Por Iván Alatorre Orozco
En lo profundo del bosque, donde los helechos gigantes se mecían al compás del viento susurrante y los rayos del sol apenas se filtraban entre las ramas, vivía un niño llamado Max en una vieja y destartalada cabaña.
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Max era un explorador incansable. A pesar de tener solo diez años, su capacidad de asombro superaba con creces a la de cualquier otro niño de su edad. Siempre que se aventuraba en el bosque en busca de emociones, llevaba consigo su mochila llena de herramientas: una brújula, una lupa, una libreta y un lápiz.
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Como un cazador de mariposas, cuya red cargaba siempre al hombro, Max lograba encontrar innumerables tesoros, sin importar si era de día o de noche. Atrapaba gentilmente con su imaginaria red cada descubrimiento, que podía ser una flor, un insecto, una piedra, las nubes, el sol, la luna, las estrellas e incluso, con un cuidadoso ajuste, el universo entero. Esta pasión lo motivaba constantemente a mantener sus grandes ojos curiosos bien abiertos para no perderse la infinidad de maravillas que enriquecían cada vez más su niñez.
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La familia de Max estaba compuesta por su madre, María, cuya personalidad explosiva y demandante asustaba a sus tres hijos. Su padre Manuel, a pesar de su trabajo como leñador que lo obligaba a laborar de sol a sol, siempre priorizaba pasar tiempo con sus tres hijos.
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Durante la cena, jugaba con ellos y compartía las grandes aventuras que, supuestamente, experimentaba durante su jornada. Llegada la hora de dormir, era Manuel quien los arropaba y les leía cuentos de escritores como los los hermanos Grimm, Hans Christian Andersen y Julio Verne, entre otros, escritores, antes de que se durmieran.
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Mauricio, el hermano de Max, abusaba de su posición como el mayor de los tres y no perdía oportunidad para demostrar su supuesta superioridad ante sus dos hermanos menores. Maite era la adoración de Max: él la protegía de los maltratos de Mauricio y se aseguraba de que no sufriera ningún accidente mientras se aventuraban juntos en sus excursiones por el bosque.
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Un día, mientras Max y Maite se adentraban aún más en el bosque de lo que jamás había llegado, escucharon un sonido extraño. Era como un chillido suave y melodioso. Siguiendo el sonido, los hermanos llegaron a un claro donde encontraron a un pequeño dinosaurio bebé. Era de un color verde brillante y tenía ojos curiosos que brillaban con asombro.
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Max y Maite se acercaron con cuidado al extraño ser y se dieron cuenta de que estaba atrapado entre algunas ramas y hojas. Sin pensarlo dos veces, ambos ayudaron al pequeño dinosaurio a liberarse. El bebé los miró con gratitud y emitió un sonido similar a un ronroneo.
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Desde ese momento, Max y Maite se convirtieron en amigos inseparables del dinosaurio. Max decidió ponerle el nombre de Draco. Los tres, vivieron emocionantes aventuras en el bosque. Exploraron cuevas misteriosas, descubrieron cascadas escondidas, visitaron los rincones más remotos del bosque mientras ayudaron a los animales que se encontraban en apuros.
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Aprendieron lecciones valiosas, como la empatía con los demás habitantes del bosque y la importancia de proteger a la naturaleza, que tantas alegrías les regalaba a los tres. Draco, siendo un bebé, siempre demostró ser un compañero valiente y juguetón al mismo tiempo, considerando el bosque como su enorme salón de juegos.
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La noticia de que existían dos humanos y un valiente dinosaurio en el bosque que ayudaban a los animales en dificultades se extendió rápidamente, y pronto más criaturas se acercaron a Max, Maite y Draco en busca de ayuda y amistad. Juntos, formaron una comunidad en la que todos se apoyaban mutuamente y cuidaban del entorno que compartían.
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A pesar de que Maite deseaba compartir su gran descubrimiento con su hermano mayor y sus padres desde el primer día, Max decidió guardar el secreto. Era lo suficientemente astuto para comprender que sólo recibirían burlas de Mauricio, y que sus padres podrían informar a las autoridades para que atraparan a Draco y, definitivamente, lo alejaran de ellos permanentemente.
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Era un riesgo que no podían permitirse, así que decidieron esconderlo en una cueva en donde estaría a salvo de animales depredadores y, principalmente, de otros humanos, quienes no dudarían en lastimarlo.
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Con el paso de las semanas, Draco logró comunicarse de manera limitada con Max y Maite, pero resultaba suficiente para llevar a cabo sus numerosas aventuras, ya que percibía las buenas intenciones de sus pequeños amigos. A medida que crecían, Max y su hermana, desarrollaron un lazo aún más fuerte con Draco.
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Max enseñó a Draco a protegerse de los humanos al no hacerse notar, evitando así el riesgo de ser atrapado, un peligro que aumentaría a medida que Draco creciera. Por otro lado, Draco le enseñó a Max y Maite cómo rastrear huellas en el suelo, agudizar sus sentidos y observar con extrema atención sus curiosos ojos para comprender el lenguaje de la madre tierra. Compartieron innumerables secretos, risas y momentos de asombro.
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Con el tiempo, los niños y Draco comprendieron que, aunque eran diferentes en muchos aspectos, su amistad había enriquecido sus vidas de formas inimaginables. Aprendieron que la verdadera recompensa de la vida no siempre se encuentra en tesoros o aventuras emocionantes, sino en las conexiones que creaban y en las vidas que tocaban.
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A medida que Draco crecía, también se volvía más evidente que no podía quedarse en el bosque para siempre. Los tres amigos enfrentaron una difícil despedida. Max sabía que Draco pertenecía a un mundo que ya no existía, un mundo de dinosaurios. Draco también lo entendía y, con tristeza en sus ojos aceptó que añoraba su verdadero hogar, y su tiempo juntos llegaba a su fin.
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Esa tarde dorada, Max, Maite y Draco se encontraron en el claro del bosque donde se conocieron por primera vez. El sol se hundía lentamente en el horizonte, pintando el cielo de tonos cálidos y rojizos. Max miró a su amigo con un infinito cariño, y con lágrimas en los ojos le dijo:
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-Querido Draco, nunca olvidaré nuestras aventuras y nuestra amistad- mencionó Max, acariciando con ternura la enorme cabeza de su amigo prehistórico. Mientras que Maite, pronunciando sólo tres palabras, se lanzó hacia Draco y lo abrazó con todas sus fuerzas, expresando con un profundo amor: ¡te quiero mucho!
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Con el corazón lleno de gratitud y amor, Max era consciente de lo que era lo más seguro para su gran amigo verde, cuadrúpedo, herbívoro de cuello alto y cola larga. Encontró un portal que ayudó a Draco a acceder al camino que lo pondría de regreso a su tiempo y lugar. Fue un momento agridulce, pero Max sabía que debía hacer lo correcto, a pesar de las lágrimas y la negación de Maite de separarse.
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Draco agradeció a Max lamiendo su cara con su enorme lengua, entonces retrocedió unos pasos y, de repente, una extraña energía envolvió su cuerpo. Comenzó a desvanecerse lentamente, como si se estuviera desmaterializando ante los ojos de Max y Maite. Los hermanos miraron con asombro mientras Draco se desvanecía ante ellos. Antes de desaparecer por completo, emitió un último ronroneo, como una despedida cariñosa. Y luego, en un destello de luz, desapareció por completo.
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Max y Maite se quedaron solos, mirando hacia donde había estado su amigo. Aunque el dolor de la despedida era profundo, sabían que Draco estaba regresando a donde pertenecía, a su propio tiempo, con su familia, en su hogar.
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Con el tiempo, Max y Maite se convirtieron en adultos y formaron sus propias familias. Continuaron visitando el claro en el bosque junto con sus hijos, recordando las aventuras que compartieron con Draco. En su corazón, sabían que su amistad trascendía el tiempo y el espacio. A través de los recuerdos y las historias qué perdurarían el resto de sus vidas.
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Y así, mientras el sol se ponía una vez más en el claro del bosque, todos sonrieron, sabiendo que la amistad entre un niño y un dinosaurio era un tesoro que nunca se desvanecería, incluso a través de las eras.
Genérico y vacuo. La narrativa no ofrece sino los clichés que invaden la literatura motivacional.