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LLUVIA DE LÁGRIMAS DE ESPERANZA

Iván Alatorre Orozco

Ojalá la lluvia pudiera tener ese poder divino de tocar el alma como lo hace con la piel. Que sus gotas, pequeñas y humildes, cayeran sobre nosotros no solo para calmar la sed de la tierra, sino también para calmar la sed de nuestros corazones rotos.

 Imagino un cielo oscuro, no como presagio de tormenta, sino como preludio de redención, donde las primeras gotas caen con la suavidad de un susurro y van despertando en nosotros una paz olvidada. Qué milagro sería que esa lluvia tuviera el don de borrar los surcos de la tristeza, esas grietas profundas que se abren en los corazones después de tanto tiempo soportando el peso de la soledad, del dolor, de las pérdidas.

Pienso en esas lágrimas que nunca dejamos caer, en esas que nos tragamos para no mostrar debilidad, para no preocupar a los demás. Si tan solo la lluvia pudiera llevárselas, arrancarlas de nuestras almas como si fueran hojas marchitas que ya no pertenecen a nuestro árbol. Que cada gota fuera un alivio, un paso hacia la liberación, hacia esa ligereza que olvidamos que existía. Porque, ¿cuántas veces hemos caminado cargando pesares que ni siquiera nos corresponden? ¿Cuántas veces hemos cerrado los ojos bajo la lluvia, deseando en secreto que se lleve todo lo que nos duele?

Quiero creer en una tormenta que no nos haga temblar, que no se desgarre en rugidos ni se desplome con furia, sino que nos envuelva en un manto de calma, como el abrazo de alguien que sabe exactamente dónde nos duele y no necesita decir nada para aliviarlo. Me gusta pensar en un cielo que no descarga su furia, sino su compasión. En un trueno que no espanta, sino que murmura, como una voz antigua que viene a decirnos: “Estoy aquí contigo”.

Imagino que cada gota de esa tormenta lleva un propósito oculto, un pequeño deseo de curación escondido en su transparencia. Como si el cielo mismo llorara con nosotros, llorara por nosotros, dejando que esas lágrimas celestes cayeran con un peso que no aplasta, sino que libera. Me atrevo a soñar que cada gota es un pequeño milagro líquido, una ofrenda sagrada destinada a sanar las llagas que nos desangran en silencio, esas que escondemos tras sonrisas rotas y palabras vacías.

Esa tormenta no grita, no azota, no exige. Solo llega, suave y constante, con la paciencia de quien sabe que la sanación lleva tiempo, que no basta con mojar la piel; es necesario llegar al alma. Imagino las gotas recorriendo no solo nuestro cuerpo, sino nuestros recuerdos, navegando por esos rincones oscuros donde habitan las pérdidas que nunca supimos aceptar, las despedidas que nos arrancaron pedazos de vida, los sueños que murieron antes de nacer.

Pienso en las heridas que llevamos como tatuajes invisibles, marcas de guerras que nadie vio, pero que peleamos cada día con una valentía que apenas reconocemos. Heridas que no sangran, pero queman. Heridas que vuelven a abrirse con un simple recuerdo, con una palabra que no esperábamos, con un silencio que dice demasiado. Quiero creer que esa tormenta entiende nuestras cicatrices, que no juzga nuestros miedos, que no nos exige ser fuertes, sino que nos invita a ser humanos.

Cada gota tiene una misión, lo sé. Es como si el cielo supiera que no podemos solos, que el peso de nuestras pérdidas nos ha encorvado tanto que ya no miramos hacia arriba. Y entonces, manda su lluvia como un recordatorio, como un acto de amor infinito. Porque sanar no es olvidar, no es borrar; sanar es aprender a convivir con lo que duele, a transformar el dolor en algo que no nos consuma, sino que nos empuje a seguir.

Imagino esa tormenta abrazando a quienes han perdido más de lo que podían soportar, a quienes caminan con las manos vacías y el corazón lleno de ausencias. La veo deslizándose por los rostros de aquellos que no lloran porque creen que nadie los entendería, arrancándoles poco a poco la máscara de indiferencia hasta dejar al descubierto su verdad. Esa tormenta no quiere arreglarnos; sabe que no estamos rotos. Solo quiere recordarnos que está bien sentir, que está bien llorar, que está bien necesitar.

Me gusta pensar que en cada gota hay una promesa: la promesa de que no estamos solos, de que, aunque el mundo parezca indiferente, siempre habrá un rincón del universo que nos escuche, que nos mire, que nos llore con nosotros. Y en ese llanto compartido, encontramos un alivio que las palabras nunca podrían ofrecer.

Imagino que esa lluvia no tiene prisa. Que cae con la ternura de una madre que acaricia a su hijo herido, con la delicadeza de un amanecer que no quiere despertar demasiado rápido para no asustar a la noche. Cada gota es un susurro que nos dice que está bien ser frágiles, que está bien necesitar tiempo, que está bien no saber cómo seguir.

Esa tormenta, en mi mente, no se detiene hasta que ha recorrido cada rincón de nuestro ser, hasta que ha encontrado cada grieta y la ha llenado con algo que no puede nombrarse, pero que se siente como esperanza. No es un torrente que arrasa; es una marea que nos levanta, que nos limpia, que nos deja preparados para un nuevo amanecer, aunque todavía no sepamos cómo enfrentarlo.

Y mientras cierro los ojos y dejo que esa lluvia imaginaria me envuelva, pienso en todas las cosas que me arrebataron, en todo lo que nunca llegó, en lo que aún duele como el primer día. Pero también siento, por primera vez, que no estoy solo en mi dolor. Porque en esa lluvia hay algo más grande que yo, algo que entiende lo que ni yo sé poner en palabras.

Quizá la tormenta no puede devolvernos lo que hemos perdido, pero sí puede darnos algo más valioso: el permiso de soltar, de dejarnos llevar, de confiar en que, aunque el cielo se oscurezca, siempre habrá una gota que caerá para recordarnos que, incluso en la tormenta más devastadora, hay belleza. Porque esa belleza no está en lo que vemos, sino en lo que sentimos, en lo que nos permite volver a creer, aunque sea por un momento, que todo puede estar bien.

Y mientras la lluvia sigue cayendo, lenta pero constante, me doy cuenta de algo: no importa cuánto duela, siempre hay algo en nosotros que quiere vivir, que quiere sanar, que quiere encontrar un nuevo comienzo. La tormenta no es el final; es el preludio de algo que todavía no podemos imaginar. Y en ese pensamiento, encuentro la paz que tanto he buscado.

Me gusta imaginar que esa lluvia tendría la magia de deshacer el eco de las palabras que un día nos quebraron. Esas palabras que no solo se dijeron, sino que se alojaron en nosotros como una sombra persistente, dibujando grietas profundas donde antes había sueños. Palabras que no se olvidan porque no son solo sonidos, sino dagas afiladas que se quedaron ahí, en el centro de nuestra memoria, pulsando como un dolor crónico, como un recordatorio de lo que perdimos.

Pienso en esas palabras que nunca debieron ser dichas, en los susurros ásperos que nos hicieron sentir insuficientes, pequeños, carentes de algo que ni siquiera sabíamos que nos faltaba. Palabras que nos vistieron de soledad cuando solo queríamos compañía, que apagaron la luz que llevábamos dentro y nos dejaron abrazados a la oscuridad. Imagino que cada gota de esa lluvia, al caer, no solo moja nuestra piel, sino que acaricia esas cicatrices invisibles, esas marcas que nadie más ve pero que nos pesan como si cargáramos el mundo entero.

Porque, aunque no lo confesemos, todos llevamos heridas que no se cierran. Marcas que el tiempo no ha podido borrar, no porque no quiera, sino porque hay dolores que se aferran a nosotros como si fueran parte de lo que somos. Pero en esa lluvia, en esa fantasía que me construyo para no rendirme, quiero creer que hay una posibilidad de alivio. Que cada gota, al deslizarse por nuestras mejillas, pueda llevarse no solo el polvo del día, sino también el peso del ayer.

Me gusta imaginar que esa lluvia es más que agua. Que lleva consigo la sabiduría de quienes lloraron antes que nosotros, de quienes entendieron que el dolor compartido pesa menos, que las lágrimas no son un signo de debilidad, sino de humanidad. Pienso en las gotas recorriendo nuestros rostros, borrando lentamente las líneas que la tristeza ha trazado con el tiempo. En la forma en que, por un instante, nos recuerdan que no somos solo nuestras pérdidas, que no somos solo nuestros miedos, que aún hay algo en nosotros que vale la pena salvar.

Esa lluvia, en mi mente, no es solo una tormenta, es un milagro. Es un acto de misericordia del universo hacia los corazones cansados, hacia quienes caminan con las manos vacías y los ojos llenos de historias que no pueden contar. La imagino cayendo con una suavidad que desarma, con una ternura que no esperábamos pero que necesitábamos desesperadamente. Y mientras cae, siento que el eco de esas palabras que nos rompieron comienza a desvanecerse, como si el cielo mismo estuviera diciendo: “No tienes que cargar con esto más tiempo”.

Porque, ¿cuánto tiempo llevamos arrastrando esas palabras? ¿Cuántas veces hemos repetido en nuestra mente esas frases crueles, esas miradas que hablaban más que mil gritos? Y, sin embargo, seguimos aquí, buscando una manera de curarnos, de liberarnos, de volver a empezar. Quiero creer que esa lluvia entiende nuestra lucha, que no nos juzga por sentirnos rotos, que no nos pide que seamos fuertes cuando lo único que queremos es descansar, a veces, eternamente.

Imagino esa lluvia como un abrazo que lo abarca todo, que no deja rincón sin tocar, que se filtra en nuestras grietas más profundas y las llena de algo que no puedo nombrar, pero que siento como una calidez inesperada. Como si cada gota llevara un pedazo de consuelo, como si el cielo mismo estuviera llorando con nosotros, no por pena, sino por amor. Porque a veces, lo único que necesitamos para sanar es saber que no estamos solos, que alguien, en algún lugar, entiende lo que llevamos dentro.

Y pienso en esas palabras que nos lastimaron, en cómo las cargamos durante tanto tiempo, en cómo las dejamos definirnos. Pero también pienso en cómo, bajo esa lluvia, podemos empezar a soltarlas, a dejarlas ir, a permitir que se conviertan en nada más que un recuerdo lejano, algo que ya no tiene poder sobre nosotros. Porque esa es la magia de la lluvia: no borra lo que fuimos, pero nos da la oportunidad de ser algo más, algo nuevo, algo mejor.

Mientras la lluvia cae, cierro los ojos e imagino que cada gota es un pequeño acto de redención, una disculpa por todo lo que no recibimos, por todo lo que no supimos pedir, por todo lo que perdimos en el camino. Y siento que, aunque el dolor sigue ahí, aunque las cicatrices no desaparecen, hay algo en mí que empieza a sanar. No sé qué es, pero sé que está ahí, creciendo lentamente, como una flor que no sabía que podía florecer.

En esa lluvia, encuentro no solo consuelo, sino esperanza. Esperanza de que, aunque el pasado nos haya marcado, el futuro todavía está lleno de posibilidades. De que, aunque las palabras que nos rompieron nunca se borren del todo, podemos aprender a escucharlas sin que nos hagan daño. Y en esa esperanza, encuentro la fuerza para seguir, para levantarme, para enfrentar un nuevo día con la certeza de que, mientras haya lluvia, hay también una posibilidad de renacer.

Hay algo casi sagrado en la idea de mirar al cielo y dejar que la lluvia nos encuentre. No escondernos, no correr a refugiarnos, sino quedarnos ahí, vulnerables, abiertos, permitiendo que cada gota sea un mensaje de esperanza. Me imagino con los ojos cerrados, sintiendo cómo el agua fría se mezcla con el calor de mis lágrimas, cómo en ese instante todo se vuelve uno: el cielo, la tierra, yo. Y en esa unión, por fin sentir que el peso desaparece, que la carga se disuelve, que los días grises empiezan desvanecerse.

Quiero creer que en esa lluvia está la respuesta a nuestras súplicas, a nuestros silencios. Que no es solo agua, sino un lenguaje que el cielo utiliza para hablarnos. Cada gota es un “te entiendo”, un “no estás solo”, un “esto también pasará”. Y bajo esa lluvia, por primera vez en mucho tiempo, podríamos permitirnos soltar. Soltar el dolor, el rencor, el miedo. Soltar todo lo que nos ha mantenido encadenados a un pasado que ya no existe.

Imagino que esa lluvia no solo limpia, sino que también nutre. Que riega las semillas de esperanza que llevamos dentro, esas que creíamos muertas, pero que solo estaban esperando el momento adecuado para despertar. Porque, aunque a veces lo olvidemos, siempre hay vida en nosotros. Incluso en los días más oscuros, incluso cuando todo parece perdido, hay algo dentro que quiere florecer, que quiere vivir.

Pero también pienso en el dolor de quienes no pueden ver esa esperanza. En aquellos que se pierden bajo el peso de sus propias tormentas internas, que caminan con la mirada fija en el suelo, incapaces de alzarla hacia el cielo. Pienso en ellos y me pregunto si la lluvia podría alcanzarlos también, si podría tocarlos de una manera que nada más puede. Porque el dolor más profundo es el que se vive en soledad, el que no encuentra eco en nadie más.

Y entonces, pienso en mí mismo bajo esa lluvia. En mis propias heridas, en mis propios silencios. Pienso en todas las veces que deseé desaparecer, en todas las veces que sentí que no podía más. Pero luego imagino la lluvia cayendo sobre mí, lavando no solo mi cuerpo, sino también mi alma. Siento cómo el peso se va, cómo el aire se llena de un aroma nuevo, de una promesa nueva. Y en ese momento, por primera vez en mucho tiempo, me obligo a pensar que todo estará bien.

Porque la lluvia no es solo agua. Es esperanza. Es renacimiento. Es la prueba de que, aunque el cielo se oscurezca, siempre habrá un momento en que la luz regrese. Y bajo esa lluvia, podemos permitirnos soñar otra vez, amar otra vez, vivir otra vez.

Ojalá todos pudiéramos encontrar esa lluvia. Ojalá todos pudiéramos alzar el rostro hacia el cielo y sentir que, a pesar de todo, hay algo que nos cuida, que nos entiende, que nos devuelve a nosotros mismos. Porque, al final del día, la lluvia no solo limpia la tierra. También limpia los corazones.

Iván Alatorre Orozco

29-diciembre-2024

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