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NO PODÍA DEJARLO SOLO

Por Iván Alatorre Orozco

En un antiguo rancho, en lo profundo del campo, donde el tiempo parecía detenerse, existía un rincón que muchos habían olvidado, y en ese hermoso y alejado sitio, vivía un anciano llamado Salvador.

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Don Salvador, con su piel blanca como la porcelana que el tiempo había bañado en suavidad, era un poema viviente de experiencias grabadas en arrugas profundas que se entrelazaban con los senderos de su vida. Sus manos, pequeñas y regordetas, eran como relicarios que habían sostenido los secretos del tiempo. En sus ojos, de un verde profundo y sereno, se hallaba un universo de sabiduría y calma, reflejando la profundidad de su alma. A pesar de su corta estatura, su presencia irradiaba una grandeza que solo los años pueden conferir, y su paso lento pero firme trazaba una historia de valentía y perseverancia que hablaba al corazón de todos los que tenían el privilegio de conocerlo.

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Salvador amaba su soledad, aunque de vez en cuando, la nostalgia del pasado lo afectaba profundamente. Por lo general, encontraba paz en la sencillez de la vida rural: en el contacto con la tierra roja, la atención al limitado ganado que cuidaba junto a un peón, y con los perros. Sin embargo, tenía una clara predilección por los gatos, a los que acostumbraba acariciar por horas, compartiéndoles sus aventuras, logros y tristezas, recordando de un pasado que vagaba de manera fantasmal en su mente.

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A pesar de su avanzada edad, Don Salvador encontró la manera de vivir solo en la centenaria casa de adobe que se alzaba como un testigo silencioso del paso del tiempo. Sus paredes, rugosas y gastadas por los años, atesoraban historias que habían sido susurradas por generaciones. Cada fisura y cada viga de madera desgastada contaban la crónica de la vida rural que se había desarrollado en su interior durante décadas.

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Las enredaderas trepaban por las paredes, ofreciendo un abrazo verde y reconfortante, mientras las tejas rojas del techo, erosionadas por las estaciones, guardaban secretos que solo el viento y el sol conocían. Aquella casa, con sus puertas gastadas y sus ventanas pequeñas que dejaban entrar la luz de manera delicada, irradiaba una sensación de nostalgia y arraigo, una conexión intemporal con las raíces de un rancho que se aferraba a su legado con una belleza que solo el paso de los años podía otorgar.

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         La nostalgia de Salvador por el pasado se manifestaba en cada rincón de su vieja casa de adobe y en cada suspiro que dejaba escapar al anochecer. Sentado en su mecedora de madera gastada, fijaba su mirada hacia el cielo con ojos llenos de melancolía, viendo el pasado danzar en el reflejo de una fogata a punto de extinguirse.

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Las fotografías en blanco y negro en la pared, capturando momentos de juventud y alegría, evocaban un tiempo que había quedado atrás. A veces, mientras acariciaba a un gato o un perro junto a él, sus lágrimas eran el eco silencioso de los recuerdos que se desvanecían como el humo de una fogata extinta. A pesar de la belleza del presente en su rancho antiguo, la nostalgia por los días pasados seguía siendo una sombra tierna y agridulce en el corazón de Salvador.

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Un atardecer, de los cuales Don Salvador nunca se perdía uno solo, mientras se balanceaba en su mecedora sumido en sus pensamientos, escuchó un débil gemido proveniente de un arbusto cercano. Intrigado, se levantó de su mecedora y siguió el sonido, que se volvía cada vez más desesperado. Entre las ramas y hojas secas, encontró a un pequeño gato, débil y exhausto, atrapado en una trampa para roedores.

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Sin dudarlo, Salvador se arrodilló junto al gato y con manos temblorosas, liberó al felino de su angustioso cautiverio. Los ojos agradecidos del gato se encontraron con los de él en un instante de conexión especial. En ese momento, el octogenario supo que no podía dejar al gato solo, y así adoptó a un nuevo integrante dentro de su familia de mascotas, sin saber, que el arribo del pequeño gato daría una calidez y energía que enriquecería de forma inmediata la vida de ambos.

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Con el paso de los días, la relación entre Salvador y el gato, al que decidió llamar cariñosamente “Uriel,” cuyo nombre significa: Dios es mi luz y esperanza, floreció como un campo en primavera. Salvador cuidó de Uriel con devoción, alimentándolo con comida casera y creando un rincón acogedor en la casa de adobe donde el gato podía descansar a sus anchas.

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Las tardes se convirtieron en momentos compartidos, con Salvador sentado en su mecedora y Uriel a sus pies, mientras el anciano narraba historias de su vida en el rancho y sus sueños de juventud, la mirada de Uriel, siempre atenta, parecía comprender cada palabra. La compañía del gato llenó los días de Salvador de alegría y ternura, disipando poco a poco la soledad que antes pesaba en su corazón.

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La hermosa relación entre el hombre y el gato, forjada en el rancho de tierra roja, se convirtió en un vínculo que trascendía el tiempo y el espacio. Era un recordatorio de que la amistad, como una semilla en un campo fértil, puede surgir en los lugares más inesperados y en los momentos más solitarios que a menudo se encuentra en las simplicidades de la vida rural y en la maravilla de los lazos inquebrantables entre un ser humano y su fiel compañero felino.

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         Uriel era una criatura de belleza singular. Su pelaje anaranjado estaba salpicado de vivos tonos beige, creando un efecto armonioso que le confería una apariencia elegante. Sus ojos, de un cálido color ámbar, eran tan expresivos y tiernos que parecían guardar los secretos del universo. Las patas de Uriel eran blancas como la pureza misma, destacando en contraste con su pelaje. Sus orejas puntiagudas se erguían con curiosidad, siempre atentas, como si estuvieran ansiosas por escuchar cada sonido que el rancho tenía para ofrecer. La cabeza angosta de Uriel estaba coronada por largos bigotes que temblaban con cada brisa, dándole esa sabiduría silenciosa que solo los gatos poseen. Con su apariencia única y su personalidad encantadora, Uriel se convirtió en la joya de la vida de Salvador. Su belleza y carácter lo hacían realmente especial.

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Cada mañana, al despuntar el sol, Salvador y Uriel se aventuraban juntos por los campos, mientras el viento susurraba historias olvidadas. Uriel se deslizaba entre los altos pastizales, jugando a cazar mariposas, mientras Salvador inspeccionaba el estado de las cercas y las flores en el jardín que había cuidado durante décadas.

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Las tardes eran igualmente especiales. Salvador se sentaba en el patio, afuera de su oscuro cuarto, meciéndose en su silla de mimbre, mientras Uriel se acurrucaba a sus pies. El viejo hombre hablaba con su gato, compartiendo recuerdos de tiempos pasados y sueños de días por venir. Para Salvador, Uriel era su confidente, su amigo más leal, y juntos compartirían momentos inolvidables en el tranquilo rancho de tierra roja.

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Una noche, una tormenta estalló con furia sobre el rancho. El viento aullaba y la lluvia caía en cascada. Salvador se preocupó por Uriel, quien no había regresado a casa como solía hacerlo. Inquieto, salió a buscar a su amigo felino bajo la tormenta. Con una linterna en mano, recorrió los campos empapados y llamó a Uriel en vano.

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Finalmente, en medio de la tormenta, Salvador encontró a Uriel empapado y temblando bajo un arbusto. Lo tomó en sus brazos con cuidado y lo llevó de regreso a la seguridad del hogar. Mientras secaba a su amigo, Salvador le susurró palabras de consuelo y gratitud. La tormenta había revelado cuánto valoraba su compañía.

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         Salvador, empapado por la tormenta de la noche anterior, amaneció con un leve resfriado. Al pie de su cama, como de costumbre, Uriel se encontraba echado. El cansancio que había ocasionado su casi trágica aventura nocturna, lo mantenía ronroneando, agotado como nunca. Al despertar, Uriel lamió sus patas delanteras y al notar que la puerta del cuarto estaba cerrada sin la presencia de su viejo amigo, estiró su cuerpo formando un arco, trepó por la pared hasta llegar a la ventana y brincó hacia el patio. La agilidad y determinación de Uriel para explorar el patio eran siempre notables, incluso en los momentos en que su compañero humano no se sentía en su mejor estado de salud.

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Don Salvador se encontraba sentado en el tranquilo patio, con su inconfundible sombrero de charro, que parecía un testimonio viviente de sus años vividos bajo el cálido sol del campo. Ante él, la luminosidad del mediodía pintaba su mundo de un resplandor dorado, un regalo de la naturaleza que apreciaba más que nunca en sus días de vejez.

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Descansaba plácidamente en su silla de madera tejida con tule, la cual había sido testigo fiel de innumerables historias y secretos compartidos a lo largo de los años. A su alrededor, las antiguas macetas de barro eran auténticos jardines en miniatura, desbordantes de vida y color. Margaritas blancas se alzaban como ofrendas de pureza, bugambilias de tonos carmesí pintaban el aire con su pasión, los rosales, con sus pétalos delicados, susurraban cuentos de amor eterno y las lavandas, con su aroma embriagador, ofrecían un toque de serenidad y calma.

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Con cariño, Salvador acariciaba el peludo lomo de Uriel, quien se sentía como en un rincón de felicidad en el regazo de su viejo amigo. Cada caricia era un lazo que unía sus corazones aún más fuertes. Mientras el sol doraba sus cabezas y el aire traía fragancias de las flores cercanas, Salvador compartía con su leal compañero historias de valentía y camaradería vividas durante los tiempos de guerra. Cada palabra llevaba consigo el peso de la experiencia y la sabiduría, y Uriel resplandecía con sus ojos ámbar llenos de admiración y afecto. En ese rincón del patio, bajo el sol resplandeciente, la amistad entre el anciano y el gato se fortalecía, y la belleza de ese momento capturaba la esencia de una vida bien vivida.

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A medida que los días pasaban, el leve resfriado que Salvador había contraído tras su encuentro en la tormenta con Uriel se convirtió en una infección respiratoria más seria. Su tos se volvió profunda y persistente, y la fiebre lo dejó exhausto. Los días en los que solía aventurarse por el rancho junto a Uriel se volvieron menos frecuentes, y su paso lento se volvió aún más pausado. Las noches se volvieron difíciles, con insomnio y sudores fríos. La salud de Salvador se debilitaba gradualmente, y la preocupación de Uriel crecía a la par que la intensidad de los síntomas de su amigo humano. La inquebrantable amistad entre Salvador y Uriel se convirtió en un ancla de apoyo mientras enfrentaban juntos esta nueva y desafiante etapa de sus vidas.

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Uriel, con su instinto de cazador inquebrantable, se convirtió en el guardián de la casa de adobe y los alrededores del rancho. Ningún roedor, reptil o insecto osaba acercarse a su territorio sin sentir la implacable persecución de este felino valiente. En las noches más oscuras, cuando la luna se asomaba tímidamente y las sombras se alargaban, Uriel ascendía a los tejados con una determinación que inspiraba respeto. Allí, en la cima de su reino, maullaba con una intensidad que apenas conocía descanso. Sus ojos ámbar destellaban como faros en la penumbra, y su presencia imponente era suficiente para mantener alejados a otros gatos, perros o incluso el ganado que vagaba cerca.

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La protección de Don Salvador se convirtió en la razón de ser de Uriel a medida que la enfermedad de su querido amigo avanzaba. Con un instinto maternal, el gato se mantuvo vigilante, manteniendo a raya cualquier intruso que se atreviera a acercarse. Ya no se trataba solo de cazar, sino de resguardar la paz y la seguridad de aquel anciano que tanto amaba. Uriel se volvió un faro de lealtad en la oscuridad de la enfermedad que aquejaba a Salvador, y su determinación para mantener a salvo a su compañero humano era un testimonio conmovedor de la profunda conexión que compartían.

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En una noche lluviosa, bajo la mágica luz de la luna llena, la vela de Don Salvador se apagó. Había cumplido con cada deber que la vida le había encomendado. Su transición a la eternidad llegó sin que hubiera guardado una sola sonrisa, abrazo, relato o tierna mirada en reserva. Uriel, el gato de pelaje anaranjado, estaba a su lado y lo acompañaría hasta su último aliento.

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El felino, cuyos ojos ámbar normalmente brillaban con serenidad, ahora se humedecieron mientras buscaban la calidez de su viejo amigo, que ya no estaba. Como si entendiera la trascendencia de ese momento, Uriel se acurrucó junto a Don Salvador, compartiendo su silenciosa despedida. Fue entonces cuando una única lágrima brotó de los ojos del gato, rodando suavemente por su pelaje. Esta lágrima, un tributo de amor y compañía, se posó en el pecho del anciano.

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En ese instante, se desataron ondas en los mares de la eternidad, un vínculo que nunca se rompería. Juntos emprendieron un nuevo viaje. Uriel, el fiel compañero, eligió no ver otro amanecer, pues estaba destinado a acompañar a su amigo en la eternidad. No podía dejarlo solo.

Acerca Redacción

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Un comentario

  1. Club de lectura Olga

    Este es uno de los relatos que emanan más ternura y melancolía de los que he leído últimamente y, no solo por el tema, sino por su estilo narrativo. El léxico tan rico que se utiliza aquí es de una belleza tan extraordinaria que la lectura se desliza por los párrafos gracias al esmerado trabajo que hay detrás.

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