Por Iván Alatorre Orozco
Me siento como un apátrida en mi propia piel, un extranjero que vaga por tierras sin nombre, donde el lenguaje que brota de mi boca no encuentra oídos dispuestos a entenderlo. Soy un huérfano de identidad, un exiliado de la existencia, y cada paso que doy es un recordatorio cruel de que no pertenezco a ningún lugar. No hay bandera que me reclame, no hay suelo que me reconozca como suyo; mi vida es un perpetuo vagabundeo por un mundo que se empeña en ignorarme.
Camino entre rostros que se disuelven como niebla, entre voces que me atraviesan sin dejar huella. Soy un cuerpo sin raíces, un eco perdido en un universo indiferente. En este vacío infinito, me pregunto si alguna vez fui parte de algo, si alguna vez tuve un hogar, o si siempre fui este abismo que ahora me consume.
Y, sin embargo, lucho. Me alzo en armas contra los demonios que habitan los oscuros rincones de mi mente. Ellos emergen de las sombras, con garras afiladas y susurros que huelen a rendición, pero yo, con mis huesos rotos y mi carne hecha trizas, sigo peleando. Soy un guerrero solitario en una batalla interminable, un soldado que no conoce tregua ni descanso.
Cada amanecer es un nuevo campo de guerra, cada pensamiento oscuro es un enemigo que debo derribar con mis propias manos. Peleo porque no sé hacer otra cosa, porque rendirme sería aceptar que ellos ganaron, que las sombras se tragaron lo poco que queda de mí. Peleo aunque la victoria sea imposible, aunque las heridas nunca cicatricen. Peleo porque en el fondo de este abismo, aún arde una chispa que me obliga a no claudicar, aunque todo lo demás esté perdido.
Pero esa lucha me ha costado caro. He roto con todo, o quizá todo ha roto conmigo. Me he desvinculado de la calidez de un abrazo sincero, de la honestidad de una mirada que no juzga. Lo que alguna vez fueron lazos ahora son cadenas rotas, lo que alguna vez fueron promesas ahora son cenizas. Estoy solo, pero no de la manera noble que algunos romantizan, sino de una soledad que se siente como un cuchillo en el pecho, un grito que nadie escucha.
El mundo es una orquesta de mentiras, y yo soy el músico desafinado que ha sido expulsado del concierto. Quise ser parte de algo, quise encontrar un lugar donde encajar, pero ahora sé que esas conexiones eran ilusiones, espejismos en un desierto de indiferencia.
Un día, mi cristal de vida cayó al suelo. Fue un instante, un segundo eterno en el que todo se rompió. El estallido aún resuena en mi mente, una explosión que convirtió mi existencia en un cúmulo de fragmentos afilados.
Desde entonces, mi vida no es más que una misión absurda: recoger los pedazos y tratar de reconstruirlos, aunque sé que jamás encajarán de nuevo. No importa la hora del día, no importa si es mañana, tarde o noche; mis manos sangran mientras intento encajar fragmentos que ya no tienen sentido, que ya no forman un todo.
Vivo en un ciclo interminable, un rompecabezas que se burla de mí con su inutilidad. Y en medio de este caos, me pregunto si realmente estoy vivo o si todo esto no es más que la rutina de un muerto que no sabe que ya ha dejado de existir.
Respiro, pero no estoy seguro de si el aire que llena mis pulmones es real. Toco mi piel, pero no la siento. Escucho mi voz, pero no la reconozco. Me miro al espejo y lo que veo es un espectro, un vacío, una sombra que se mueve sin propósito.
¿Estoy muerto? ¿Es esto lo que queda de mí, un eco sin sustancia, un reflejo que se niega a desaparecer? Todo parece un sueño del que no puedo despertar, un purgatorio donde la vida se ha convertido en una burla cruel.
Me pregunto si mis latidos son reales o si son solo la inercia de un cuerpo que ya no pertenece a este mundo. Respiro, pero no sé si respiro. Camino, pero no sé si camino. Existo, pero no sé si existo.
Tal vez ya he muerto, y simplemente no me he dado cuenta.