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CAZADOR DE MARIPOSAS

Iván Alatorre Orozco

En el ocaso de la vida, cuando los días parecen deslizarse en una monotonía de tonos grises, me descubrí convertido en un cazador de mariposas. Pero no buscaba simples alas de colores, sino los recuerdos desvanecidos, esos que danzan al borde del olvido, como un reflejo en el agua que se desvanece al tocarlo. Y en esa búsqueda, el destino, con su ironía y su toque de magia, generó un reencuentro que no solo me devolvió la esperanza, sino que encendió en mi pecho una llama que creía apagada para siempre.

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Ella apareció como un susurro entre el ruido, una figura casi irreal que emergió del pasado. Su presencia irrumpió como un amanecer inesperado tras una noche interminable, y en un solo instante, todo cambió. Su mirada, cargada de una melancolía que reconocí como un espejo de la mía, atrapó mi alma antes de que pudiera reaccionar. Había algo en ella, algo en su forma de estar en el mundo, que desterraba la tristeza que me había acompañado como una sombra.

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Cuando nuestras manos se encontraron, el tiempo pareció detenerse. Sentí el calor de su piel, la suavidad de sus dedos, y me sentí anclado a la tierra de una forma que no recordaba haber sentido. Como un náufrago que encuentra tierra firme, entendí que su toque era más que un gesto; era un refugio, un recordatorio de que la ternura aún tenía cabida en un mundo que tantas veces me pareció cruel. En su contacto, supe que ella era un bálsamo para las heridas invisibles que cargaba.

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Tímidamente, apoyó su cabeza sobre mi hombro, y su cercanía me reveló un mapa de consuelo que jamás había explorado. El peso ligero de su cuerpo contra el mío me habló de confianza, de un deseo silencioso de compartir el momento sin necesidad de palabras. Su sonrisa, pequeña pero infinita, iluminó los abismos de mi interior, esos rincones oscuros que había aprendido a evitar. Su amor, tan puro, tan sincero, se desplegó ante mí como un regalo inmerecido, una fuerza arrolladora que no buscaba ser correspondida, sino simplemente ser.

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Ella no era consciente de su grandeza, de su capacidad para transformar el aire denso en un soplo ligero, o para convertir el silencio en una sinfonía de paz. Y, sin embargo, en su modestia radicaba su poder. Fue entonces cuando comprendí que mi búsqueda de mariposas había terminado. No necesitaba atraparlas, porque ella misma era el jardín donde todas se posaban, la danza de colores que daba sentido a mi vida.

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Cada día, vuelvo a ese jardín imaginario que hemos construido juntos. Cada palabra suya, cada gesto, cada mirada, es una mariposa que elijo atesorar. En su compañía, he aprendido a descubrir la poesía en lo cotidiano: en el roce casual de una mano, en el cruce de una mirada, en el simple hecho de existir uno junto al otro. Ella me ha mostrado que las verdaderas maravillas no necesitan ser buscadas en horizontes lejanos; están aquí, en los momentos compartidos, en el amor que se da sin medida, sin expectativas.

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Hoy soy un eterno cazador de mariposas, no de aquellas que vuelan con alas, sino de las que nacen en los gestos simples y los instantes sinceros. En ella, y a través de ella, he encontrado una belleza que trasciende lo tangible, una luz que no solo ilumina mi camino, sino que me recuerda que incluso en los días más oscuros, el amor tiene la capacidad de reinventar la vida.

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Hoy, en el crepúsculo de mi andar, miro hacia ella y entiendo que mi búsqueda jamás fue de mariposas, sino del milagro que su presencia representa. No me basta con recordar, con atesorar; quiero entregarme entero al privilegio de sostener sus sueños entre mis manos, como quien protege un delicado cristal. Y cuando sus ojos me miran, ese instante, ese breve segundo en que nuestras almas se encuentran sin máscaras, todo se desvanece salvo la certeza de que ella es mi único lenguaje, mi única verdad.

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Ya no persigo mariposas; ahora soy parte de su vuelo. Me dejo llevar por el vértigo de sus risas, por la cadencia de sus suspiros, por la danza que traza en el aire cada vez que camina hacia mí. Sus gestos, tan humanos, tan imperfectamente perfectos, son la brújula que da dirección a mi existencia. Y en su calidez descubro que no necesito más. Que el universo, con toda su inmensidad, se reduce a la profundidad de sus abrazos y la dulzura de su voz que se desliza en mi memoria como un himno de eternidad.

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Si el mundo terminara mañana, no lamentaría lo perdido, porque todo lo que soy y he sido ya vive en ella. Su amor ha plantado jardines en las ruinas de mis días, y aunque algún día la vida nos arrebate la carne, sé que nuestras almas seguirán bailando juntas, como esas mariposas que antaño perseguí, y que ahora, al fin, puedo llamar mías.

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Su luz no solo iluminó mi camino; lo transformó. Y en esa metamorfosis, aprendí que amar es el acto más humano, más sencillo y poderoso de todos. Ella, mi único jardín, mi eterno hogar, me enseñó que la belleza más pura no necesita ser cazada, porque siempre estuvo ahí, esperándome, en sus ojos.

20-noviembre-2024

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