?

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Vivimos en una era vertiginosa, donde el ruido del progreso y el espejismo del crecimiento económico ahogan las voces del sentido común, de la empatía, de la tierra misma. Hemos alzado templos a la inmediatez, al consumo voraz, al éxito vacío, olvidando que la verdadera riqueza no reside en lo que acumulamos, sino en lo que preservamos, cuidamos y legamos.

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La historia —esa gran maestra tantas veces ignorada— ha sido testigo del costo incalculable de nuestra soberbia. Las guerras, las dictaduras, la explotación sistemática del medioambiente, el colapso de comunidades enteras… Todo ello marcado por una constante: el olvido del otro, del prójimo, del planeta. Y,sin embargo, seguimos caminando como si no lleváramos en los pies el polvo de siglos de errores repetidos.

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¿Pero qué nos ha enseñado tanto sufrimiento? ¿Qué lecciones hemos realmente integrado a nuestra conciencia colectiva? Si algo demuestra nuestro presente, es que aún no hemos aprendido lo esencial: que no se puede crecer destruyendo, que no se puede avanzar dejando atrás a los más frágiles, que el desarrollo que sacrifica la dignidad no es progreso, sino decadencia.

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Es urgente que nos detengamos. Que miremos de frente nuestras heridas, las visibles y las ocultas. Que escuchemos el clamor de los bosques que se extinguen, de los mares que se ahogan en plástico, de las especies que desaparecen sin testigos, de los pueblos que migran empujados por la desesperanza.

Cada uno de nosotros lleva en sus manos la posibilidad del cambio. No se trata de esperar que “alguien más” actúe, sino de asumir que somos parte del problema, pero también de la solución. No hay gesto pequeño si nace de la conciencia. No hay esfuerzo inútil si surge del amor a lo vivo.

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Debemos mirar más allá del espejo y descubrir que somos hijos del mismo suelo, del mismo cielo. Que nuestras diferencias no nos dividen, sino que nos enriquecen. Que la justicia no es un lujo, sino una urgencia. Que la sostenibilidad no es una opción, sino la única vía hacia un futuro posible. Que el amor por la vida, en todas sus formas, debe ser la luz que guíe cada decisión, cada paso, cada transformación.

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El camino será arduo, sí. Habrá que desaprender para volver a aprender. Habrá que renunciar a privilegios, cambiar hábitos, enfrentar resistencias. Pero no hacerlo sería condenarnos al silencio irreversible del fin.

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Que no se diga de nosotros que lo vimos venir y no hicimos nada. Que no se diga que tuvimos en nuestras manos la oportunidad de sanar el mundo y elegimos el confort del egoísmo.

Que se diga, en cambio, que despertamos a tiempo. Que elegimos amar, cuidar y reconstruir. Que nos convertimos, por fin, en custodios conscientes de esta casa común que nos fue prestada.

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Porque el mañana empieza hoy. Y aún estamos a tiempo.

 

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