Por Iván Alatorre Orozco
En una antigua granja, donde los secretos de los suspiros dorados de un sol que se despedía daban lugar a un atardecer poco convencional, derramaba sus colores cálidos, dando una sensación de serenidad sobre el paisaje del campo. Las luces rojas, naranjas y amarillas del cielo fueron testigos del nacimiento de diez cerditos. En el cobertizo de madera, bajo la sombra de un viejo árbol, testigo de generaciones, una orgullosa madre primeriza, de nombre Radiante, esperaba con una impaciencia y llena de ilusiones por la llegada de sus amados retoños. La brisa, cargada de promesas, acariciaba su pelaje, y la tierra, ansiosa, vibraba bajo sus pezuñas. Fue en este escenario que la luz se convirtió en un telón para el nacimiento de la decena de lechones que le darían al lugar una gran energía, y a la vez un dramatismo pocas veces visto en el pasado.
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Los suaves gruñidos de Radiante se mezclaban con el murmullo del viento, y el aroma a tierra húmeda se volvía cada vez más intenso. Fue en ese instante, cuando los últimos destellos del sol acariciaban la finca, que la magia de la vida surgió. Los diminutos chanchos rosados, rompieron el silencio con sus gruñidos inocentes. La luna, como madre sustituta los cuidaba, dándoles la bienvenida a un mundo lleno de misterios y aventuras por descubrir. En el aire flotaba una energía especial, como si la naturaleza misma celebrara la llegada de estos nuevos habitantes de color rosa, blanco y amarillo. Las estrellas comenzaban a destellar, pintando el firmamento con su resplandor. Un par de semanas transcurrieron para que los apenas llegados al mundo, aún temblorosos, exploraban el cobertizo con ojos curiosos y narices olfateando lo que se abría ante ellos.
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Entre los diez recién llegados, uno destacaba desde el inicio: Revolcín, el décimo en nacer tenía una chispa especial. Aunque su cuerpo era el más pequeño, su aspecto, en una combinación de color blanco pálido con vivos en amarillo, resultaba común y corriente. Sin embargo, había algo extraordinario en él: sus orejas, alargadas y rosadas como pétalos de una flor nocturna, destacaban con un brillo propio capaz de iluminar como dos luciérnagas titilantes la oscuridad. Nunca alguien había visto unas con esta característica en ningún animal. Como si fueran faros de esperanza, aquellas protuberancias resplandecían, dejando una huella en el alma de quienes tuvieran el privilegio de contemplarlas. Cada curva, cada pliegue de ellas parecían estar impregnados con la esencia misma de los rayos plateados que arroja una luna llena. Su suave textura recordaba a la seda, mientras la radiante luminiscencia que emanaba de ellas envolvía al pequeño cerdito en un halo encantado. Al caminar en la oscuridad, no solo iluminaban su camino, sino que también contaban historias silenciosas. Cada destello era una estrofa en un poema luminoso, narrando sus odiseas nocturnas. Como luceros secretos, pintaban la noche de transparencia y negrura, revelando un mundo oculto.
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Las criaturas nocturnas, testigos de este espectáculo celestial, quedaban hipnotizadas por la danza de las orejas resplandecientes. En la penumbra, el cerdito se convertía en una criatura mítica, guiada por la luz propia que destacaban al levantarse como el fragmento de un cuento nocturno, una fábula en la que la magia se unía en cada hebra de su suave pelambre. Y así, bajo un manto estrellado, se transformaba en una especie de mapa que guiaba su travesía por el reino de la oscuridad.
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Otra de las particularidades del puerquito, era que mientras sus hermanos se acostumbraban tímidamente a su nuevo hogar, él ya mostraba signos de liderazgo. Desde sus primeros gruñidos, dejó claro que no sería uno más entre la decena. Mientras los demás exploraban con cautela, él se aventuraba a ir más allá, desafiando los límites del cobertizo con una curiosidad fuera de lo normal. Su energía contagiaba a quienes, siguiendo sus huellas, comenzaron a descubrir rincones antes ignorados. Aunque tembloroso como los demás, sus ojos brillaban con un carisma singular. Organizaba pequeñas expediciones, guiando con experiencia, como si conociera cada rincón. Sin embargo, sus frecuentes caprichos aparecían en la forma en que desafiaba la forma como suelen comportarse los cerdos a esa edad, motivando a sus compañeros a seguirlo en sus travesías.
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Durante los primeros tres meses, la granja experimentó una transformación llena de energía. Los atardeceres se convirtieron en los momentos más esperados para el pequeño especial, formando una conexión entre su alma inquieta y el sol que se despedía. Como un puente invisible y largo, ambos compartían la fidelidad de grandes amigos que platicaban con intensidad esos escasos minutos en silencio sus aventuras, sus logros y tropiezos del día por concluir. En cada puesta de sol, no lamentaba el término de la luz natural, sino que se emocionaba con los numerosos sueños por cumplir en el próximo amanecer.
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Revolcín: ¡Mamá, el atardecer es mi momento favorito de todos! ¿Has visto todos los colores que tiene? Y no siempre son los mismos. Yo ya he contado más de once diferentes que se combinan antes de que se los coma la oscuridad del ocaso. ¿No es increíble?
Radiante: Sí, mi querido, es un espectáculo maravilloso. ¿Qué te hace amar tanto este momento?
Revolcín: De seguro no me vas a creer, pero el sol y yo hablamos sin decir una sola palabra. En silencio, mirándonos, nos platicamos cosas que nadie me puede entender.
Radiante: ¡Qué bonita manera de verlo! No sabía que pensaras así. ¿Y qué secretos te contó el sol hoy?
Revolcín: Hoy me dijo que mientras dormimos, aunque él no se vea, se encarga de acariciar los sueños cuando estamos dormidos, pero que no debo de temer a la oscuridad, porque el nuevo mañana me esperará cuando abra mis ojitos con su brillante luz, ayudándome a seguir con mis aventuras y una que otra vagancia.
Radiante: ¡Eres un soñador, mi amor! Pero recuerda, cada noche también es un descanso para prepararnos para esos nuevos amaneceres. ¿Qué piensas hacer mañana?
Revolcín: ¡Mañana exploraré más allá de nuestra pequeña casa! Quiero mostrarles a mis hermanitos que el mundo es aún más grande de lo que imaginamos.
Radiante: Eres valiente y generoso. Estoy segura de que serás un gran líder para tus hermanos, pero eso también te obliga a ser responsable y no hacer cosas que pudieran lastimarte a ti o a ellos. Y no me gusta que, por buscar nuevas emociones, tengas que ser un hermano gruñón y mandón que se cree mejor que todos, porque en lugar de que los demás te admiren, te tendrán espanto, y eso es muy diferente. Ahora ven, y es hora de descansar para hacer todo lo que hemos platicado.
Revolcín: ¡Pero todavía no tengo sueño! Además, esos lechones me desesperan, son unos cobardes de primera, y ninguno de los nueve tiene el valor para explorar y experimentar esas emociones que a mí me encantan. Si de ellos dependiera, se quedarían encerrados en el cobertizo, en el chiquero o en cualquier otro lugar donde nos dejen apilados.
Radiante: Tienes que entender que no todos son como tú, la mayoría tardan mucho más tiempo en tomar la confianza y valentía que a ti te sobra. Y el gran problema es que no les tienes paciencia, los insultas y los haces sentir cada vez peor.
Revolcín: ¿A qué le tienen tanto pavor? ¿Por qué ponen tantos pretextos para hacer algo que sin ninguna duda van a disfrutar? Cada vez los entiendo menos.
Radiante: No me gusta que hables así de ellos, son tu misma sangre, y aunque sé que no son tan valientes y curiosos como tú, les debes tener paciencia. Recuerda que eres su héroe, y si tienes un poco de paciencia, también lograrán disfrutar de la emoción y con la fuerza con la que tú lo haces. Prométeme que lo vas a intentar.
Revolcín: Lo voy a intentar, pero sabes que mi paciencia es de mecha muy corta.
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Las semanas avanzaban, y con cada atardecer, el sol dejaba en el campo una imagen diferente. Los lechones rosados, exploraban su entorno bajo la atenta mirada de su madre. Sin embargo, en ese grupo de almas curiosas, el más pequeño se comenzaba a formar un carácter más extrovertido y soberbio. Pese a ser el menor entre los diez, y ser el fenómeno de las orejas brillantes, parecía mostrar entusiasmo y un monumental deseo por vivir a mil por hora. Fue notorio cómo con el paso de las semanas se comenzó a convertir en el protagonista de la tormenta que quitó la armonía a todos los habitantes.
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Al principio, sus travesuras eran como juegos propios de un lechón que se divertía de cualquier nueva experiencia, contagiando a todos de sus risas y alboroto. Disfrutaba de expediciones llenas de curiosidad, que, desafortunadamente, pronto se transformaron en acciones temerarias, desafiando la seguridad tanto de él como de sus hermanos. Aquella chispa de liderazgo que alguna vez iluminó sus sueños ahora era una llama descontrolada que amenazaba con descontrolar todo a su paso. Así fue como se convirtió en una especie de dictador. Las risas se apagaron para dar paso a sus gruñidos imponentes. La paciencia que prometió a su madre poco a poco desapareció, y la empatía que alguna vez demostró se desvaneció en la sombra de su creciente soberbia.
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Ella observaba con pesar la transformación de su hijo. Sus miradas amorosas, una vez capaces de suavizar la rebeldía, ahora eran lágrimas no derramadas. Sus palabras de consejo se perdían en el viento. Con la ausencia de la presencia de la luz solar, antes llenas de sueños compartidos, se volvieron testigos de desencuentros. Las estrellas, cómplices de secretos compartidos, parecían parpadear con tristeza ante el cambio de su amigo especial.
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Radiante: ¿Por qué no puedes entender que tus caprichos afectan a todos?
Revolcín: Mamá, no necesito sermones. ¿No te das cuenta de que estoy liderando y explorando? Si los demás no pueden seguirme, es su problema, no el mío.
Radiante: Pero eres el hermano que tanto admiran y aman, y tu deber es cuidarlos, no ponerlos en riesgo. No voy a permitir que le hagas daño o que dividas la armonía de nuestra familia.
Revolcín: Familia, ¿eh? No necesito a estos asustadizos. Pueden quedarse aquí si quieren. Yo no me detendré por nadie.
Radiante: Hijo, entiende que tu actitud está causando dolor. No te pido que dejes de explorar, pero hazlo con responsabilidad y consideración por los demás.
Revolcín: No me importa. No necesito a nadie. Puedo cuidarme solo.
Radiante: Pero, hijo, la verdadera fortaleza está en cuidarnos entre nosotros. La soledad no es el camino, y tu orgullo mucho menos. Te necesitamos a ti, y tú nos necesitas a nosotros.
Revolcín: No me importa lo que pienses. Voy a vivir a mi manera, sin importar lo que digas. Además, yo no creo que los necesite demasiado. Son ustedes los que vendrán pronto a rogar por mi ayuda.
Radiante: Espero que entiendas que la verdadera grandeza no está en la fuerza desmedida, sino en el amor y la empatía hacia aquellos que te rodean.
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Una tarde, mientras los demás se entretenían con sus juegos, Revolcín lideró una incursión más allá de lo conocido. Sus gruñidos, antes risueños, ahora resonaban con un tono desafiante.
Revolcín: ¡Vamos, hermanitos! Hay un mundo más allá que aún no hemos explorado. ¿No sienten la emoción en el aire?
Hermano 1: Creo que es mejor quedarnos aquí. Mamá nos dijo que no deberíamos alejarnos demasiado.
Revolcín: ¿Eres un cerdo o una gallina, hermanito? Deberían aprender a vivir y a no hacer todo lo que les dicen, sin importar que se trate de mamá-
Hermano 4: Nuestra mamá es demasiado buena como para que le hagamos sufrir, si tú te quieres hacer el héroe, adelante, pero deja de querer contaminarnos a los demás con tus cosas sin sentido.
Revolcín: Hagan y piensen lo que se les dé la gana, yo nunca seré un cobarde como ustedes.
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Fue en ese momento que comenzó a sembrar el caos. Sus travesuras, una vez inocentes, tomaron un giro oscuro que afectó a todos los pobladores del rancho. Una mañana, antes de que amaneciera, tomó la decisión de ir al establo donde los caballos se hallaban descansando. En lugar de manifestar el respeto a su espacio, el cerdito empezó a correr en círculos, gruñendo con todo el poder de sus pulmones, para asustar a los corceles. Sus brincos exagerados asustaron sobremanera a los equinos, quienes, inquietos, relinchaban y lanzaban patadas en un intento frenético por protegerse de la conducta imprudente del travieso cerdo. En medio del caos que generaba, la armonía del establo se vio perturbada por su falta de consideración, dejando un rastro de desconcierto y ansiedad entre los caballos que buscaban paz en su propio hogar.
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Las vacas, lamentablemente, eran las destinatarias predilectas de las travesuras de revoltoso. Aprovechándose de su naturaleza pacífica, sus metas elegían blancos de sus fechorías mientras pastaban tranquilamente en el prado. Desafiante en su actitud, desencadenaba una danza caótica entre las reses, corriendo entre ellas con alboroto, generando un pánico que las obligaba a dispersarse, interrumpiendo así su rutina de alimentación, transformando el prado sereno en un escenario de desconcierto y desorden con animales desorientados, molestos y descontrolados al alejarse y perderse algunos de ellos hacia terrenos ajenos.
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La creciente actitud violenta de Revolcín hacia las gallinas se manifestaba de manera aún más preocupante que simples persecuciones. En sus cada vez más numerosas vagancias, se abalanzaba sobre las indefensas aves con embestidas despiadadas, aterrorizándolas y generando un clima de constante peligro en el gallinero. Sus ataques no solo ocasionaban estrés extremo a las gallinas, sino que también resultaban en heridas físicas, marcando sus plumajes y, en casos más graves, dejando a algunas de las aves visiblemente lastimadas. Estas acciones fuera de todo respeto, no solo afectaba la producción de huevos, sino que también creaba un ambiente de ansiedad constante entre las gallinas, transformando el lugar que alguna vez fue su refugio en una arena de temor y sufrimiento.
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Incluso los gatos, generalmente independientes y tranquilos, no escaparon de la agitación del supuesto inofensivo inquilino. En un intento de demostrar su dominio, comenzó a encarar e insultar a los felinos, obligándolos a buscar refugio en lugares menos accesibles. Estos ataques constantes generaron un cambio en el comportamiento de los gatos, que antes deambulaban con confianza entre un sitio y otro sin conflicto alguno. Ahora, sus movimientos eran cautelosos, sus miradas reflejaban el temor y sus maullidos resonaban como un lamento por la pérdida de la paz que alguna vez conocieron. Los gatos, antes señores de su propio reino, se veían desplazados y desafiados por la furia incontrolable de un animal cada vez menos especial.
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Los tres perros, guardianes leales de la casa, se convirtieron en blancos constantes de las provocaciones de puerquito. En lugar de respetar su función, este los desafiaba mordiéndoles las patas cuando dormitaban, alcanzando a huir antes de despertar la furia de los caninos. El impacto de estas agresiones repetidas se reflejaba en la actitud de los perros, que, en un principio vigilantes y alerta, comenzaron a mostrar signos de ansiedad y estrés. Los gruñidos amigables fueron reemplazados por ladridos agudos de desconfianza, y los ojos antes llenos de lealtad ahora reflejaban un rastro de temor. La relación entre los perros y el rosado, que una vez fue armoniosa, se volvió tensa y cargada de hostilidad, desencadenado cada vez más odio hacia el cerdo.
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No satisfecho con tal brutalidad, se internaba en las reservas de comida de los conejos, arrebatándoles cada ración con un rencor ciego. Los conejos, anteriormente acostumbrados a una vida tranquila, se veían forzados a enfrentar la amenaza constante del cerdo descontrolado. Además, no escatimaba en lanzar amenazas, pintando un oscuro panorama para los indefensos conejos. Su sombra eclipsaba las madrigueras, sus gruñidos eran el anuncio de un peligro inminente, y los gritos resonaban como un eco despiadado en el paisaje antes tan pacífico.
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En cada rincón de la granja, donde las sombras y los destellos dorados del sol danzaban al compás de los suspiros de la naturaleza, Revolcín sintió cómo la soledad envolvía su ser a través del recuerdo de algo que existió y se esfumó totalmente. La oscuridad, que alguna vez fue iluminada por la resplandeciente luminiscencia de sus orejas, se transformaron en un velo de penumbras que ocultaba la maravilla que antes cautivaba a cada criatura. La magia que emanaba de ellas fue silenciada por el peso de la insolencia y la oscuridad que había dejado tras de sí. La luna se escondía avergonzada, las estrellas lloraron lágrimas de plata al ver cómo su extraordinaria particularidad se extinguía. Ese par de carnosidades, una joya que una vez fueron la admiración de todos, se volvieron simples pedazos de piel que colgaban de su cabeza. Pero también comprendió que esa rara condición que creía lo hacía el más especial de todos, no significaba nada ante la obligación de reencontrarse ante el abrazo de la comprensión, la empatía, la humildad y la misión de ofrecer sus sinceras disculpas a todos aquellos a quien había dañado. Comenzando con su madre y hermanos.
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En el corazón de la oscuridad, aguardaba la posibilidad de un resurgimiento. La granja, que en tiempos pasados vibraba con la armonía de sus habitantes, se convirtió en un escenario sombrío donde los demás animales, hastiados y heridos por las acciones del agitador, le daban la espalda con desdén y desconfianza. Cada criatura, desde el más grande hasta el más pequeño, lo rechazaba. En los equinos se reflejaba la amargura de las constantes intrusiones provocados en su establo. Las gallinas, marcadas por el miedo y las heridas, evitaban su presencia, dejando que sus cacareos resonaran como lamentos en el aire. Los conejos, acorralados y privados de sus provisiones, lo miraban enorme reproche. Los gatos lo esquivaban con desprecio en sus semblantes felinos. Incluso los perros, antiguos compañeros y protectores, gruñían con una mezcla de desilusión y desconfianza. El rechazo fue doloroso, se manifestaban en forma de reproches y susurros silenciosos que recorrían los campos antes llenos de energía. Se encontraba solo y despojado de la camaradería que alguna vez fue suya, sumido en la desolación de un reino que él mismo había destruido.
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Las lágrimas, que antes habían sido rechazadas con orgullo, ahora brotaban de sus ojos con la amargura de la culpa y el arrepentimiento. El peso de la responsabilidad caía sobre sus hombros, y la carga de haber perdido la confianza y el afecto de aquellos a quienes una vez consideró su familia lo abrumaba. Los atardeceres, antes llenos de sueños compartidos, se volvieron testigos de sus sollozos ahogados, mientras buscaba en la oscuridad una manera de enmendar sus errores. Fue consciente de la devastación de su propio reinado de abusos, y su deseo de cambio se encendía como una llama frágil en la penumbra de su alma.
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Consciente de que sus huellas marcaban una falta de tacto e incluso de agresión, anhelaba restaurar la paz que una vez reinó en aquel lugar. La tristeza en su mirada reflejaba una comprensión profunda de la magnitud de sus actos y un anhelo ferviente de redención. En su soledad, comenzó a buscar maneras de demostrar que la maldad no era su verdadera naturaleza, sino más bien una desviación de su esencia original donde habitaba la nobleza de espíritu.
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Así, entre susurros de disculpas al viento y gestos de humildad, se propuso reparar los lazos rotos. Con paso vacilante, buscó a aquellos a quienes había herido, extendiendo un ramo de paz y mostrando su vulnerabilidad. Sus orejas, aunque desprovistas de la luminosidad pasada, ahora se erguían con la determinación de un cambio genuino. Su andar, antes altivo y desafiante, se volvía ahora humilde y reflexivo, buscando la oportunidad de restaurar los lazos rotos.
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En cada encuentro, ofrecía de corazón perdón con transparente sinceridad, expresando su deseo de ser un aliado en la reconstrucción de la armonía perdida. La granja, todavía envuelta en el eco de la desolación, comenzó a ceder ante la voluntad de redención del joven arrepentido. Su viaje hacia la enmienda, aunque lleno de desafíos, se convirtió en un testimonio de la capacidad humana, o más precisamente, porcina, de aprender, cambiar y buscar convertirse en un animal de bien para él mismo y los demás, incluso en los momentos más oscuros.
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Con pasos cautelosos, se acercó a los caballos en el establo, quienes aún resonaban con la ansiedad generada por sus anteriores travesuras, les ofreció un gesto de paz, acercándose con calma y mostrando respeto por su espacio. Los corceles, al principio recelosos, comenzaron a percibir la sinceridad en las intenciones del puerco, y sus miradas, antes llenas de temor, se suavizaron con una chispa de esperanza.
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Las vacas, víctimas de su desorden anterior, fueron abordadas con paciencia y afecto. Revolcín, con humildad, se acercó a ellas, ofreciendo disculpas silenciosas al inclinar la cabeza. Poco a poco, las reses comenzaron a aceptar su presencia, y el prado, una vez turbulento por sus desmanes, empezó a recobrar la tranquilidad.
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Las gallinas, aún temerosas por sus ataques pasados, observaron con cautela mientras él intentaba ofrecer disculpas. Con gestos de suavidad y respeto, buscó ganarse su confianza. Las aves, aunque inicialmente reticentes, empezaron a ceder ante su determinación por cambiar, y el gallinero dejó de ser un escenario de terror para convertirse en un lugar donde las plumas se movían al compás de una reconciliación en marcha.
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Los conejos, antes acosados en sus madrigueras, encontraron en el blancuzco rosado un aliado dispuesto a reparar el daño. Con palabras de arrepentimiento, buscó calmar sus corazones intranquilos. Poco a poco, los conejos empezaron a confiar también en él, que una vez los amenazó, ahora aspiraba a construir puentes en lugar de barreras. Incluso los gatos, antes desplazados por la furia del lechón, comenzaron a sentir el cambio en su actitud. En un esfuerzo por mostrar respeto, les permitió retomar sus lugares favoritos y les ofreció su amistad. Los felinos, que pocas semanas antes se desplazaban con temor, volvieron a mostrar la gracia y confianza que caracteriza a su especie.
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Sin embargo, el mayor desafío para el pequeño fue buscar el perdón con los tres perros, sus antiguos objetivos de juego y mordiscos. Con auténtica paciencia y sinceridad, se acercó a ellos, ofreciendo disculpas a través de gestos humildes. Aunque la desconfianza persistía, los perros empezaron a percibir la transformación genuina del que nuevamente sería su aliado, y sus ladridos de desconfianza se suavizaron con el tiempo.
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Un reto trascendental consistía en su vinculación con los atardeceres, esos instantes mágicos que alguna vez compartió con su madre. Con cada puesta de sol, se sentaba en silencio, observando los cambiantes colores del cielo. Sus miradas, antes llenos de furia, ahora reflejaban una profunda conexión con la magia de esos minutos entrañables. En sus susurros al viento, expresaba sus penas y deseos de redención, buscando una comunión con la naturaleza que lo rodeaba. Progresivamente, incluso el rojo, amarillo, naranja, azul y morado decidieron restablecer su puente invisible.
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La población del rancho, marcada por la tristeza y el rechazo, empezó a ceder ante sus esfuerzos por cambiar. Su viaje hacia los terrenos de la humildad y la búsqueda del perdón, aunque arduo, se convirtió en un cuento de transformación y redención. Con cada paso, el cerdito arrepentido aspiraba a recuperar la paz y la armonía que alguna vez llamó hogar.
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Revolcín, con la determinación de reparar los lazos rotos, se acerca a su madre, quien lo observaba comuna mirada llena de comprensión y amor.
Revolcín: Mamá, necesito decirte algo.
Mamá: Estoy aquí, mi querido. ¿Qué sucede?
Revolcín: He lastimado a todos a mi alrededor, a ti, a los demás animales. Me siento tan arrepentido.
Mamá: La vida es un camino lleno de giros y lecciones, querido. ¿Estás dispuesto a cambiar?
Revolcín: Sí, mamá. Quiero enmendar mis errores, ser alguien digno del respeto de los demás.
Mamá: Eso me llena de alegría. Reconocer nuestras faltas es el primer paso hacia la grandeza, y yo siempre tuve confianza en la grandeza de tu corazón. Pero recuerda, también mereces amor y perdón.
Revolcín: Gracias, mamá. Te amo más de lo que las palabras pueden expresar.
Mamá: Y yo te amo a ti, mi valiente hijo revoltoso. La verdadera magia está en aprender y cambiar. Vamos juntos a construir un futuro más luminoso.
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En ese emotivo abrazo, Revolcín sintió el peso de sus lágrimas mezclarse con las cálidas palabras de su madre. El vínculo roto se reconstruía con cada latido compartido, y en ese instante, la granja parecía suspirar aliviada. El cerdito arrepentido comprendió que la verdadera grandeza yacía en la capacidad de cambiar y aprender, y que el perdón no solo provenía de los demás, sino también de sí mismo. Juntos, se embarcaron en un nuevo capítulo, donde cada paso se tejía con hilos de redención y amor. El resplandor regresó a las orejas de Revolcín, pero esta vez, era una luz interior que iluminaba no solo su camino, sino el corazón de toda una comunidad. Y así, en el crepúsculo de aquella jornada, él y su madre caminaron hacia el horizonte, donde la promesa de un futuro más luminoso aguardaba, impulsada por la magia de la transformación y la fuerza del perdón.
Para mí, ha sido una historia , que transmitía mucha energía, como se empieza la vida. Todo me parece muy poético ensoñador. Marchándose poco a poco, por los malos derroteros de la vida. Acaba como los cuentos bonitos, con su buen final, el que más me alegra la vida, y me gusta. Me ha encantado, este cuento. Pues, colorín colorado,, me he enganchado hasta el FIN.