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AÚN TE AMO

Iván Alatorre Orozco

La percepción del tiempo resulta muy cruel cuando se trata de determinar los dos puntos transcurridos, desde el último encuentro, hasta los ínfimos minutos, que se derramaron entre mis dedos cuando nos vimos nuevamente apenas unos días atrás. Si existiera un Dios encargado de regular los diferentes formatos del tiempo en relación con una situación determinada, maldigo su insensibilidad al generar en mí los diez minutos más breves de mis últimos años.

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            Te extraño de mil y una formas posibles. Esos pocos minutos, durante los cuales logré perderme y encontrarme en la profundidad de tu mirada, detonaron en mí la visión irrefrenable de los numerosos detalles entrañables, responsables de haber construido nuestro breve, pero profundísimo pasado juntos.

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            Ambos procuramos ser sutiles cuando nuestras respectivas almas luchaban con uñas y dientes ante esos demonios personales, en apariencia indomables, pero que tanto temíamos salieran a flote en algún instante de nuestras reuniones. Hoy sé que el costal de miedos acumulados en nuestras espaldas, mientras estábamos juntos, como por arte de magia, desaparecían con la simple pregunta inicial: ¿cómo estás?

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Y ese era solo el preámbulo de aquellas coincidencias del primer minuto, donde el cruce de miradas nos obligaba a detenernos para dar lugar a una sonrisa que ascendía como un barco a esa superficie casi olvidada por el tiempo. Esos 60 segundos contenían la oportunidad de reconocernos con entera confianza el uno en el otro gracias a los pequeños grandes detalles que posteriormente nos ennoblecerían, mientras las sonrisas, tal y como si hubieran sido tatuadas, permanecían imborrables en nuestros rostros al cumplir los pasos maravillosos de ese ritual: el abrazo.

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Y es que no se trataba de un abrazo movido bajo la influencia de un mero convencionalismo social, forzado exclusivamente bajo las normas de la buena educación que solemos repetir con la mayoría de las personas, proyectando una actitud más autómata que humana. Visualizo a nuestros abrazos como las ramas de dos árboles entrelazadas, jugueteando al aparecer el fuerte viento de la tormenta que se acerca. Y es que estamos tan acostumbrados desde hace tiempo a confrontar y esquivar de manera individual las numerosas fuerzas capaces de provocarnos un daño, casi siempre con éxito, que cuando fusionábamos nuestros brazos, se propiciaba el inevitable encuentro de los cuerpos, generando esa inigualable sensación de invencibilidad, dónde no hay espacio para el dolor, el sufrimiento y el autosabotaje. Ese primer abrazo, poseía el potencial para iniciar la pequeña aventura, que, como una bola de nieve, estaba destinada a crecer con el paso de las horas al rodar sobre la pendiente, para dirigirnos, sin miedos ni límites, hasta la añorada tierra prometida.

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Extraño tus manos al acercarse a las mías para juguetear como si fuéramos un par de niños. No me podía cansar de recorrer toda la geografía de tus manos usando como navío para tal aventura únicamente las yemas de mis dedos índices. No han sido pocas las noches, durante todo este tiempo, en las que la humedad de mis ojos aparece al recordar como dibujabas la más tierna sonrisa, mientras observabas con paciencia las trayectorias de mis yemas en su exploración e intención por conquistar nuevos territorios.

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Extraño escuchar tu repertorio de risas cuando alguno de mis chistes tontos salía de control durante nuestras extensas conversaciones, sin importar en lo más mínimo lo simple o infantiles que estos sonaran. No recuerdo si te lo comenté, pero las numerosas formas y presentaciones que posee tu risa, resulta para mí un hermoso espectáculo digno de llamar la atención. Desde aquella inicial apenas audible que necesita adaptarse. Las que se prolongaban más de lo normal, como si tuviera la intención de no sucumbir al mágico instante. Las risas tímidas, apenas audibles, cubiertas por la palma de tu mano. Incluso aquellas risas, no necesariamente asociadas a la felicidad, que proyectaban tu intención para huir de un recuerdo que te causaba dolor.

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Extraño tu cabellera suelta, sin ataduras, sin ligas o accesorios que cortaran los causes zigzagueantes, de la entrañable belleza depositada en tu alma pura que ocasionalmente ponía freno al inevitable encuentro con tu magnífica dimensión del concepto de la auténtica libertad.

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Extraño los numerosos pequeños secretos que guardabas celosamente, que fluían lentamente en su salida a la luz, y que debido al silencio y la distancia que nos separan, temo no contar con el privilegio de ser conocedor en su entramado, para lograr así ser testigo de la complejidad, y al mismo tiempo, la humildad y sencillez que te caracterizan.

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Te extraño principalmente con la llegada de la noche, cuando te pienso en silencio, te nombro en silencio, y te quiero en silencio.

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Quisiera estar frente a ti, acariciar tu rostro con las yemas de mis dedos y compartir contigo todas las historias en las que exclusivamente tú y yo somos los protagonistas.

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Quisiera poder escribirte un poema, una carta, un cuento o una sencilla, pero profunda reflexión, que fueran capaces de decirte que aún estoy aquí, que todavía te extraño, te pienso, te admiro y que aún te amo.

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