Por Iván Alatorre Orozco
Su mirada, triste y perdida en el horizonte, era un susurro antiguo que arrastraba consigo el eco de un dolor profundo, un lamento mudo que resonaba en cada rincón de su ser. Aquel dolor no encontraba palabras que lo contuvieran, como si el mismo universo se hubiera olvidado del lenguaje necesario para traducir su sufrimiento. Solo el viento, testigo eterno de los gritos que se pierden en el vacío, parecía entender el reclamo sordo que vibraba en su pecho, como una súplica desesperada que nadie más podía escuchar.
Sus ojos, dos océanos infinitos, reflejaban la inocencia rota y la esperanza que, a pesar de todo, aún se aferraba a la posibilidad de un mañana más cálido. En ellos danzaba una melancolía indescriptible, un anhelo profundo por una felicidad esquiva, una que siempre le era negada, como si el destino se hubiera empeñado en cerrar todas las puertas que conducían a su redención.
Clamaba, en el silencio más hondo, por una oportunidad que nunca llegaba, por el derecho de ser feliz sin condiciones, por el abrazo tierno de un amor que lo cuidara sin reservas, que lo protegiera del frío inmisericorde de la soledad. En su pequeño cuerpo, tan frágil como una hoja que cae en el ocaso del otoño, se escondían cicatrices profundas, marcadas no en la piel, sino en lo más recóndito de su alma.
Esas heridas eran invisibles para todos los que lo rodeaban, como si llevara una máscara de normalidad que ocultaba la tormenta que azotaba su interior. Pero para él, esas cicatrices eran abismos insondables, pozos de tristeza de los que no podía escapar. Cada día era una batalla interminable, una lucha constante por soportar un peso que doblaba sus hombros y apagaba el brillo que una vez iluminó su corazón.
A pesar de su juventud, su espíritu ya había sentido el peso del abandono, el frío punzante de la indiferencia, que calaba hasta los huesos, dejándolo vulnerable y despojado. Se aferraba a la esperanza con la delicadeza de quien ha aprendido que incluso la luz más tenue puede extinguirse si no se cuida con esmero.
Pero, poco a poco, esa luz interna comenzaba a desvanecerse, apagada por la indiferencia que lo rodeaba, sofocada por la ausencia de respuestas que tanto necesitaba. El niño, triste y afligido, caminaba por un mundo que parecía ajeno a su dolor, esperando, siempre esperando, un abrazo que nunca llegaba, una palabra de consuelo que nunca encontraba voz. En medio del bullicio del mundo, se sentía invisible, como una sombra que se disuelve en el crepúsculo.
Cada día, el peso de su soledad se volvía más insoportable, como si cargara un cielo nublado sobre sus pequeños hombros. Sin embargo, en lo más profundo de su ser, allí donde la oscuridad parecía impenetrable, aún latía un diminuto fragmento de esperanza.
Ese fragmento era frágil, como una flor que crece en la grieta de una roca, pero resistía. En el silencio de la noche, cuando el mundo entero dormía, su alma susurraba deseos que nadie escuchaba. Imaginaba un abrazo, uno verdadero, que envolviera todo su ser, que lo rescatara del vacío que lo consumía. Imaginaba una mirada que lo viera por lo que era, no como un niño roto, sino como alguien digno de amor.
Pero el tiempo pasaba, y cada día que transcurría sin ese abrazo, sin esa palabra de consuelo, lo empujaba un poco más hacia las profundidades de su propio dolor. Su alma, cansada de esperar, empezaba a cerrarse, a resignarse a la idea de que tal vez no habría salvación. Aun así, en lo más oscuro de su pena, una pequeña llama seguía ardiendo.
Esa llama, aunque tenue, era el reflejo de un anhelo que no podía apagar, una esperanza que, contra todo pronóstico, se negaba a morir. Seguía esperando que un día, alguien pudiera mirar más allá de su tristeza, más allá de las sombras que lo envolvían, y viera el brillo oculto en su corazón. Que alguien escuchara los secretos que sus ojos gritaban, esos que no podían ser pronunciados con palabras, y lo abrazara con el amor que tanto había soñado, con el amor que su pequeño ser ansiaba como la flor anhela el sol en un invierno interminable.
Y en esa espera, aunque su corazón se desgarrara un poco más cada día, él seguía soñando, porque sabía, en lo más profundo de su ser, que no hay oscuridad que pueda durar para siempre. Que algún día, el abrazo que tanto anhelaba llegaría, y en ese momento, todo el dolor, toda la tristeza, se desvanecería como la niebla al amanecer.