Son tantas las máscaras que logramos forjar con el tiempo —unas con habilidad involuntaria, otras con la destreza de quien se ha visto obligado a sobrevivir entre ruinas invisibles—, que al mirarnos en el espejo ya no sabemos si lo que contemplamos es el reflejo de nuestro rostro o el molde endurecido de una máscara que no supimos cuándo comenzamos a llevar.
Hay máscaras que lloran por nosotros. Derraman lágrimas donde ya no alcanzamos a sentir, porque hemos quedado exhaustos de tanto llorar hacia dentro. Son hábiles en la representación del dolor: saben cuándo mirar hacia abajo, cómo suspirar sin ruido, en qué momento apartar la mirada. Su especialidad es la nostalgia bien dosificada, el silencio exacto que proyecta profundidad, aunque por dentro el alma se haya convertido en un páramo sin voz. Esas máscaras no sienten, pero saben perfectamente cómo lucir desgarradas.
Otras —más peligrosas aún— se han vuelto maestras en fingir el asombro, el gozo, la empatía. Son expertas en simular vínculos donde solo hay distancia. Aparentan conexión, pero no conocen el roce de lo genuino. Se expresan con elocuencia, llenan el espacio con palabras medidas, con afectos imitados. Son las máscaras de la extroversión pulida, de las carcajadas sin raíz, de los abrazos dados con los brazos, pero no con el pecho.
Y, sin embargo, entre todas esas caretas que vamos heredando, intercambiando o fabricando con urgencia cada mañana, hay una —solo una— que no necesita actuar. Es la que aparece cuando, sin proponérnoslo, algo se quiebra en lo más hondo. Una emoción inesperada, una memoria que brota sin aviso, una palabra que nos toca sin querer. Entonces, esa máscara sencilla se queda suspendida en la comisura de los labios, en ese gesto indeciso donde una sonrisa podría ser llanto o el llanto, una forma de sonreír. Y allí, en la tibia frontera entre lo que ocultamos y lo que dejamos asomar, la lengua prueba el sabor de la sal que ha subido desde lo más hondo del pecho hasta posarse en los labios.
Ese pequeño instante, tan fugaz como poderoso, lo cambia todo. La sal que se posa en la piel no solo sabe a tristeza: también sabe a verdad. Es memoria condensada, dolor honesto, alegría envuelta en nostalgia. Es la lágrima que no cayó, el beso que no se dio, el abrazo que el cuerpo recuerda, aunque el tiempo lo haya arrancado de la carne. En ese momento, lo que parecía una simple expresión se convierte en epifanía: el infierno o el paraíso, según el alma de quien lo atraviesa.
Porque no hay máscara capaz de ocultar del todo lo que alguna vez fue real. Tarde o temprano, lo auténtico encuentra la manera de emerger. Puede ser en un temblor de voz, en una palabra, que se pronuncia con más lentitud de la habitual, en el modo en que alguien acaricia una taza de café como si temiera que se rompa. Lo verdadero se cuela por las grietas. Y son esas grietas —no las máscaras perfectas— las que nos devuelven a lo que somos.
Así vamos por la vida: con el rostro cubierto y el alma pidiendo a gritos que alguien nos mire de verdad. Jugamos a parecer enteros, mientras por dentro luchamos por no deshacernos. Fingimos estar bien porque nos da miedo el eco que puede producir la sinceridad. Y sin embargo, en los momentos más puros —cuando el amor toca, cuando la pérdida duele, cuando la memoria sangra, cuando la belleza desarma—, el alma asoma. Se atreve. Se muestra. Y entonces, aunque sea por un segundo, dejamos de representar para simplemente ser.
Y en ese ser, sin adornos, sin disfraces, sin más escudo que nuestra piel erizada por lo vivido, reside lo verdaderamente humano.