Por Iván Alatorre Orozco
Amar a un hijo es sostener un pedazo de eternidad entre las manos, sentir cómo su luz se filtra por cada rincón del alma y transforma para siempre la manera en que entendemos la vida. Es abrazar un milagro, ver en su existencia la prueba irrefutable de que el amor no solo se dice, sino que se vive, se respira, se siembra y se cosecha en cada instante compartido. Es despertar cada día con la certeza de que hay un propósito más grande que uno mismo, una razón infinita para ser mejor, para avanzar incluso cuando el camino se torna incierto, porque en sus ojos habita la promesa de un futuro que nos pertenece tanto como a él.
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Es escuchar el eco de otro latido dentro del propio, un lazo tejido de instantes, de silencios que dicen más que mil palabras, de caricias que hablan con un lenguaje ancestral que solo el corazón comprende. Es aprender a leer el mundo a través de sus ojos, a maravillarse con lo simple, a encontrar belleza en lo cotidiano, a redescubrir la risa como un refugio y el llanto como un río que nos purifica. Amar a un hijo es sentir que cada logro suyo es una victoria compartida, que cada herida en su piel duele más que si fuera propia, que cada sueño que nace en su alma se convierte en nuestra más ferviente esperanza.
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Es un amor que desafía, que transforma, que nos obliga a enfrentarnos a nuestras propias sombras para ser un mejor refugio para él. Nos enseña a ser pacientes cuando la prisa nos consume, a ser fuertes cuando el miedo nos doblega, a encontrar respuestas cuando todo parece un enigma. Es un amor que nos obliga a reinventarnos, a tropezar y levantarnos, a ser vulnerables sin miedo, porque en su risa encontramos la fuerza, en sus abrazos la paz, en su existencia la plenitud.
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Es vivir con el corazón latiendo fuera del cuerpo, en un vértigo constante de emociones. Un vaivén entre el miedo y la confianza, entre el deseo de proteger y la necesidad de soltar. Porque amar a un hijo no es solo cuidarlo, es también permitirle volar. Es entender que algún día tendrá que alejarse, que deberá construir su propio camino, pero que en cada paso que dé llevará consigo el eco de nuestra voz, la suavidad de nuestras caricias, la certeza de que, sin importar la distancia, siempre tendrá un hogar en nuestros brazos.
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Es un amor que no tiene medida, que no conoce límites, que se da sin condiciones y sin esperar nada a cambio. Un amor que se escribe en cada noche en vela, en cada historia contada antes de dormir, en cada mano que se sujeta fuerte mientras el mundo parece demasiado grande. Es el amor que nos desarma y nos reconstruye, que nos enseña que la verdadera felicidad no está en lo que poseemos, sino en a quién amamos.
Porque amar a un hijo es, en su esencia más pura, descubrir que lo más valioso de la vida no se toca, no se compra, no se explica con palabras. Solo se siente. Se vive. Se ama.