En el vaivén de la vida, nos engañamos al creer que somos lo que poseemos, y cuando esas posesiones se desvanecen, ¿quién somos entonces? Nos convertimos en nadie, en un mero testigo de un vivir enmascarado y contradictorio. Tememos perder, tememos a los ladrones, a los cambios económicos, a las revoluciones que amenazan la nuestra mal llamada zona de confort, tememos a la enfermedad y a la muerte, y sí, incluso tememos a la libertad, al desarrollo y a lo desconocido.
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Por eso, nos consumimos en la preocupación constante, sufriendo una crónica hipocondría, no solo por la pérdida de la salud, sino por cualquier pérdida de lo que poseemos. Así nos volvemos desconfiados, duros, suspicaces, solitarios, impulsados por una imperiosa necesidad de acumular más para protegernos.
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Cada día se convierte en una lucha desesperada por mantener aquello que hemos acumulado, cada objeto un ancla que nos retiene en un océano de inseguridades. Nos rodeamos de muros altos, de puertas cerradas, de corazones blindados, creyendo que así estaremos a salvo, pero en realidad, nos estamos aislando de lo que realmente importa.
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Y llegará el ocaso de la vida y nos daremos cuenta de que todos esos miedos y preocupaciones se forjaron en torno a bienes materiales, y no logramos ser verdaderamente nosotros mismos. Nos convertimos en cebollas vacías, en seres humanos inconclusos, que nunca fuimos los mismos en esencia.
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Miraremos atrás y veremos los momentos perdidos, las oportunidades de amor y de conexión que dejamos escapar, todo porque estábamos demasiado ocupados protegiendo nuestras posesiones. Nos daremos cuenta de que la vida no se mide por lo que acumulamos, sino por lo que damos, por los momentos de auténtica conexión.
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Por eso, liberémonos del afán de tener y descubramos la esencia de nuestra existencia, para ser libres y plenos en cada latido de nuestro ser. Aprendamos a vivir con menos, a valorar más lo intangible, a encontrar la riqueza en las experiencias y no en los objetos.
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Que cada amanecer nos encuentre con el corazón ligero, dispuestos a recibir lo que el día nos trae, sin miedo a perder lo que no necesitamos. Porque solo entonces, cuando dejemos de lado la necesidad de poseer, podremos realmente poseernos a nosotros mismos.
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Permitámonos ser vulnerables, abrirnos a los demás, a la posibilidad del amor, de la pérdida, de la verdadera libertad. Que nuestros días no se midan por lo que acumulamos, sino por lo que dejamos ir, por las almas que tocamos, por los momentos que vivimos plenamente.
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Seamos como el viento, que sopla libre y sin ataduras, llevando consigo solo lo esencial, y dejando atrás todo lo que no necesita. Solo así, al final de nuestros días, podremos mirar atrás y sonreír, sabiendo que fuimos verdaderamente nosotros mismos, que vivimos una vida llena de significado, de amor, de libertad.
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Al final, en el crepúsculo de nuestra existencia, cuando el último rayo de sol se mezcle con la quietud de la noche, comprenderemos que la verdadera riqueza reside en el amor compartido, en los abrazos que dimos y recibimos, en la valentía de vivir sin miedo a perder, y en la paz de haber sido auténticamente nosotros mismos. En ese momento revelador, entenderemos que la esencia de la vida no está en lo que poseemos, sino en lo que dejamos en los corazones de aquellos que tocamos. Y así, nos iremos con la certeza de haber vivido plenamente, de haber amado sin reservas, y de haber encontrado la libertad en la sencillez de ser. Que esa verdad nos guíe, nos libere, y nos llene de una serena alegría, sabiendo que nuestra alma, al fin, ha encontrado su hogar eterno.
Iván Alatorre Orozco