Por Iván Alatorre Orozco
En el rancho de mi abuelo, solían mencionar un proverbio: “Para llegar a un destino lejano, aún falta mucha tierra por pisar”. Esta frase encapsulaba la mentalidad arraigada en aquellos que vivían en armonía con la tierra, la naturaleza y sus ciclos. Considero que esta forma de pensar alberga una sabiduría preciosa, ahora amenazada en nuestra era moderna. La velocidad implacable con la que transcurren los años se vuelve cada vez más abrumadora para mí. No porque desee desperdiciar el presente, el tesoro más valioso que poseemos, sino porque siento que el tiempo se escapa entre mis dedos antes de que pueda dedicarlo a todas las cosas que amo. Cada día, la lista de tareas pendientes parece extenderse más allá de lo que puedo abarcar.
El tiempo es implacable, en un abrir y cerrar de ojos mi hijo se encontrará a punto de ingresar a la secundaria, de experimentar nuevas sensaciones y padecer los golpes que cada etapa de la vida se encarga de propinar. Es en esa percepción donde se intensifica mi deseo por exprimir a la vida hasta la última gota de su jugo, en la medida y tiempos, en sincronía con mi ya no tan pequeño Gael. Es como si el reloj se hubiera acelerado, marcando el paso de los días con una urgencia que me impulsa a apreciar cada pequeño detalle antes de que se desvanezca en el flujo constante del paso de los años que ya percibo casi como meses.
Soy consciente de que la vida se desliza como un destello, y en el silencio, la muerte aguarda paciente. Somos meros viajeros en este mundo efímero, donde cada latido de nuestro corazón nos recuerda nuestra propia mortalidad. En medio de la oscuridad que nos envuelve, inherente a nuestra naturaleza humana, también albergo la esperanza de encontrar la luz que brilla en lo más profundo de nuestro ser.
Podemos ser la chispa que disipa la noche, la esperanza que se eleva por encima de la sombra de la muerte. En cada momento de nuestras vidas, en cada elección que tomamos, tenemos el poder de irradiar intensamente, desafiando a la muerte, desafiando al destino. Es en la oscuridad donde se aprecia más intensamente el resplandor de una sola llama, y es en los momentos más difíciles donde nuestro brillo puede ser más luminoso. En cada paso que damos, en cada palabra que pronunciamos, llevamos con nosotros la capacidad de trascender lo efímero y dejar una marca eterna en el lienzo del universo.
Por tanto, abracemos cada momento como si fuese el último, conscientes de que al final del sendero nos aguarda la muerte. Vivamos con pasión, con coraje, con amor. Porque al final del día, lo que realmente cuenta no es la duración de nuestra existencia, sino cómo la aprovechamos, cómo marcamos nuestro rastro en este mundo tan pasajero. Cada latido del corazón es una oportunidad para sumergirnos en la plenitud del presente, para eslabonar memorias que perduren más allá del tiempo. Es en cada gesto de bondad, en cada acto de valentía, donde dejamos nuestra esencia y huella, profunda o superficial de vida.
Que nuestra luz ilumine la oscuridad más profunda, que nuestra vida sea una melodía entonada hacia la eternidad. En cada latido, en cada susurro de la muerte, encontremos la sublime belleza de la existencia y la fuerza para proseguir, desafiando al destino, enfrentando a lo inevitable. Porque al final del camino, lo único que perdura es el resplandor de nuestro ser, el eco de nuestro tránsito por este mundo breve. Que este eco sea un mensaje de amor, de esperanza, de luz que perdure en la eternidad, como una estrella brillante en el firmamento de la memoria en la eternidad.