Leonor recordaría las imágenes, los olores, los sabores y las emociones junto a sus abuelos y los colocaría dentro de un costal del cual no se desprendería jamás. En su interior siempre podría acceder a la mano de su abuela que la llevaba a bordear el estanque ubicado en la entrada del rancho, donde las anchas hojas de los árboles caían y miraban el recorrido en zigzag de los patos que se sumergían en las cálidas aguas enlodadas de junio, y salían del otro lado de la orilla, sacudiendo las alas, blancos y secos, graznando alegremente, guiados y protegidos por su madre.
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