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EL UNIVERSO DENTRO DE UN CASCARÓN

Las paredes de mi primer hogar se curvaban delicadamente, formando una estructura ovalada hecha de cascarón. A pesar de su frágil apariencia, para mí eran como un abrazo seguro y protector. En su interior, me envolvía una humedad viscosa que se asemejaba a una caricia cálida, una sensación que, sorprendentemente, acogía mi ser con dulzura. Más que un simple fluido, aquel líquido se convirtió en el alimento de mi existencia durante tres semanas mágicas, un capítulo que guardaría en el rincón más especial de mi memoria para siempre.

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Los primeros catorce días transcurrieron como un cuento de hadas, acumulando innumerables experiencias y eventos que alimentaban mi capacidad de asombro. Cada instante era una oportunidad donde aparecían lecciones incomprensibles y cortas, mientras otras, mucho más desagradables, asomaban sus sombras en los límites de mi pequeña casa. A pesar del temor constante, cada día se convertía en una colección de sorpresas, con momentos de desconcierto y asombro. No puedo negar que me sentía como un valiente explorador deseoso de descifrar los secretos de mi naciente vida fuera de aquel hogar ovalado.

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Podía sentir con una emoción inmensa cómo, día tras día, mis alas, patas y pico se extendían con gracia y elegancia, como si fueran obra de arte en construcción. Mi pequeño cuerpo, como un capullo que despierta ante la promesa del amanecer, se moldeaba con un encanto que parecía envuelto en un hechizo mágico, elaborado con los sueños más profundos y anhelos de libertad.

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Cada mañana señalaba el inicio de una nueva oportunidad. Una página en blanco se llenaba rápidamente con experiencias transformadoras que mis sentidos absorbían con una mezcla de nerviosismo y, sobre todo, de un gran entusiasmo. Mi espíritu, inquieto y ansioso, se expandía con cada latido del tiempo, como si estuviera caminando a la par con el corazón palpitante de la creación misma. Las horas se transformaban en un banquete de descubrimientos, y yo me imaginaba como un artista que me obsequiaba un lienzo en blanco y una paleta de colores innumerables. Cada matiz, cada tonalidad, era un trazo de posibilidades que prometía dar brillo al escenario maravilloso que tanto había imaginado.

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Así, con el alba, mis ojos se despertaban en un asombro constante. Mi alma, radiante de esperanza, parecía florecer como una flor al amanecer, lista para desplegar sus colores más hermosos. Cada día, con valentía, me aventuraba en el lienzo en blanco que ofrecía el nuevo día, con la firme determinación de construir con mi propia experiencia, zambullirme en un océano de experiencias únicas y abrazar con pasión el misterio que el destino había reservado exclusivamente para mí.

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Cada cálido rayo de luz que se filtraba en mi pequeño universo se percibía como un espectáculo inenarrable, iluminando con su toque dorado mi camino hacia lo desconocido. Mi corazón latía con una emoción avasalladora, similar a la de un niño en la víspera de su cumpleaños, anhelando ansiosamente abrir los regalos que aguardaban para mí. La promesa de descubrir tesoros ocultos me envolvía como un abrazo protector, y cada día se convertía en una nueva aventura.

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Cada latido del tiempo era un poema en sí mismo, una emocionante aventura que nutría mi naciente imaginación, meciendo mi alma en los brazos de la posibilidad. En esos momentos, soñaba con apasionantes novedades que me impactaran, maravillas que acariciaban mis expectativas con su misterio. Era como desplegar un pergamino mágico, donde enseñanzas incomprensibles se manifestaban en formas inimaginables. Algunas de esas lecciones flotaban como hojas en el viento, efímeras y etéreas, desvaneciéndose tan rápido como aparecían, como los sueños que se desmoronan al despertar, dejando a un lado la nostalgia de lo que una vez fue.

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Sin embargo, algunas de ellas, emergían como sombras oscuras y misteriosas desde los confines de mi santuario, extendiendo sus tentáculos de enigma profundo que arañaban las paredes de mi ser con un terror implacable, como el lamento de almas perdidas en la oscuridad eterna. A pesar de ese miedo persistente que me acechaba, como un viaje a través del inframundo, los susurros de lo desconocido se mezclaban con los gemidos del abismo. No puedo más que admitir que me sentía como un intrépido trotamundos, hambriento de desentrañar las incógnitas entrelazados que iban más allá de mi nido ovalado de casa, que a la vez era mi prisión, un calabozo en el que se cernía la amenaza de sombras sin nombre. Cada amanecer, mi corazón latía al ritmo de una gran tragedia que me conduciría a territorios inexplorados, más allá de los confines familiares, hacia el abrazo angustioso de lo desconocido, donde la incertidumbre se cernía como un nubarrón negro en el horizonte de mi existencia.

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A pesar de mi anhelo inextinguible de comprender, muchas de estas revelaciones se escapaban de mi alcance como suspiros en el viento. Dejaban un rastro de desconcierto que se entrelazaba con mi ser, como la sombra que abraza al alma en la noche más oscura. Eran como luceros fugaces en la vastedad del cielo nocturno, parpadeando en la distancia, más allá de mi comprensión, dejando únicamente la sensación de que algo de trascendental importancia se me escurría como el agua entre las alas, un enigma escurridizo que escapaba de mi entendimiento, como el lamento de las olas que nunca alcanzan la orilla en mis fantasías.

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Y aún más inquietantes eran aquellas lecciones que traían consigo malas intenciones, como sombras sin rostro acechando en la penumbra, llenando mi ambiente de temor y desconfianza, como el eco de pasos furtivos en un oscuro pasillo sin fin. Cada una de estas experiencias contribuyó a forjar mi realidad, convirtiendo mi hogar en un escenario de aprendizaje y desafío, donde cada día era una lucha en la que el drama de lo desconocido se entrelazaba con mi destino.

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Mi destino, envuelto en la neblina de la incertidumbre, yacía en el movimiento de mis alas, dispuestas a surcar cielos desconocidos. Me sentía como el protagonista de un cuento increíble, en la que cada día era una página cargada de misterio y posibilidades, y mi alma resonaba al compás de una melodía universal, donde los versos del destino aguardaban mi pluma para ser escritos. Era un viajero en busca de las estrellas, un soñador decidido a escribir su propio cuento, y este debía de ser sencillamente espectacular.

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Todo a mi alrededor era nuevo, y me resultaba imposible comprender lo que mis percepciones captaban desde todas las direcciones. Sin embargo, a pesar de la inmensa incertidumbre que me invadía, la emoción que sentía superaba cualquier nerviosismo. Tenía una clara convicción de que debía exponerme a todas las experiencias que se cruzaran en mi camino, aquellas que directa o indirectamente tocaban mi sensibilidad. Consciente de que mi estancia en esa frágil residencia minúscula de sería efímera, decidí convertirme en el observador más comprometido de los polluelos. Aunque los eventos más evidentes me mantenían ocupado, eran los detalles más diminutos los que alimentaban mi motivación. Sabía que, en el momento en que dejara mi hogar, mi cuello se estiraría al máximo y mis ojos se abrirían tanto como fuera posible, listos para maravillarse con la grandeza que ya había imaginado en mi mente. Sentía que algo trascendental me aguardaba en el exterior, y estaba convencido de que dependía de mí mismo convertir esa experiencia en una celebración o en una tragedia.

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Durante mis primeros 14 días de vida, me impulsó una inmensa motivación: ser el espectador del maravilloso cambio de mi propio cuerpo. Pero, sobre todo, lo que realmente me cautivó fue el misterio, lo desconocido. Aprendí a desarrollar mis sentidos, agudizar mi intuición y permitir que mi inmensa imaginación floreciera, con el fin de extraer el máximo provecho a los constantes acontecimientos que pasaban ante mí. Cada día, mientras mi pequeño cuerpo se desarrollaba y se transformaba, ellos se convirtieron en cómplices de un viaje de asombro, y mi imaginación se desbordaba, guardando en mi mente cada destello, cada sonido, y cada aroma que llegaba a mí como un obsequio entrañable.

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Los misterios que se ocultaban más allá de los muros de mi refugio se convertían en la razón misma de mi existencia, un llamado constante que me impulsaba a explorar y abrazar cada experiencia con la intensidad de un joven hambriento de descubrimientos. Estos días iniciales de mi vida se convirtieron en un emocionante capítulo en mi viaje, una etapa en la que la curiosidad y la pasión me empujaban más allá de los límites de lo conocido, hacia un vasto universo de posibilidades. Y solo me separaba de ello, un cascarón ovalado.

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Recuerdo con gran emoción cómo aprendí a reconocer la llegada de la mañana a través de un conjunto de detalles especiales. Iniciaba con el canto del gallo, un himno natural que anunciaba el despertar del día. Luego, los sonidos y vibraciones que los animales de la granja creaban al despertar se unían a la sinfonía de la aurora. El aroma del café se filtraba en el aire. El calor del nuevo día permitía a mamá liberarse de su inmovilidad nocturna para levantarse durante unos minutos, caminar un poco para estirar sus patas, tomar un poco de agua y comer rápidamente para regresar junto a nosotros para seguir con su hermosa misión de madre protectora.

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Cuando ella nos dejaba solos, se abría ante nosotros una oportunidad mágica. Los primeros rayos del sol se filtraban con suavidad a través de los poros del cascarón, entrelazando un espectáculo luminoso que transformaba nuestra morada en un escenario de ensueño. Era como si una cascada de luz deslumbrante se derramara sobre nuestro hogar, bañándonos en un fulgor dorado que encendía nuestros corazones. Cada rayo de sol era un abrazo cálido que acariciaba nuestros pequeños espacios, llenándolo de vida y esperanza. Los matices del amanecer pintaban mi morada con colores suaves y cambiantes, como si la naturaleza misma nos regalara un lienzo efímero, pero increíblemente hermoso. Era un momento místico en el que sentíamos que éramos parte de algo más grande, unidos por el lazo de la familia. Cuando ella nos dejaba esos cortos instantes, sentíamos que, a pesar de nuestra fragilidad, formábamos parte de un universo al que pertenecíamos y teníamos el derecho de gozar y sufrir como todos los demás.

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Lo que más misterio y emociones contradictorias despertaba en mi corazón y mente era el susurro de las voces de los humanos. En ocasiones, esas voces emanaban confianza y amor, inundando nuestras percepciones de una alegría indescriptible. Sin embargo, en otros momentos, cuando su tono se volvía violento, agradecía estar resguardado en mi refugio, que consideraba seguro. O al menos es lo que me obligaba a creer, ya que dentro de esa sensibilidad que superaba a la de mis hermanos, comprendía que los humanos son seres o de mucha luz o sombra, pero rara vez una combinación de ambas.

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Disfruto inmensamente de las mañanas, pero he de confesar que la llegada de la noche es mi momento favorito. A medida que el sol se oculta en el horizonte y la oscuridad se apodera de esa nueva frecuencia de energía, una transformación mágica envuelve la naturaleza. Las estrellas se despiertan en el cielo, y los grillos, esos pequeños músicos nocturnos, asumen su papel como los mensajeros de la noche, anunciando el arribo de la oscuridad. Su canto, un coro sincronizado, se alarga durante las horas nocturnas, como un homenaje al misterio que envuelve a la grandeza de la noche. En esas tinieblas que significan para la mayoría una oportunidad para el descanso, existe algo tenebroso que pocos comprenden. Las sombras esconden secretos, como si el velo de la noche desplegara un mundo paralelo al nuestro. Es el momento en que muchos buscan refugio para descansar, pero también donde nos protegemos de los demonios reales o imaginarios que podrían hacernos daño.

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En el nido, durante las noches, mamá nunca se alejaba ni por un segundo de nuestra protección. Dudo que llegara a descansar siquiera un par de minutos, pues sentía vívidamente las palpitaciones de su corazón acelerarse ante el menor atisbo de peligro, sin importar cuán insignificante pudiera parecer. Ante cada amenaza, incluso las más mínima, su valentía se manifestaba con una intensidad devastadora. En el abrazo de la oscuridad, su determinación era tan feroz que no titubearía ni un solo latido en sacrificar su propia vida por cualquiera de nosotros. Su amor y valentía funcionaban como un faro desesperado de protección en medio de la noche, iluminándonos a través de las sombras que acechaban en la penumbra. En cada aliento, en cada palpitación, ella personificaba el sacrificio y la devoción, envolviéndonos en un manto de esperanza en medio del telón dramático de la noche.

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Durante las primeras dos semanas en mi pequeño paraíso, el espacio resultó más que suficiente, el acceso al alimento estaba garantizado y, sobre todas las cosas, el amor y la calidez que emanaban del cuerpo de mi madre me motivaban a seguir disfrutando de esa entrañable sensación. La vida era tan placentera ahí adentro, que, a pesar de mi espíritu aventurero que anhelaba explorar el exterior, en ocasiones deseaba detener el paso del tiempo. Quería que mi cuerpo dejara de crecer para permanecer indefinidamente en ese diminuto pero acogedor paraíso personal.

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Sin embargo, el paso del tiempo es implacable. Después de las primeras dos semanas en este diminuto espacio, dos eventos significativos marcaron el escenario de mi brevísima existencia. El primero de ellos giró en torno al espacio. Mi cuerpo experimentó un crecimiento suficiente para transformar mi cómoda estancia en casa en algo menos ameno. Ya no podía estirarme a mis anchas como solía hacerlo. Mis horas de sueño se vieron reducidas, al igual que mi capacidad para asombrarme ante los detalles que, apenas unos días antes, constituían mi máxima fuente de motivación.

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El segundo suceso resultó ser el más insólito. En medio de una noche avanzada, tras haber puesto a prueba al máximo mis capacidades para saborear al máximo los susurros provenientes del exterior, y al borde de que el sueño me venciera, comencé a escuchar una voz. Inicialmente, la confundí con el distante eco de algún animal noctámbulo, pero gradualmente cobró mayor nitidez. Me di cuenta de que era una oración de apenas seis palabras, un eco constante que se repetía incansablemente: “prepárate para vivir o para morir”.

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No percibí en la voz ninguna intención de infundir temor, ni la pretensión de intimidarme hasta que la cordura se desvaneciera bajo la amenaza directa de esas impactantes palabras. Mi reacción fue más bien la de escuchar una advertencia, como si alguien genuinamente se preocupara por mi supervivencia. No experimenté ese miedo paralizante que suele paralizar a cualquiera. Al contrario, comprendí que el significado encapsulado en esas seis palabras abría la puerta a la posibilidad de vislumbrar la llegada de un evento trascendental, donde mi vida o mi muerte se balanceaban en la cuerda de lo incierto.

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-Hola. ¿Quién eres? ¿Por qué no paras de repetir ese mensaje? -preguntó Juansi con una firmeza que apenas ocultaba la inquietud que le carcomía en su interior. No hubo respuesta. El silencio se volvió más desesperante, como si las sombras mismas conspiraran en su contra. Juansi, sin embargo, no retrocedió.

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-No te tengo miedo. Tampoco estoy enojado contigo -continuó, su voz resonando con una mezcla de desafío y súplica-. Solo quiero que me aclares por qué mi vida está en riesgo, y principalmente, te ruego me indiques cómo debo prepararme para cuando llegue ese momento, que repites como si fueras un eco interminable- Juansi se encontró una vez más con el silencio. La figura misteriosa permaneció en las sombras, revelando tan poco como la luna en una noche nublada. La tensión aumentaba con cada segundo de silencio, creando un ambiente cargado de incertidumbre. La voz finalmente regresó, pero no como respuesta a las preguntas angustiosas de Juansi, sino como un recordatorio escalofriante de lo inevitable.

-Prepárate para vivir o para morir.

La repetición de esas seis palabras cortó el aire como un cuchillo afilado. El eco resonó en las paredes, resonando en la mente de Juansi como un ominoso presagio. La oscuridad de la habitación parecía cerrarse sobre él, intensificando la sensación de vulnerabilidad. Juansi, envuelto en la inquietante realidad de su situación, se quedó solo con sus pensamientos turbios y la certeza de que su vida había sido arrojada a un juego macabro, donde las reglas eran desconocidas y el desenlace, una sombra que invadía toda la luminosidad ganada.

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            Me sorprendió la total falta de reacción por parte de mi madre ante la presencia de una voz tan evidente. Normalmente, ella fanfarroneaba de su vigilancia, proclamando con alboroto su disposición para atacar sin piedad a cualquier intruso, humano incluido, que se aventurara a cruzar las fronteras de su control. Fue entonces, en ese instante cuando comprendí que solo yo era capaz de percibir esa voz. A partir de esa siniestra noche, la calma y la certeza de que mi entrada al mundo sería un evento festivo se desvanecieron de golpe. Mi mente comenzó a girar a una velocidad vertiginosa cuando una cascada de preguntas sin respuesta amenazó con desaparecer el acontecimiento que yo consideraba un mero trámite en un abismo de incertidumbre y temor.

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No volví a escuchar la voz, pero su mensaje se quedó como un zumbido implacable, perforando mis pensamientos. Durante un par de días fue poco el alimento que ingerí, y el deseo por esconder mi crecido cuerpo en el interior de mi ovalada residencia se transformó en una prioridad muy poco efectiva. Por primera vez supe lo que era tener no solamente miedo, sino terror ante la posibilidad de dejar de existir de un segundo a otro. Estaba perdiendo el control de mí mismo. Una noche, me resultó imposible mantener la calma. La certeza de que en cualquier momento la muerte me arrastraría hacia sus dominios, detonó algo en mí. Juré no pasar una noche más con esa angustia interminable que se incrustaba sin piedad en mi mente.

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El temor más profundo que anidaba en mí no era a la muerte en sí. Comprendía que sería un transitar similar al quedarse sumido en el sueño. Lo que realmente me infundía terror era la idea de perecer dentro de mi refugio de concha, sin la oportunidad de al menos atestiguar las maravillas que imaginaba existían más allá, en los amplios campos y pastizales. En ese reino donde mi empatía caminaba al compás de las fascinantes narrativas de los animales de la granja, que proclamaban sus hazañas y desventuras desde el amanecer hasta el anochecer, con igual dosis de protagonismo. Anhelaba para mí ese derecho, no exigía mucho, tan solo un día en el que mis ojos se abrieran para permitir que mi alma se desbordara de alegría al contar con ese sentimiento de pertenencia, fusionado entre la fantasía y la profunda realidad que lo habitaba.

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Desorientado y sintiendo la profunda angustia de mi madre, incapaz de comprender las acciones de su pequeño polluelo, cerré mis ojos con desesperación, apretando con fuerza mis patas. Empecé a picotear y patear el receptáculo que tanto amaba, con la certeza de que no habría una nueva llegada de  luz de día para mí. La aparentemente suave textura de las paredes de mi prisión se transformó en un tormento, revelando una resistencia imposible de vencer. Ni con la más feroz de mis embestidas logré desfigurar el refugio que parecía destinado a convertirse en mi tumba. Cada intento se volvía un acto desgarrador, una lucha desesperada por escapar de un destino oscuro que se cerraba implacablemente sobre mí. La sensación de angustia y terror se apoderó de mí, envolviéndome en una oscura certeza de que la esperanza se desvanecía con cada esfuerzo inútil.

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Mi amado refugio, antes un capullo de protección, se volvía una cárcel claustrofóbica. Las paredes, que una vez abrazaron con su forma ovalada, ahora se encogían sobre mí como garras afiladas que me aprisionaban sin piedad. Mis picoteos resonaban en la oscuridad, un eco de desesperación que se mezclaba con el sonido sordo de mi propio sufrimiento. Entre los golpes desesperados, mi madre intentaba consolarme con su canto lejano, pero sus notas parecían ahogarse en la atmósfera opresiva del cascarón. Cada picotazo se convertía en un grito mudo de socorro, una súplica angustiante al universo que permanecía indiferente a mi agonía.

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La sensación de terror se apoderó de mí, envolviéndome en una oscura certeza de que la esperanza se desvanecía con cada esfuerzo inútil. Cada vez que mis patas golpeaban contra la resistente prisión, el eco de mi propia impotencia resonaba en mis oídos como un lamento sin fin. “¡Deja de luchar!”, parecía susurrar la sombra del destino, mientras la realidad se oscurecía, llevándome al borde mismo de la desesperación. Mis movimientos desesperados se volvían más escasos, como si las paredes se cerraran sobre mí con cada intento. La certeza de que el aire se volvía menos accesible aguijoneaba mi desesperación. Con cada picoteo, la oscuridad se intensificaba, como si estuviera atrapado en un abismo sin fondo, donde la única compañía era el eco persistente de mis propios miedos.

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Después de un tiempo, sencillamente decidí parar. Mi respiración agitada y la debilidad de mi cuerpo me forzaron a hacerlo. Las voces en mi interior no cesaban de pelear. Por un lado, estaba aquella que susurraba la inutilidad de mi esfuerzo, insistiendo en que tanto yo como mis embestidas contra el esas paredes eran tan vanas como pretender despedazar una roca desde su mismísimo centro. En la quietud que siguió, las sombras de la duda comenzaron a danzar a mi alrededor, susurrándome oscuros secretos y sembrando semillas de desesperación en mi mente agotada- ¿Por qué resistes? El destino ya ha sellado tu trágico final, murmuró una voz escalofriante que parecía emanar de las profundidades mismas de mi conciencia. Su tono desesperado resonaba en mi cabeza como un eco retorcido, envolviéndome en una atmósfera sofocante. La resignación se apoderó de mí, como una melodía triste que se desliza en el silencio de la derrota. En ese momento, la habitación se estrechó, como si las paredes mismas cerraran filas en un macabro teatro de lo inevitable- ¿No ves que todo es inútil?, la voz desesperada insistía, sus palabras se entrelazaban con los suspiros del aire cargado de fatalidad.

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La oscuridad en mi mente era cada vez mayor, y las sombras tomaban formas grotescas, manifestándose como espectros de mi propia rendición- Tu lucha es una danza solitaria en el escenario de lo inevitable- susurraron las voces en coro, resonando con una malévola armonía que se mezclaba con un sentimiento de terror. Cerré los ojos, pero no había escapatoria. La percepción de la realidad se desvanecía, y las voces, ahora gritos desgarradores, se convertían en la banda sonora de mi propia tragedia. Estaba atrapado en un destino que se fundía con mi ser, y la rendición se instalaba como una sombra eterna en el rincón más oscuro de mi mente.

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Otra voz, esta vez más paternal, buscaba guiarme hacia la razón al afirmar que la colección de miedos acumulada era mera creación de mi imaginación. Detalladamente, me contó cómo, en el lapso de una noche a otra, había reemplazado una vida radiante, fundamentada en la apertura de una nueva visión que realzaba mi singular sensibilidad, por un panorama oscuro y fatalista que ponía en duda mi fortaleza y distorsionaba la verdadera magnitud de la maravillosa actitud con la que había abordado mi proceso. Me insistía a reflexionar sobre la futilidad de mis miedos cuando, en ese preciso instante, emergió la tercera y última voz. Con un tono alentador, más que sugerir, me presentó la siguiente propuesta:

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– ¿En serio te tragaste todas esas mentiras? Si pensabas que el exterior sería tan perfecto como lo pintaste desde el mismísimo inicio de tus días, estás fatalmente alejado de la realidad. Más allá de esta frágil capa que por error consideras impasable y que, por tu desgarradora idealización, te atreves a llamar “hogar”, te espera un auténtico campo de batalla. Este campo forma parte de una guerra que se libra desde el inicio de los tiempos, una guerra cuya naturaleza devastadora no ha sufrido ni una pizca de cambio en el pasado, ni de lejos en el presente, y por supuesto, no variará en su esencia en el futuro. Hasta que, de manera irremediable, solo quedarán las cenizas de todo aquello que alguna vez tuvo la gracia, la belleza, la trascendencia y el sentido.

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Después de escuchar las tres voces internas, mi pequeño corazón parecía querer arrancarse de mi pecho; a cada latido, le acompañaba un nuevo picotazo o patada, cada uno más debilitado por el esfuerzo de más de una hora de inútil lucha. Entonces, reflexioné y abandoné mis pretensiones de salir. Mi mente se sumió en un torbellino de confusión. Tras numerosos intentos, seguidos de estados de parálisis, ocurrió lo impensable. Con el último silencio, noté que mi madre cacaraqueaba sin cesar, más con furia desmedida que con preocupación. Durante esos quince días, mamá se dedicó a empollar y proteger, a capa y espada, a sus nueve hijos. Hasta ese momento, ella jamás tuvo comunicación con ninguno de los nueve. No era necesario; de alguna manera, su vínculo no requería de una voz para tener una idea general de lo que se desarrollaba en nuestros cuerpos y mentes.

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Fue así como, por primera vez desde el inicio del empollamiento, elevó con un enojo que no le conocía a través de su voz, dirigiéndola directamente hacia mí, y pronunciando el nombre que yo mismo desconocía era el mío:

¡Deja de golpear, Juansi!, ¡Todavía no es tiempo de que salgas!

Mis oídos no podían creer lo que escuchaban. No solo cacaraqueaba desaforadamente sonidos ininteligibles para mí cuando alguien se acercaba hacia ella, ya fuera con buenas o malas intenciones. Lo que más me impactó fue saber que yo, un pequeño e insignificante polluelo en gestación, tenía su propio nombre. Una sonrisa afloró en mí al escuchar el nombre, especialmente al saber de quién provenía. La verdad es que el nombre de Juansi no me desagradaba en absoluto. Sin embargo, la sonrisa se desvaneció gradualmente cuando la voz de mi madre, al mismo tiempo cálida y enérgica, se entrelazó con la mía en nuestro primer intercambio de palabras. Su regaño retumbó en mi pequeño refugio como un trueno desgarrador, con la intensidad de una tormenta inminente.

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– ¡Detente, Juansi! ¡No es el momento de salir! – retumbó en el espacio confinado de mi refugio, su tono llevaba consigo la urgencia de una madre que teme por la seguridad de su cría. Cada sílaba, cargada de una energía avasalladora, se coló por las paredes como una ráfaga de viento gélido que congelaba hasta el último rincón de mi existencia en formación. La voz de mamá, normalmente cálida y reconfortante, adquirió una ferocidad desconocida- ¿Acaso no entiendes? ¡Este mundo no está preparado para ti todavía! – Cada regaño era como un terremoto en mi casa de vivienda.

¡No sabes lo que te aguarda afuera, Juansi! ¡Es un lugar implacable, lleno de peligros que ni puedes imaginar!, añadió con una pasión que, aunque me era desconocida, me envolvía con la crudeza de una realidad que aún no comprendía. Su regaño se convirtió en un diluvio de palabras apasionadas, una cascada de advertencias que caían sobre mí como una lluvia torrencial- ¿Piensas que este capullo es tu prisión? ¡No, Juansi, es tu salvación! Aquí estás a salvo, aquí te protejo de lo que acecha allá afuera. ¡No seas imprudente, hijo mío, aún no es tu hora! – Aquel regaño, más que un llamado, era un acto desesperado de amor que intentaba frenar mi prematura salida hacia un espacio violento por naturaleza.

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-Tú no entiendes; tengo que salir antes de que sea demasiado tarde. No quiero morirme aquí dentro sin al menos haber visto el exterior.

¿Todo este drama por el afuera? ¿Acaso no puedes esperar menos de una semana para regodearte en tu muy amado “afuera”? ¿Es tan desagradable vivir dentro de tu espacio especialmente diseñado para ti, sabiéndote protegido por mí?

-Pero no conoces toda la historia.

-Esa voz que escuchaste solo desea divertirse con la angustia y el dolor ajeno.

– ¿Estabas enterada de la existencia de esa voz y no me dijiste nada?

-Pues, por supuesto que sabía de ella, todos la escuchamos pocos días antes de romper el cascarón. La enorme mayoría ni caso le hacemos, al ignorarla se pasa de largo e intenta cumplir su cometido con la próxima posible víctima.

– ¿Y por qué a mí me está volviendo loco? ¿Entonces soy más débil y tonto que la mayoría por haberle permitido entrar en mi cabeza?

-No eres ni débil y definitivamente no eres nada tonto, mi muy amado Juansi. Eres diferente del resto, debido a tu enorme capacidad para deslumbrarte por las cosas bellas del día a día, aún sin haber salido al exterior. Pero esa sensibilidad única que posees se convierte en una bendición o en el peor de los tormentos, dependiendo de tu habilidad para diferenciar una de la otra.

-No sé cómo controlar a las voces que viven en mi cabeza. Unas me dicen que no sobreviviré afuera. Otras me enseñan a saber admirar los detalles más hermosos. Otras me convencen de que no vale la pena luchar ante un mundo que me espera para devorarme. Y hay las que me impulsan y motivan para tener el valor y la inteligencia de enfrentar lo que se me presente en el futuro. ¿Cómo puedo saber cuál de todas tiene la razón?

-Todas esas voces tienen una parte de verdad y otra de mentira. Siempre contarás con mi consejo y con mi cariño incondicional, pero precisamente por ese cariño que te tengo, no debo inmiscuirme en todas las decisiones que tomarás en el futuro. No te conviertas en esclavo de las voces, ni de las interiores ni de las que provengan de otros animales. Nada es totalmente luz o sombra. Cuando entiendas esto, sin importar cuántas veces caigas o sientas que el sufrimiento se apodera de ti, tu alma y tu mente serán libres. Ahora a dormir, que esto de empollar y velar por su seguridad no es nada fácil para tu cansada madre.

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Aunque mis voces internas persistieron en molestarme, por primera vez en días, decidí ignorarlas y, progresivamente, dejaron de ser un fastidio. No puedo asegurar que esa noche dormí a pierna suelta, dado que apenas mi cuerpo cabía en ese ovalado espacio, pero les garantizo que descansé igual o mejor que en mis primeros días.

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Era una noche cálida cuando se completó la tercera semana. Nuestra amada madre nos avisó a todos que era el momento de salir. Con más entusiasmo que ansiedad, fui el primero en romper las paredes del cascarón. ¡Qué sensación de grandeza experimenté al desquebrajar las paredes de mi hogar! Después de un rato, vigilado bajo la mirada, la casa se abrió desde el centro, dividiéndola en dos piezas. Salí arrastrándome, y la humedad de mi cuerpo en contacto con el viento resultó ser una caricia, una entrañable bienvenida. Entonces ella limpió mi cuerpo con delicados picotazos, y aunque no pude abrir los ojos al principio, el resto de mis sentidos confirmaron la grandeza con la que mi libertad se fusionaba con el sitio que había imaginado durante mis primeros 14 días de existir.

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A veces, cuando el frenético vaivén de lo desconocido que me envuelve se vuelve incontenible, suspiro por la paz que alguna vez habitó en los recovecos de mi casa de color blanco con manchas marrón. Mamá, ya ausente de este rincón protector, no me abraza con su manto de amor y sabiduría. Extraño la firmeza de sus cacareos, las reprimendas cuando mis travesuras la desafiaban, la paciencia que dedicaba a mis preguntas incesantes. Pero, sobre todo, anhelo las caricias de su pico, esas que susurraban sin palabras que todo estaría bien, incluso cuando las sombras de mis propias voces intentaban arrastrarme a los terrenos más oscuros de mi ser.

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Su ausencia deja un eco en mi alma, una melodía vacía que resuena mientras navego por estos interminables senderos, a menudo sombríos, que se extiende más allá de los confines seguros de mi casa. En medio de la incertidumbre, busco su guía en el susurro del viento, en el espectáculo de los atardeceres, y en las muchas amistades que formé con otros animales de la granja. La luna, con sus rayos de luz plateada, se convierte en un faro consolador; y cada destello, una caricia que evoca la mirada amorosa de mamá.

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Así, mientras avanzo hacia lo desconocido, llevo conmigo las lecciones susurradas por las estrellas. En el eco de mi propio aleteo, descubro la fuerza para enfrentar los desafíos y la serenidad para abrazar la belleza efímera de cada instante. Ni historia se despliega como un jardín de posibilidades, y en cada pétalo, encuentro la luz que me guía hacia la comprensión de que, incluso en la penumbra, soy el arquitecto de mi propia luminosidad.

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-En este recorrido a través de la vida desde el capullo hasta el vasto cielo, he aprendido que la verdadera esencia no radica en las paredes que nos resguardan, sino en la capacidad de abrir nuestras alas y enfrentar la inmensidad del mundo con valentía y gratitud. Cada desafío, cada encuentro y cada atardecer contribuyen a la rica paleta de nuestra experiencia, pintando un lienzo único que perdura más allá de los límites de nuestro tiempo. La realidad es un misterio que desentrañamos paso a paso, y aunque las sombras puedan acechar, descubrimos que la luz que llevamos dentro puede iluminar incluso los rincones más oscuros. Así, mientras el cuento de mi vida continúa, me pregunto si, al final, la búsqueda constante de significado y conexión es la esencia misma de la existencia, y si en cada amanecer y cada despedida, encontramos pistas de un propósito más profundo que se despliega en cada latido del corazón.

Acerca Redacción

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