Nunca me agradó la palabra “adolescente”. Tal como sugiere su nombre, suelen padecer de la confusión que implica dejar de ser un niño, pero al mismo tiempo, no pueden adentrarse en el mundo de la adultez, donde generalmente no son bien recibidos. Sus reacciones, al encontrarse en el limbo que les impide acceder a un mundo coherente, con el sentido mínimo necesario que les sirva como una especie de mapa de vida, mientras están perdidos en la profundidad de un bosque. La impotencia y que se manifiestan a través de sentimientos como la rebeldía, apatía, angustia o depresión.
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En el caso especifico de Nicolás, en su modesta fiesta de cumpleaños número catorce, comprendió que ni siquiera contaba con ese mapa existencial que algunos de los jóvenes de su edad adquieren inconscientemente para poder dar pasos más firmes al pisar un suelo tan quebradizo. Fue así como Nicolás aprendió con los años a especializarse en el arte de ser invisible.
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Odiaba la obligatoriedad con la que su familia y la sociedad lo presionaban para que se integrara en esa enmarañada masa amorfa carente de muchos de los valores prioritarios que él consideraba necesarios para funcionar en el día a día. Y con la misma magnitud, Nicolás aborrecía contar con esa hipersensibilidad que le permitía adentrarse en el interior de las mentes de las personas con el mero poder de la observación.
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Esa forzada y artificial forma de vida lo llevó a guardar sus sentimientos en lo más profundo de su ser. Sabía muy bien que no pertenecía a esa parodia; sin embargo, la impotencia de no encontrar el camino que le ofreciera una opción de escape, lo transformó en un niño y luego en un adolescente, cargado de sentimientos de miedo, angustia, hartazgo y desinterés al verse obligado a convivir con maestros y compañeros de escuela e incluso con la gran mayoría de los miembros de su familia.
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Su estadía en casa fue un constante tormento. Su padrastro, un hombre alcohólico con reacciones violentas a diario, y su madre, presa del miedo, nunca fue capaz de mostrar la mínima valentía necesaria para proteger a su hijo cuando su pareja le propinaba terribles golpizas. La más recurrente de ellas era obligar a Nicolás que se bajara la ropa interior y golpearlo con su ancho cinturón de piel en diez ocasiones, bajo la amenaza de que, si lloraba o intentaba moverse, le esperaba otra decena de golpes sin poder hacer o decir nada en su defensa.
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Nicolás soportó años de abuso físico y emocional por parte de su padrastro, quien era un hombre de carácter violento, principalmente cuando se emborrachaba. La más mínima situación que le causara una molestia podía desencadenar en arrebatos de ira, gritos, golpes y amenazas. Su falta de control convertía ese mal llamado hogar en un lugar aterrador para Nicolás y su madre, dejando una sombra de temor constante en el ambiente ante la incertidumbre de no saber cuándo arremetería el monstruo de la casa.
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Poco después de haber cumplido catorce años, Nicolás sufrió como nunca la intensidad y frecuencia de los abusos de su padrastro, quien se las arreglaba para cubrir los moretones y cortadas del adolescente con ropa holgada con el propósito de que no se enterara el personal de la escuela, familiares o cualquier conocido que representara un riesgo al informar a las autoridades.
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Una fría madrugada de enero, Nicolás llegó al límite de su tolerancia. No habían sido pocas las ocasiones en las que estuvo a poco de perder la cordura, razón por la cual decidió poner fin a su insostenible situación. Con tan solo catorce años, su instinto de supervivencia le exigió abandonar esa sucursal del infierno en la tierra.
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Con un gran temor que oprimía su corazón y la esperanza como única compañía, Nicolás empacó en una pequeña mochila sus pertenencias más preciadas: una fotografía desgastada de su padre biológico, un par de cambios de ropa, un rosario que le había regalado su madre y una copia de su libro favorito: “El Principito”. Entonces, empapado en sudor, y con el rostro inundado de lágrimas, sin mirar atrás, abandonó su casa a la mitad de la noche, con el temor de ser atrapado o de morir al no tener ningún familiar que lo hospedara, sabiendo que se expondría a los peligros de vivir en la calle.
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No imaginó lo difícil que serían las primeras noches durmiendo en la calle. La desesperación por encontrar alimento, agua y refugio puso nuevamente en riesgo su cordura, así como su propia vida. En ocasiones, dormía en parques, en bancas frías de metal o cemento, debajo de puentes peatonales o en alguna casa semidestruida que encontraba. Un buen día solía ser aquel en el que lograba conseguir una cama en el único refugio para personas sin hogar, que desafortunadamente se limitaba a una veintena de espacios disponibles, dejando desprotegidos en las calles a decenas de niños y adultos. Durante las noches claras, los destellos de luz iluminaban su rostro al soñar con un futuro mejor, mientras encontraba consuelo leyendo las páginas de El Principito.
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Para evitar que su padrastro o su madre lo hallaran, un día Nicolás ideó subirse de polizón a un camión que lo llevaría a una ciudad más grande, donde creía habría mayores oportunidades para encontrar trabajos temporales y albergues que lo protegieran de los peligros de la vida nocturna en la calle.
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Tuvo la suerte de que un buen hombre le ofreciera trabajo en el mercado de abasto de alimentos. El esfuerzo físico fue enorme para Nicolás, sin embargo, sus ganancias le permitían comprar comida y, no menos importante para él, libros. Cada centavo sobrante de lo destinado para las comidas lo invertía en libros. A través de la lectura, Nicolás encontró una vía de escape de su cruda realidad.
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A pesar de las muchas situaciones dramáticas que padeció, durante los primeros meses, Nicolás comenzó a sentirse más fuerte y seguro de sí mismo. Aprendió a defenderse y a confiar en sus instintos. Como una bocanada de aire fresco, tuvo la fortuna de conocer a otros niños y jóvenes que formaron una especie de familia en la calle, se apoyaban mutuamente y se organizaban para sobrevivir física y emocionalmente bajo los dominios de la selva de concreto.
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Con el paso de los años, Nicolás se convirtió en un devorador de libros y autodidacta. Su imaginación, conocimiento y esperanza en el futuro crecían con cada libro que leía. Comenzó a escribir sus propias historias y poemas en un cuaderno que siempre llevaba consigo.
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Un día, mientras se refugiaba en la Biblioteca Pública, conoció a una amable bibliotecaria llamada Elsa. Ella notó de inmediato la pasión del joven por los libros y le ofreció un trabajo como asistente, así como la oportunidad de contar con un catre que colocaron en un pequeño cuarto en la biblioteca, que se convertiría en su hogar. Sin duda, esos fueron los mejores días en la vida de Nicolás. Se sentía como si estuviera en el lugar más parecido al cielo en la Tierra, ya que además de poder leer todos los libros que deseara, tenía un techo sobre su cabeza y recibía un salario que utilizaría para asistir a la escuela nocturna.
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Con el paso del tiempo, el cariño entre Elsa y Nicolás se hizo más que evidente. Hablaban hasta por los codos de literatura, así como de encontrar la mejor forma para convertir a la biblioteca en la más funcional de la ciudad al ofrecer servicios en línea, organizar eventos, ampliar su colección de libros y crear espacios de fomento a la lectura para los más jóvenes. Nicolás encontró un verdadero hogar en la biblioteca, y la cantidad de libros que leía lo mantenían en un estado casi permanente de ensueño.
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Años después, Nicolás escribió su propia novela, inspirada en sus experiencias en la calle y su amor por los libros. Su historia alcanzó los corazones de muchas personas, quienes con emoción le pedían que les autografiara su libro. Numerosos libros de poesía y cuentos saldrían a la luz en el transcurso de su larga vida, que servirían como ejemplo de motivación para miles de lectores en el futuro.
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Aunque había dejado atrás su vida en la calle nunca olvidó todas las lecciones a las que tuvo que someterse durante su dolorosa adolescencia. Demostró que el miedo puede ser superado por la esperanza, y que los libros tienen el poder de enriquecer la calidad y visión de vida de aquellos que deciden acercarse a sus páginas.
Hermoso cuento. Gran reflexión.