Por Iván Alatorre Orozco
Los tiempos eran difíciles en mis primeros días de vida, mientras luchaba por comprender las idas y venidas del rebaño en la granja de la montaña. A lo largo de los primeros meses después de mi nacimiento, me obsesionaba la curiosidad por observar las actividades de mis familiares y amigos. Cada mañana, los veía dirigirse hacia la montaña y regresar horas más tarde con sonrisas radiantes en sus rostros. Mi deseo de unirme a ellos era abrumador, y aunque mi petición era un anhelo ferviente, mamá se mantenía firme como una roca en su decisión de mantenerme a su lado.
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Un día, cuando no pude aguantar mi curiosidad, me dirigí a mamá con ojos de oveja buena y pregunté- Mamá, ¿por qué no podemos ir con el rebaño a la montaña como los demás? – Ella me miró con cariño, arrodillándose para quedar a mi altura. Sus ojos reflejaban una mezcla de ternura y sabiduría a medida que comenzaba a explicar- Pequeño, aún eres muy joven y frágil. Las montañas pueden ser peligrosas para alguien tan frágil como tú. Pero no te preocupes, cuando crezcas y seas lo suficientemente fuerte, podrás unirte a nosotros. Por ahora, disfruta de la seguridad de nuestro hogar y aprende todo lo que puedas.
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A pesar de las palabras cariñosas de mamá, mi deseo de explorar la montaña solo crecía con el tiempo. Cada día, cuando observaba a las ovejas del rebaño alejarse hacia las alturas, una sensación de impaciencia me invadía, como un suave susurro de aventuras que me llamaba. Me inspiraba a ser más independiente, a crecer más rápido y fortalecer mis patas para estar a la altura de mis compañeros. Anhelaba profundamente unirme al rebaño en su viaje hacia las cumbres. Mis sueños se tejían con lanas de curiosidad y emociones, como los hilos de la montaña misma que nos llamaba con su misterio y majestuosidad. Cada noche, mientras miraba las estrellas desde nuestro refugio, imaginaba las historias que esperaban en las alturas y sabía que mi momento de unirme al rebaño llegaría.
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Yo soy de esas ovejas que nunca se conforman con respuestas que no satisfagan completamente mi curiosidad insaciable. Con mamá, siempre debía desplegar un nivel extremo de inteligencia, porque, aunque yo poseía una agudeza innata y era particularmente astuta, la mayoría de las veces mamá mantenía la delantera en nuestros juegos mentales. No me bastaba con una respuesta a medias; siempre quería ahondar en los detalles y explorar cada rincón de mi incansable curiosidad. Cada día, nuestra danza intelectual se convertía en un emocionante desafío, y era esta aguda pasión por aprender y comprender lo que me impulsaba a superar mis propios límites y descubrir un nuevo mundo que estaba seguro esperaba también por mí.
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¡Pero mamá! ¿Cómo puedo aprender y experimentar la felicidad, como lo hacen los demás, si nunca tengo la oportunidad de explorar el mundo por mí mismo? Siempre estoy pegado a ti, y siento que me estoy perdiendo todo lo que la vida tiene para ofrecerme.
La miré con ojos llenos de expectación y un toque de rebeldía. Mi voz temblaba con emoción, anhelando su aprobación para liberarme de las restricciones que sentía cada día. Quería que comprendiera la pasión que ardía en mi interior por descubrir el vasto mundo que se extendía más allá de nuestra pequeña esfera familiar. Mi corazón latía con fuerza mientras esperaba su respuesta, deseando que mi sueño de independencia no la preocupara demasiado.
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Dolly, con una sonrisa tierna y una mirada cariñosa, respondió a su inquieto borrego: – ¡Oh, cariño! No eres un estorbo en absoluto, y nunca me aburro de estar contigo. Eres la luz de mi vida, y siempre me llena de alegría verte tan entusiasmado por unirte al rebaño y explorar nuevos horizontes. Lo que quiero decir es que me preocupo, porque eres mi tesoro más preciado, y siempre quiero asegurarme de que estés seguro y cuidado. Pero sé que estás listo para enfrentar el mundo, y juntos lo haremos, cuando sea el momento adecuado.
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Dolly acarició suavemente a su borrego y le dio un cálido beso en la frente- Lo más importante que tienes que entender, es que nunca debes dudar de cuánto te quiero y cuánto creo en ti.
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Dolly finalmente sonrió, acariciándome con ternura y hablándome con su voz suave pero firme, que siempre transmitía calma y autoridad cuando era necesario- Mi pequeño gigante curioso, debes entender que aprendemos mucho a través de las historias que compartimos en familia. Estoy aquí para enseñarte todo lo que necesitas saber para convertirte en una oveja fuerte y sabia. Por ahora, disfruta de tu tiempo en el hogar, y cuando llegue el momento adecuado, podrás explorar el mundo”. Su mirada amorosa se encontró con la mía, transmitiéndome confianza y seguridad en sus palabras.
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Las palabras de mamá resonaron en mi mente una y otra vez, y aunque mi deseo de aventura seguía ardiendo en mi interior, comprendí la sabiduría detrás de sus palabras. Era evidente que debía ser paciente y absorber todo lo que pudiera en el cálido abrazo de nuestro hogar antes de emprender mi propia travesía. Con el tiempo, la montaña se convirtió en más que un simple paisaje: se convirtió en mi mayor anhelo, una promesa de exploración y autodescubrimiento. Sabía que algún día, cuando me sintiera verdaderamente listo, me uniría al rebaño y me aventuraría a explorar el mundo, no solo más allá de nuestro hogar, sino también en lugares lejanos donde ninguna oveja se había atrevido a poner una pezuña antes.
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El día en que vi la luz por primera vez, en nuestra humilde morada se entrelazaron emociones que oscilaban entre la preocupación y la dicha más profunda. Mi llegada a este mundo no se caracterizó por ser sencilla, sino más bien por tener un toque dramático. Mi padre me confesaría meses después que mi ansia de abandonar el cobijo del vientre de mamá era tan intensa que me impulsó a nacer antes de lo previsto.
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Mi deseo de conocer el mundo que solo había escuchado y soñado desde el útero materno me arrastró a una entrada temprana. Este motivo no solo me convirtió en el cordero más pequeño de la camada, sino también en el más propenso a enfermedades y, como pronto se descubriría, en el espíritu más rebelde entre todos los integrantes de la comunidad
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Tras el agotador parto, mi madre se encontraba extenuada. La angustia había teñido su rostro durante el alumbramiento, temiendo por mi llegada a este mundo. Antes de que sus bellos ojos ámbar se desvanecieran en el reposo merecido, su mirada se elevó hacia el firmamento. Aquel día, el sol resplandecía con una intensidad deslumbrante, y el cielo se extendía en un azul sin fin, pero, extrañamente, no se divisaba ni una sola nube, esas que solía contemplar durante horas con admiración y que tanto le complacían. La ausencia de aquellas nubes en el cielo despejado auguraba un destino singular, aunque por entonces aún no comprendía cuán excepcional sería.
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Con ojos atentos, mi madre escudriñó minuciosamente el vasto firmamento, rastreando cada rincón de su inmenso horizonte azul. Hasta que, de repente, una tenue formación nubosa atrapó su mirada. Aunque parecía diminuta en el majestuoso lienzo celeste, esa visión inspiró una amplia sonrisa en su rostro. La emoción llenó su ser, y antes de que sus ojos se cerraran, buscó a mi padre y pronunció con un susurro:
– Ya sé cómo nombraremos a nuestra hija: la llamaremos Pequeña Nube.
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El tiempo continuó su marcha implacable, transformando los minutos en horas, las horas en días y estos en semanas que pasaron volando. Hasta que finalmente, llegó el esperado día en el que me uniría al rebaño para explorar las verdes laderas de la montaña.
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El invierno se hacía presente, trayendo consigo temperaturas gélidas que se clavaban en la piel de la mayoría de los animales. Pero para nosotras, aquellas cubiertas con nuestra cálida lana, el frío se desvanecía como si lleváramos un escudo protector que nos mantenía confortables y resistentes a las inclemencias del tiempo.
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Mi corazón latía con emoción mientras me preparaba para este momento tan esperado. Era la primera vez que dejaría atrás la seguridad de nuestro hogar para unirme al rebaño y explorar el vasto mundo exterior. La excitación burbujeaba en mí como una corriente de energía incontenible, y estaba lista para enfrentar cualquier desafío que la montaña tuviera reservado para mí.
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Los primeros días fuera de la comodidad y seguridad de nuestro hogar fueron un desafío físico y mental para mí. Mi cuerpo, delgado y frágil, protestaba con cada paso. Cada caminata parecía una hazaña monumental, y el cansancio se hacía evidente. Pero no importaba cuánto me dolieran las patas o cuán exhausta me sintiera; mi determinación era inquebrantable.
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Aunque a veces me quedaba rezagada, avanzando a varios metros detrás del resto del rebaño, jamás flaqueé. Las risas burlonas de las demás ovejas me afectaban poco, pues estaba centrada en mi objetivo. Sabía que mi cuerpo y mente necesitaban tiempo para fortalecerse y adaptarse a las largas caminatas y el frío del invierno, pero nada iba a detenerme.
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Cada día que pasaba, mi espíritu se fortalecía aún más. A pesar de las dificultades, mi determinación por explorar territorios desconocidos solo crecía. Estaba decidida a ir más allá de lo que nadie de nuestro rebaño había explorado. El deseo de descubrir lugares remotos y alcanzar las cumbres más altas se había convertido en mi obsesión.
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A pesar de mis pasos pausados al principio, con el transcurso de las semanas y meses, la manada se sorprendió ante los avances que lograba gracias a mi obstinada determinación. A menudo, salía antes que los demás, ignorando los llamados de mis padres que, preocupados, me instaban a esperar. Pero sentía la necesidad de demostrar que, aunque era joven e inexperta en comparación con los demás, podía hacer mi parte y mucho más.
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Aquel primer día marcó un punto de inflexión en mi camino. Fue el momento en que me di cuenta de que mi sueño de explorar más allá de las colinas y las montañas se convertiría en realidad, tarde o temprano. Mi tenacidad me impulsaba a superar las dificultades, y mi determinación solo crecía con cada paso que daba. Sabía que enfrentaría desafíos, pero estaba dispuesta a superarlos para alcanzar las cumbres que anhelaba explorar. Mi espíritu se fortalecía con cada aventura y mi corazón latía con la emoción de lo que sabía estaba por venir.
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Tras un par de meses de esforzados intentos por superarme, llegó el momento en que supe que finalmente poseía la fuerza necesaria para ser fiel a mí misma y emprender la audaz exploración hacia lo desconocido. Aquella decisión marcó el inicio de un viaje extraordinario que me llevaría a lugares que muy pocas ovejas se habían atrevido a explorar en el pasado, llenos de maravillas y desafíos más allá de nuestra zona de confort en la granja de la montaña.
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Mi corazón latía con emoción mientras me aventuraba en paisajes nuevos y emocionantes. Cada paso que daba me acercaba a horizontes inexplorados, a colinas cubiertas de hierba fresca, a prados de flores silvestres que pintaban el suelo de colores nunca vistos. Mi piel se erizaba de emoción al sentir el viento frío de la montaña acariciar mi lana, mientras el sol calentaba mi espalda y hacía brillar mi pelaje.
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Los lugares que visitaba me llenaban de asombro. Había ríos de aguas cristalinas que serpentean entre los valles, arroyos murmurantes que me cantaban canciones ancestrales. En las noches despejadas, el cielo se abría ante mí, revelando una profusión de estrellas titilantes que invitaban a soñar. Sentía una conexión profunda con la naturaleza y el mundo que me rodeaba.
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A medida que avanzaba en mi travesía, superaba obstáculos que me habían parecido insuperables en el pasado. Las cumbres de las montañas, que antes solo aparecían en mi mente como un sueño lejano, se acercaban con cada paso, y la sensación de logro que experimentaba me hacía sentir más fuerte y valiente. Mi determinación y mi deseo de explorar lo desconocido me impulsaban constantemente hacia adelante.
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Los desafíos que encontraba en mi camino cada vez eran más complicados y peligrosos. No guardaba arrepentimiento alguno por mi elección. Estaba segura de que mi corazón me guiaba en la dirección correcta y que mi espíritu estaba destinado a descubrir los tesoros ocultos de la naturaleza. Cada día me brindaba nuevas lecciones, y cada aventura me recordaba la belleza y majestuosidad del mundo que me rodeaba.
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A medida que recorría caminos desconocidos, mi confianza y orgullo crecían. Había superado obstáculos que una vez me parecieron insuperables, y eso me hacía sentir invulnerable. Mi valentía y determinación se habían convertido en mis mayores aliados. Cada vez que miraba hacia atrás, veía un camino recorrido lleno de desafíos superados, paisajes extraordinarios y momentos de asombro.
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El día en que finalmente alcancé las cumbres de la montaña, mi corazón se llenó de una satisfacción indescriptible. Sentí que todo el esfuerzo, la valentía y la persistencia habían valido la pena. Desde lo alto, el mundo se extendía ante mí como un tapiz de colores y formas infinitas. La belleza de la naturaleza me rodeaba, y su grandeza me recordaba lo afortunada que era de ser parte de ella.
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Sé que las ovejas no tienen alas, pero en ese momento, me sentía como si pudiera volar. Era una sensación de libertad y logro, un reconocimiento de que había conquistado lo inexplorado. Mi corazón se llenó de gratitud y orgullo. Sabía que mi elección de aventurarme en lo desconocido había sido la correcta, y que mi espíritu intrépido había encontrado su hogar en las alturas de la montaña.
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El invierno se acercó lentamente, tiñendo el mundo de blanco con su manto de nieve. La montaña, que solía ser un tapiz de verdes esmeraldas y ocres dorados, se convirtió en un reino de pura blancura y quietud. Cada paso que daba dejaba huellas frescas en la nieve, como tinta en un lienzo de alabastro. El frío se filtraba en mi lana, pero para nosotras, cubiertas con nuestro abrigo natural, era un escudo contra las inclemencias del tiempo. Me sentía como una bailarina que danzaba en un escenario inmaculado, mientras el silencio envolvía la montaña y el viento susurraba secretos ancestrales.
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Los días se volvieron más cortos, pero también más mágicos. Al caer la tarde, el sol se sumergía en el horizonte, derramando colores de fuego en el cielo. Los rayos dorados se filtraban a través de la nieve, pintando el mundo con tonos rosados y dorados que parecían extraídos de los sueños. El viento gélido se volvía un soplo de vida, susurros que relataban cuentos de montañas legendarias y valles ocultos. Cada árbol, cada rincón de la montaña, parecía cobrar vida bajo la luz dorada, como si el mundo entero estuviera en un éxtasis de belleza.
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Mi corazón latía con emoción mientras me preparaba para este momento tan esperado. Era la primera vez que dejaría atrás la seguridad de nuestro hogar para unirme al rebaño y explorar el vasto mundo exterior. La excitación burbujeaba en mí como una corriente de energía incontenible, y estaba lista para enfrentar cualquier desafío que la montaña tuviera reservado para mí.
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Los primeros días fuera de la comodidad y seguridad de nuestro hogar fueron un desafío físico y mental para mí. Mi cuerpo, delgado y frágil, protestaba con cada paso. Cada caminata parecía una hazaña monumental, y el cansancio se hacía evidente. Yo resistiría todo a lo que me sometiera.
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Aunque a veces me quedaba rezagada, avanzando a varios metros detrás del resto del rebaño, jamás flaqueé. Las risas burlonas de las demás ovejas me afectaban poco, pues estaba centrada en mi objetivo. Sabía que mi cuerpo y mente necesitaban tiempo para fortalecerse y adaptarse a las largas caminatas y el frío del invierno, pero nada iba a detenerme.
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Cada día que pasaba, mi espíritu se fortalecía aún más. A pesar de las dificultades, mi determinación por explorar territorios desconocidos solo crecía. Estaba decidida a ir más allá de lo que nadie de nuestro rebaño había explorado. El deseo de descubrir lugares remotos y alcanzar las cumbres más altas se había convertido en mi obsesión.
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A pesar de mis pasos pausados al principio, con el transcurso de las semanas y meses, la manada se sorprendió ante los avances que lograba gracias a mi obstinada determinación. A menudo, salía antes que los demás, ignorando los llamados de mis padres que, preocupados, me instaban a esperar. Pero sentía la necesidad de demostrar que, aunque era joven e inexperta en comparación con los demás, podía hacer mi parte y mucho más.
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Aquel primer día marcó un punto de inflexión en mi camino. Fue el momento en que me di cuenta de que mi sueño de explorar más allá de las colinas y las montañas se convertiría en realidad, tarde o temprano. Mi tenacidad me impulsaba a superar las dificultades, y mi determinación solo crecía con cada paso que daba. Sabía que enfrentaría desafíos, pero estaba dispuesta a superarlos para alcanzar las cumbres que anhelaba explorar. Mi espíritu se fortalecía con cada aventura y mi corazón latía con la emoción de lo que sabía estaba por venir. Tras un par de meses de esforzados intentos por superarme, llegó el momento en que supe que finalmente poseía la fuerza necesaria para ser fiel a mí misma. Sin embargo, no contaba con los peligros que inocentemente ignoré y minimicé en las recomendaciones de la familia.
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Mientras avanzaba en mi travesía, los desafíos se volvían cada vez más intensos y peligrosos. En una ocasión, me encontré atrapada en una repentina tormenta de nieve que descendió de las cumbres como un lobo hambriento. Los copos de nieve, afilados como agujas de hielo, azotaban mi lana y me dejaban prácticamente ciega, mientras el viento aullante amenazaba con arrojarme por el abismo. La desorientación y el miedo me embargaron, pero mi determinación ardía, una pasión por la vida que me llevó a luchar contra la tormenta con cada fibra de mi ser. Cada paso era una batalla contra la naturaleza desatada, y cada resoplido era un recordatorio de mi tenacidad. La sensación de vulnerabilidad se entrelazaba con la valentía, y con cada zancada hacia la seguridad, un coraje indomable me sostenía, emergiendo victoriosa de la tempestad.
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Pero la tormenta no sería el único desafío que enfrentaría. En mi travesía, me encontré cara a cara con un precipicio traicionero que se cernía sobre un abismo oscuro. La decisión de cruzarlo parecía una locura, y el miedo de caer a la muerte acechaba en cada paso. Mis patas temblaban, y mi corazón latía como un tambor enloquecido. Sin embargo, algo dentro de mí, un instinto ancestral o una voz interior, me instó a seguir adelante.
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Cada salto era un acto de fe, un acto de desafío al abismo que me atraía sin entenderlo. El suspenso se tejió en mis emociones, como un delicado equilibrio entre el temor y la esperanza. Y cuando aterricé al otro lado, mi corazón se llenó de un triunfo y una euforia que solo los que desafían la muerte pueden conocer. Estos logros y sus emociones tumultuosos no hicieron más que fortalecer mis sueños y confirmar mi camino en esta aventura audaz.
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A medida que me volvía más independiente y me aventuraba en solitario, la relación con mi rebaño y mi familia experimentó cambios notables. En un principio, mi determinación por unirme al rebaño y explorar la montaña me llevó a distanciarme de ellos de una manera que resultaba dolorosa para mi madre, Dolly. A menudo me unía al rebaño sin esperar a que los demás terminaran sus juegos o exploraciones, lo que generaba preocupación y confusión entre los miembros más jóvenes del rebaño. A pesar de que mi madre me alentaba, me dolía ver la tristeza en sus ojos cuando me lanzaba una mirada preocupada o de regaño.
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A medida que el tiempo pasaba y me volvía más diestra en mis exploraciones, encontré formas de equilibrar mi espíritu independiente con mi amor por la manada. Durante nuestras caminatas, a menudo me separaba del rebaño para explorar rutas menos transitadas, pero nunca estaba demasiado lejos como para perderme de vista. Esta distancia me permitía satisfacer mi curiosidad y deseo de aventura sin dejar atrás completamente mi conexión con ellos. Siempre regresaba alegremente cuando el rebaño se detenía a descansar o disfrutar de los campos verdes que se extendían frente a nosotros.
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Mientras ascendía por la montaña, me maravillé ante la presencia de hierbas exquisitas que no tienen parangón en las tierras bajas. Su sabor era tan delicado que palabras apenas pueden describirlo. Las flores, desafiando el frío con su fortaleza, exhibían una belleza que parecía extraída de los sueños más profundos.
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En las noches estrelladas, el cielo se convertía en un lienzo infinito de destellos brillantes, y tratar de contar cada una de las estrellas era como intentar abrazar la vastedad del universo en un solo aliento. Era un espectáculo que me recordaba la inmensidad del cosmos y la pequeñez de mis propios deseos. Cada uno de estos encuentros me conectaba más profundamente con la montaña, con la naturaleza y con la asombrosa belleza que rodea nuestras vidas.
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Mi madre, demostró una comprensión y paciencia notables, sabiendo que mi espíritu aventurero no era un reflejo de un amor disminuido por el rebaño o la familia, sino una expresión de mi naturaleza curiosa y ansias de explorar. Ella y yo compartíamos momentos especiales en los que me contaba historias de la montaña, sus propias experiencias, y las tradiciones de nuestro rebaño. Estos momentos nos unían en una complicidad tierna, y su apoyo inquebrantable me brindaba la confianza necesaria para continuar explorando el mundo.
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A medida que crecía, entendía más profundamente el amor y la sabiduría detrás de sus palabras y acciones, y nuestra relación crecía con la profundidad de nuestra conexión emocional. El vínculo entre nosotros se fortalecía a medida que yo me hacía más independiente, y mi madre continuaba siendo la piedra angular de mi vida, siempre ahí para apoyarme y amarme, independientemente de mis viajes y aventuras.
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Mi padre tenía la costumbre de recostarse a mi lado en las noches, y gracias a él, descubrí la magia que se oculta entre las estrellas, así como el profundo influjo que ejercen en nuestras vidas. En aquellos días difíciles en que la salud me impedía incluso levantarme de la cama, mi padre se acercaba en silencio, presenciando mi dolor.
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Cuando la noche se cernía, con su voz cálida compartía las historias de su infancia, me regalaba relatos extraordinarios bajo el manto estrellado del cielo. Antes de dormir, me besaba la frente y me decía que, a veces, es la oscuridad de la noche la que nos permite apreciar la belleza de un nuevo amanecer. En esos momentos, una sonrisa se dibujaba en mi rostro, cerraba los ojos y me sumía en un sueño apacible, sintiendo su amor y apoyo incondicionales.
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Un latido agitado de emoción recorre mi pecho cuando contemplo los senderos que me esperan en lo más alto de nuestra montaña. Me inunda la curiosidad: ¿serán los nuevos paisajes tan deslumbrantes como los que he admirado hasta ahora? Me cuestiono si lograré preservar la capacidad de hallar asombro en cada rincón. Me pregunto si, al igual que a mí, las demás ovejas sentirán el llamado de las alturas, ese anhelo imparable de ascender y, juntas, alcanzar las cimas donde acariciamos las estrellas.
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Este mundo se despliega en toda su vastedad y misterio, y mi anhelo incansable de belleza y sabiduría me impulsa a explorar los horizontes de lo que creíamos imposible. Como la humilde Nube que soy, deseo con todo mi ser seguir ascendiendo hacia lo desconocido, dejándome maravillar por cada paso y compartiendo esta travesía con aquellos que, como yo, buscan desentrañar la magia que yace en cada rincón de nuestra montaña.
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En cada paso, en cada sonrisa compartida, encontramos el verdadero tesoro: el amor por la exploración, el aprendizaje y el compañerismo. En este recorrido, descubrimos que no importa cuán pequeños podamos ser, siempre podemos aspirar a alcanzar las estrellas y pintar nuestro cielo de sueños y esperanzas. Porque la grandeza reside en la pasión y el deseo de descubrir, y es este anhelo compartido lo que nos llena de sentido y nos eleva a las alturas más grandiosas de la vida.
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En cada pequeña nube, en cada corazón intrépido, vive la chispa de la maravilla y el espíritu de la aventura. Así que, cuando mires hacia el cielo estrellado en las noches tranquilas, recuerda que, al igual que Pequeña Nube, todos tenemos un lugar en el vasto universo de la vida. Sigamos ascendiendo, explorando y compartiendo el regalo de la curiosidad. Que esta historia sea un recordatorio de que nuestras almas inquietas pueden llevarnos a conquistar lo inexplorado y a alcanzar las cumbres más altas, porque, en última instancia, somos las estrellas que iluminan nuestro propio camino.