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LA SOMBRA QUE ABRAZAMOS

Siento cómo cada parte de mí se desmorona, como si mi esencia misma se rompiera en fragmentos diminutos, esparcidos sin rumbo, arrastrados por un viento que no perdona ni espera. He entregado cada rincón de mi ser, cada pequeño resquicio de amor, como un náufrago lanzando sus últimas esperanzas al mar, sin más certeza que la fe ciega de ser acogido.

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Y aquí estoy, bajo el peso de un silencio que ahoga y aplasta, sosteniendo solo los pedazos de lo que alguna vez fui, buscando, entre las sombras, alguien que me devuelva una razón, un instante de alivio, una mínima muestra de que esta tristeza no me ha devorado por completo.

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El día se disuelve en la noche como un último suspiro, y me quedo aquí, en medio de esta vasta oscuridad, escuchando cómo cada segundo se lleva un poco más de esa luz que tanto anhelo. Suelo pensar que, tal vez, en el pasado todo fue un espejismo, una ilusión que sostuve entre mis manos y que, ahora, al abrirlas, solo me deja vacíos, recuerdos quebrados y preguntas sin respuesta.

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La ausencia de sentido, esa herida invisible, se ha vuelto una sombra que me sigue en silencio, fría e implacable, envolviendo cada rincón que antes mantenía medio lleno el vaso de mis motivaciones. No queda nada de la calidez en la mirada ni del refugio de los abrazos de aquellos que ostentan lo que nunca fueron y nunca serán. Y, sin embargo, me encuentro anhelándolos con una desesperación que me consume, me quebranta y me deja expuesto, vulnerable, perdido en la vastedad de este silencio.

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Cada noche me pregunto cómo fue que llegué hasta aquí, cómo terminé convertido en un extraño en mi propia vida, buscando entre las ruinas de un amor que creía inmortal. Bajé mis barreras y abrí cada rincón, cada temor escondido, les mostré el lugar que nadie más había visto. Y ahora, cada uno de esos espacios que antes eran míos se sienten huecos, desprovistos de su esencia, como un eco apagado. Me había acostumbrado a la calidez de pertenecer, a la ilusión de que alguien, por fin, había encontrado en mí un lugar al que volver.

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Pero ahora, mientras la oscuridad se cierne como una niebla espesa, me doy cuenta de que estoy aquí, solo, flotando en una marea que me arrastra. Me pregunto si acaso he sido siempre tan débil, tan fácil de quebrar, si he depositado demasiada fe en esa idea de que alguien más podía completar los huecos de mi alma. Me siento pequeño, minúsculo, en este mar inmenso que parece no tener fin. Y en mi desesperación, busco una voz, una señal, algo que me recuerde que aún existo, que aún soy, que en algún rincón de mí queda una chispa de vida, aunque sea pequeña, aunque esté a punto de extinguirse.

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Y entonces, en el silencio roto de esta noche infinita, escucho algo. Un susurro, un latido tenue, una resistencia diminuta que no es más que el eco de mi propia respiración. Me doy cuenta de que, pese a todo, aún respiro. Y en esa chispa minúscula que late en mi pecho, descubro una promesa, una certeza escondida. No es mucho, apenas una luz titilante, pero es real, y, de alguna manera, me pertenece.

Quizás, en esta soledad abrumadora, esté empezando a encontrarme, a comprender que no todo está perdido, que tal vez dentro de mí existe un refugio que no necesita de otro para sostenerse.

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Es un rincón pequeño, despojado y solitario, pero es mío. Y aunque aún siento el dolor ardiendo en cada herida, aunque la noche sigue siendo espesa y el frío sigue calando, hay algo que comienza a sanar en mí. Quizás esta chispa, tan pequeña, tan frágil, sea suficiente para recordarme que aún puedo ser la mano que me sostenga, la voz que me consuele, el abrazo que tanto he buscado.

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Así, en este vacío, con los pedazos de mi alma entre las manos, me doy cuenta de que puedo ser, quizá, la esperanza que me rescate. Aunque me encuentre caminando en la oscuridad más absoluta, hay algo que me dice que, algún día, podré ver de nuevo el amanecer. Aún estoy aquí, perdido en este limbo de sombras que se extiende sin límites, un vacío que me envuelve y me empuja hacia abajo, donde el eco de mi propia tristeza se convierte en un ejército de demonios que susurra con malicia, intentando devorar esa minúscula luz que apenas logra resistir.

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Me siento atrapado entre la incertidumbre y el miedo, enredado en la desgarradora idea de que quizá nunca encuentre la salida de estos inframundos donde el dolor se ha vuelto un compañero insidioso y constante. Pero, de algún modo, esa pequeña chispa persiste, un destello que desafía la oscuridad y se rehúsa a extinguirse.

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Me aferro a ella, consciente de que, aunque diminuta, podría ser la rendija que me permita, de vez en cuando, escapar de estas profundidades; podría convertirse en la promesa de un respiro, un instante de alivio en el que logre abandonar este abismo y recordar, aunque sea por un breve momento, que existe algo más allá de este reino de sombras.

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Y aunque el camino es incierto y las probabilidades se disuelven como humo, quiero creer que esa luz, por pequeña que sea, puede llevarme, a su propio ritmo, a la superficie.

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