Les comparto con cariño un fragmento de un capítulo del libro que estoy por terminar en el cual escribo y doy constancia del más hermoso ser humano con el cual he tenido la fortuna de convivir. Nos haces mucha falta, querido abuelito.
Por Iván Alatorre Orozco
Leonor recordaría hasta el último de sus días la sonrisa de su abuelo Salvador, una sonrisa que podía iluminar los corazones más abyectos y la profundidad de sus ojos color ternura que siempre lograban apagar los fuegos de la desesperanza, invitando a la reconciliación con lo más bello de la vida. Esos años maravillosos junto a su abuelo quedarían tatuados en su alma, gracias a la magia que encontraba en los pequeños grandes detalles.
Salvador, con su voz baja y entrecortada, lograba captar la atención y el respeto de todos quienes tenían la fortuna de conocerlo. Su calidez como ser humano era inconmensurable, irradiando una ternura que abrazaba y sanaba a quien se acercara a él. No solo las personas, sino también los animales, lo amaban profundamente. Los gatos, con su peculiar intuición, se acurrucaban en su regazo, encontrando en sus caricias un refugio de amor y seguridad. Su risa esplendorosa construía monumentos a la alegría y a la felicidad, resonando en el aire como un himno a la vida.
Salvador poseía una paciencia y entereza ante las numerosas tragedias que sufrió desde niño, mostrando siempre una increíble capacidad para amar. Era un hombre fuerte, que trabajaba de sol a sol, congruente entre lo que decía y lo que hacía. Su integridad, sabiduría y compasión eran virtudes que definían su ser. Salvador era capaz de mejorar la vida de cualquiera que se cruzara en su camino, transformando las dificultades en aprendizajes y las penas en esperanzas.
En su habitación, el olor a madera antigua de sus muebles, el aroma a tierra, piedra, maíz y ganado impregnado en su ropa de trabajo acomodada sobre la silla con asiento de mimbre, el sombrero de charro, y el inconfundible olor del lodo rojo en sus botas y sobre el piso, evocaban un universo de memorias. Los álbumes de cuero con amarillentas fotografías narraban historias de tiempos pasados, llenas de vivencias y emociones.
La delicada fragancia de los jazmines, lilas y gardenias, anidadas en numerosas macetas de barro en el patio contiguo, se deslizaba en el aire como un susurro de serenidad y belleza, impregnando cada rincón con su suave perfume. Los gatos, languideciendo sobre el suelo de pequeños cuadros rojos, aguardaban con paciencia ancestral a que Salvador abriera la puerta, ansiosos por gozar de su compañía y recibir sus caricias, acurrucados en su regazo, donde hallaban un refugio de amor y calidez.
Los largos paseos a caballo, con Leonor aferrada a él con una confianza infinita, se convertían en momentos de conexión profunda y aprendizaje. Bajo el cielo vasto y azul, cada paso del caballo era una lección, cada susurro del viento una historia, y cada latido del corazón de Salvador una melodía de sabiduría transmitida a su querida nieta. En esos instantes, el mundo se detenía, y la ternura del abuelo se entrelazaba con la inocencia de la niña, creando un lazo inquebrantable forjado en la inmensidad del amor y la comprensión.
Sus pequeñas y regordetas manos se entregaban completas, una manifestación tangible de su inmenso amor y dedicación. Cada arruga y línea en sus manos contaba una historia de sacrificio, trabajo arduo y generosidad sin límites. Sus viejas canciones, entonadas con una voz suave y melodiosa, se convertían en himnos a la felicidad, resonando en los corazones de quienes las escuchaban y elevándolos a un estado de dicha pura.
Las entrañables historias de su juventud, llenas de aventuras y sabiduría, eran a menudo interrumpidas por sus inigualables carcajadas, aquellas que tenían el poder de iluminar cualquier oscuridad y hacían brillar todavía más la magia de sus cautivadores ojos azules, ojos que reflejaban la profundidad del cielo.
Salvador era un ser excepcional, un guerrero y luchador por la paz, lo bello, lo noble, lo honesto, lo transparente y lo honorable. Su vida estaba entrelazada con la madre tierra, y cada atardecer, con sus colores vibrantes y su luz dorada, era un recordatorio de la belleza efímera pero eterna del mundo.
Caminaba con una conexión profunda con la naturaleza, sintiendo en cada paso el pulso de la tierra y el susurro de las hojas. Los detalles minuciosos de la vida, el susurro del viento, el murmullo de un arroyo, el aroma de la tierra mojada después de la lluvia, todos eran celebrados por él con un respeto reverente.
Leonor, sentada a su lado, absorbía cada lección con ojos llenos de asombro y corazón abierto. Comprendía que la verdadera grandeza residía en los pequeños actos de bondad y en la integridad de hacer siempre lo correcto. Salvador, con su inmenso corazón y su capacidad de amar sin reservas, dejaba en ella una huella imborrable, una enseñanza de vida que la acompañaría siempre.
Su legado no era solo de historias y canciones, sino de una vida vivida con propósito y pasión, una vida que enseñaba a enfrentar las adversidades con fortaleza y a celebrar cada momento con gratitud. Cada palabra que pronunciaba, cada gesto de bondad y cada mirada cargada de sabiduría eran lecciones imperecederas sobre el valor de la resiliencia y la alegría.
Salvador, con su alma luminosa, tejía una trama de experiencias donde la pasión no era un mero impulso, sino un compromiso profundo con cada amanecer. Sus días estaban llenos de labores honestas y nobles, cada acción una oración de devoción a la vida misma. A través de sus manos curtidas por el trabajo y su corazón inquebrantable, enseñaba que la verdadera riqueza se encuentra en la capacidad de amar sin medida y en la voluntad de sembrar bondad en cada rincón del mundo.
Enfrentar las adversidades con fortaleza era para él un arte que perfeccionó con la paciencia de un artesano. Salvador transformaba cada golpe de la vida en un peldaño hacia una comprensión más profunda de la existencia, una oportunidad para crecer y florecer incluso en los terrenos más áridos. Su entereza era un faro que guiaba a quienes tenían la dicha de conocerlo, mostrándoles que en el centro de cada tormenta se puede encontrar una calma interior, un refugio de paz construido sobre la roca firme de la gratitud.
Celebrar cada momento con gratitud era su forma de rendir homenaje al milagro de la vida. Para Salvador, cada instante era un regalo, cada sonrisa un tesoro, cada atardecer una sinfonía de colores pintada por la mano divina. En sus ojos, el mundo se revestía de una belleza infinita, y a través de su ejemplo, Leonor aprendió a ver con los mismos ojos de asombro y reverencia.
Así, su legado se extendía más allá de las palabras y los actos, penetrando en el corazón de la tierra misma, en el susurro del viento y el murmullo de los ríos. Era una herencia intangible pero palpable, un eco eterno de su espíritu que resonaba en cada rincón del universo. Salvador enseñaba que vivir con propósito y pasión es encontrar en cada día una nueva razón para soñar, en cada desafío una oportunidad para ser más fuerte, y en cada respiro una ocasión para dar gracias.
Leonor, al beber de esta fuente de sabiduría, entendió que la verdadera inmortalidad de su abuelo residía en la huella que dejaba en los corazones, en las almas que tocaba y en el amor que infundía en cada ser viviente. Su vida continuaría inspirando generaciones, un faro eterno en la travesía de la humanidad hacia un futuro lleno de esperanza y maravilla.