Por Iván Alatorre Orozco
Juanito tenía un padre al que apenas veía. Alonso salía de casa cada lunes cuando el sol apenas se desperezaba, y no regresaba sino hasta el viernes, bien entrada la noche, cuando ya todos dormían y la ciudad se había rendido al silencio. Pese a su ausencia constante, Juanito lo miraba con admiración. Sabía —o al menos creía— que su padre era un hombre importante, imprescindible, alguien a quien muchas personas necesitaban. Y aunque no entendía del todo el mundo de los adultos, en su corazón se repetía que su papá debía ser el mejor jefe del mundo.
Alberto, su mejor amigo, tenía una historia parecida. Su papá también era un hombre ocupadísimo, de esos que trabajan incluso los fines de semana, como si el tiempo no le perteneciera. Una mañana de domingo, el sol apenas asomaba entre las cortinas cuando Alberto, desvelado por un sueño que no recordaba, escuchó el chirrido leve de la puerta de la calle. Corrió descalzo hasta el zaguán y vio a su padre abotonándose el saco.
—¿Otra vez vas a trabajar, papi? —preguntó con la voz aún cargada de sueño—. Podríamos jugar un rato…
El hombre suspiró, sin atreverse a mirarlo del todo.
—No puedo, hijo. Hay cosas muy importantes que tengo que resolver.
—¿Y por qué son tan importantes?
—Porque si todo sale bien, será un gran negocio para la empresa.
—¿Y eso qué significa?
—Que la empresa ganará mucho dinero… y quizá me asciendan.
—¿Y para qué quieres que te asciendan?
—Para tener un mejor trabajo y ganar más.
—¡Qué padre! —dijo el niño, con los ojos encendidos de ilusión—. ¿Y cuándo tengas un trabajo mejor… vas a poder jugar más conmigo?
El padre se quedó en silencio. Algo en esa pregunta le rozó una parte que había olvidado.
Alberto, sin advertirlo, siguió preguntando con la pureza de quien aún no conoce los relojes:
—¿Y por qué necesitas más dinero?
—Para comprar una casa más grande… y que tú tengas más cosas.
—¿Y para qué queremos una casa más grande? ¿Para guardar todo eso?
—No, hijo… —respondió el padre con voz quebrada—. Para estar más a gusto… y hacer más cosas juntos.
El niño se quedó pensativo. Después, con una sonrisa desarmante, concluyó:
—¿Entonces podremos hacer más cosas juntos? ¡Genial! Entonces vete pronto, papi. Yo… yo puedo esperarte los años que hagan falta hasta que tengamos esa casa grande.
Las palabras se quedaron suspendidas en el aire, como esas verdades simples que ningún adulto quiere escuchar.
El hombre miró a su hijo. Lo miró de verdad. Notó lo largo que tenía el cabello, lo mucho que había crecido en tan poco tiempo, y lo rápido que esos ojos inocentes podrían cansarse de esperar.
Y entonces… no salió.
Cerró la puerta sin ruido, dejó la computadora sobre el sofá, apagó el celular y guardó la agenda como quien guarda un capítulo que ya no quiere vivir.
Se sentó en el suelo junto a Alberto, que lo observaba sin comprender del todo, con el asombro tibio del que presencia un milagro.
—¿Sabes algo, hijo? —dijo, mientras tomaba el primer cochecito de juguete—. Creo que el ascenso… y la casa nueva… pueden esperar.
Ese día no fue domingo ni fue lunes. Fue un día que no aparece en ningún calendario. Un día que sólo existe cuando el amor decide detener el tiempo.