Siempre me han sorprendido las flores que brotan en un minúsculo espacio entre las violentas temperaturas del cemento, ya sea a un costado de la carretera o en la sucia azotea de una casa o edificio. La belleza que emana de este tipo de flores no se compara con las de aquellas que se encuentran en un jardín bien cuidado. Al igual que la flor del Principito, son únicas, valientes y orgullosas, conscientes de la belleza que les otorga su localización en un ambiente inapropiado. A pesar de este entorno hostil, no dudan de su grandeza, al florecer en lugares peligrosos y solitarios, donde muy pocas flores son capaces de sobrevivir.
Así como estas flores, algunos seres humanos compartimos la filosofía de coraje y autenticidad. Tenemos la mente y el corazón abiertos, sin miedos a las críticas de familiares, amigos y extraños temerosos. En lugar de conformarnos con ser como ovejas en un pequeño corral, amontonadas cuerpo a cuerpo, con un sistema de malla de alambre electrificado, invadido de filosas púas, pero con la ironía de contar con la puerta del establo abierta de par en par y no atrevernos a salir libremente.
Durante mi niñez, solía pasear en solitario por los alrededores de un parque cercano a mi casa. Caminaba tratando de aclarar mis ideas y entender una serie de cuestionamientos existenciales que me quitaban el sueño y me hacían preguntarme cuál era el propósito de mi vida. Mi mamá me regañaba al decirme que no debería preocuparme por ese tipo de inquietudes de gente grande. Recuerdo que los adultos me regañaban frecuentemente cuando me metía en sus pláticas, y me exigían que no hiciera, dijera o incluso pensara cosas propias de personas mayores.
La realidad es que, con tan solo doce años, me destacaba en comparación con los niños de mi edad, e incluso con muchos adultos que se limitaban a proyectar desde sus bocas conversaciones monótonos sobre negocios, deportes o el clima. Este enorme desajuste en intereses con la mayoría de los miembros de mi familia me entristecía, ya que estaba seguro de que eran ellos quienes podrían proporcionarme respuestas a mis numerosas inquietudes.
El abismo existente entre ellos y yo era vasto y profundo, lo cual me hizo sentir desilusionado, deprimido y cada vez más amargado. Sabía que el color, la calidez y la transparencia que yo tanto anhelaba raramente los encontraría entre las personas de mi entorno. A pesar del cariño que existiera dentro de mi ambiente familiar y social en esa etapa de mi vida, las puertas estaban cerradas para que mi espíritu, que ambicionaba otro tipo de aire de personas y de ideas, llegara como una jarra de agua fresca en medio de las ardientes arenas de un desierto. Por lo tanto, no me sorprendió cuando en la escuela y entre mis vecinos, me etiquetaran como el raro, el inadaptado, aquel con el que muy pocos deseaban conversar, acercarse o, aún menos, formar una amistad.
Aquel parque albergaba un corazón que latía con vitalidad: se convirtió en mi lugar favorito en la Tierra. Desde el punto de vista estético, no resultaba muy atractivo; el césped estaba desgastado, a los arbustos les urgía una poda, el estanque carecía de aguas cristalinas, las áreas de juego de los niños eran inseguras y destacaban por la invasión de óxido, y la disponibilidad de áreas para extender una manta y disfrutar de un apacible picnic se veía limitada debido a la presencia de numerosos hormigueros.
Pese a todo lo anterior, si te detenías para observar a fondo las virtudes del parque, te darías cuenta de que, al sopesar las cosas buenas en una balanza, claramente se inclinaba hacia las situaciones, experiencias y momentos enriquecedores. Este parque, como un diamante en bruto, ofrecía un ambiente entrañable escondido bajo la bruma del tiempo y la nostalgia.
Este parque de belleza entrañable era diferente a los demás que conocía. Según mi percepción, la variedad, altura y frondosidad de sus árboles parecían rozar las nubes. En el centro del parque había un estanque no muy limpio que emanaba una tranquilidad que incluso los patos tomaron como su feliz refugio.
Las personas lo llamaban el “Parque de los Recuerdos” porque ahí, entre sus árboles antiguos, y la armonía que proyectaba su estanque mientras sus aguas eran acariciadas por el suave viento de la tarde, daba la impresión de que el tiempo no existiera, y el cúmulo de recuerdos de un lejano pasado cobraba vida.
En un día soleado del mes de mayo, cansado de estar atrapado en mi casa, donde ni siquiera tenía el derecho de elegir el canal en la televisión, debido a la dictadura de varios de mis hermanos mayores, decidí tomar el libro “El Principito” de Antoine de Saint-Exupéry.
Mientras caminaba sobre el pasto descuidado y oler la evocadora fragancia que emanaba el parque, una sonrisa se dibujó en mi rostro. Levaba cargada al hombro una mochila con sándwiches de crema de cacahuate con mermelada de fresa, y otras golosinas. Me acomodé en un banco cercano al estanque y comencé a leer. No pasaron más que unos minutos cuando noté que un anciano se había sentado en el mismo banco, mirando con nostalgia el sereno estanque.
No podía evitarlo, era un niño obsesivamente curioso, en raras ocasiones lograba controlar mis cuestionamientos, que llegaban a mí como un tsunami de preguntas que definitivamente no solía permitir se ahogaran en un océano de dudas. Me acerqué al anciano con la intención de comenzar una conversación disparando mi acostumbrada ráfaga de preguntas:
-Hola, ¿Qué te trae por aquí hoy?
El anciano sonrió y respondió con calidez: -Este parque significa para mí como una especie de cofre del tesoro por todos los recuerdos que aquí todavía respiran. Solía venir aquí cuando era niño, hace ya tantos años que de plano perdí la cuenta. Pasaba horas alimentando a los patos y escuchando las historias de mi abuelo bajo la sombra de estos árboles.
Mis ojos se iluminaron de emoción. – ¡Yo también amo este lugar! Aquí no necesito esconderme en mi propia casa para tener que convivir con la jauría de mis hermanos que no hacen otra cosa que hablar de temas superficiales, como si fueran lo más importante del mundo. Excluyendo a uno de mis hermanos, que es completamente diferente a los demás y al que más quiero, la verdad es que esa casa parece un manicomio. Hablar de Charles Dickens, de Mozart o de Leonardo Da Vinci, es una total imposibilidad.
-Me repiten constantemente que solo soy un niño, no le dan importancia alguna a mi habilidad y disciplina como devorador de libros. Sin embargo, lo que es inmovible es la imposibilidad de meterme en pláticas de adultos, y mucho menos pensar en contradecirlos, ya que, en ese caso, mi papá me golpearía con su cinturón de cuero grueso y hebilla ancha.
El anciano soltó una carcajada después de escuchar mi apasionado discurso- veo que tienes un excelente dominio del lenguaje, sabes lo que te gusta y lo que no en tu vida, y que, desde tu corta edad, ya tienes en muchos aspectos la madurez y las ambiciones de un adulto. Sabes, me recuerdas mucho a mí a tu misma edad-dijo.
- ¿Alguna vez te han dicho que tu madurez y el lenguaje que usas no corresponde a un chico de tu edad? – El niño cerró los ojos y apretó los puños antes de responder.
-Sé que soy diferente de los demás, incluso en mi familia me ven como una especie de fenómeno. Antes me afectaba mucho, pero encontré una estrategia que me ayudó muchísimo. Los escritores de tantos maravillosos libros que he leído se volvieron mis mejores amigos, consejeros, confidentes e incluso familiares- El pequeño tomo unos segundos antes de continuar. - Pero, aunque me afecte menos, no hay un solo día en el que no se burlen de mí por ser más inteligente que ellos. Me ven como una especie de bicho raro al que rara vez se acercan para intentar comprenderme. Cuando tengo un muy mal día, mi sentimiento no es de tristeza, más bien de enojo. Entonces yo me los imagino a ellos no como bichos raros, sino como cucarachas o ratas que se amontonan para pelearse por las migajas y la basura que les funcione para joder la vida de los demás.
- Mejor cambiemos de tema. Hablemos de este parque tan especial que hoy nos ha reunido a ambos. ¿No es cierto que, por más descuidado que pueda llegar a estar, es sencillamente mágico?
- Es verdad. No sé qué haría sin él. ¿Podrías contarme algunas de esas historias que tu abuelo solía platicarte? Por favor, di que sí.
-De acuerdo, pero aún falta algo muy importante que no hemos hecho: no nos hemos presentado. Yo me llamo Gerardo De Jesús. ¿Y tú, cómo te llamas?
-Soy Ángel. Me emociona mucho tener la oportunidad de escuchar las historias de tu niñez, cuando tenías mi edad, en este mismo parque- Gerardo asintió y comenzó a relatar una de las historias más especiales: - Hace mucho tiempo, cuando yo era un niño como tú, este estanque era aún más grande y profundo. Había un pato muy especial aquí, el pato dorado. Dicen que traía buena suerte a quienes lo veían. Todos los niños del vecindario solían venir a buscarlo, pero rara vez se dejaba ver- Ángel escuchaba con atención mientras el viejo continuaba: -un día, cuando estaba sentado justo donde tú estás ahora mismo, mi abuelo me susurró al oído un secreto. Me dijo que, si bajaba mis párpados y pedía un deseo desde lo más profundo de mi corazón, el pato aparecería.
Ángel se emocionó y preguntó: – ¿Y funcionó? ¿Viste al pato dorado?
El anciano asintió con la mirada y dijo: “Sí, lo vi”. Cerré los ojos e imaginé con todas mis fuerzas que, al abrirlos, sus doradas alas estuvieran chapoteando en el lago. Y ahí estaba él, frente a mí. Fue uno de los mejores momentos de toda mi vida, lo recuerdo como si hubiera sido ayer.
Ángel miró con sus ojos profundos la extensión del estanque, y con una gran sonrisa en su rostro dijo- ¡Quiero intentarlo! ¡Quiero ver al igual que usted al pato dorado! ¿Qué fue lo que usted hizo exactamente, paso a paso, para conseguir verlo?
El viejo rio con ternura y dijo: -No seas tan desesperado, niño. La cosa es más sencilla de lo que imaginas. Sólo cierra los ojos, pide un deseo que venga directo desde tu corazón y confía en la magia de este lugar. Pocas personas como tú y yo conocemos el encanto que encierra este parque en su totalidad.
Como el más obediente de los niños del planeta Tierra, cerré los ojos con fuerza y susurré repetidamente, en una mezcla entre convencimiento y esperanza, para que se cumpliera mi deseo. Cuando abrí los ojos, experimenté la emoción de ser testigo de tan maravilloso animal. Nadaba despreocupado, sin importarle que lo estuviéramos admirando. Mi deseo se había hecho realidad.
El anciano y yo cruzamos nuestras miradas, llenas de alegría y nostalgia, mientras el pato color a sol brillante de mediodía nadaba en el estanque.
En ese instante, el Parque de los Recuerdos nos permitió confirmar la magia que residía en esas no más de cuatro hectáreas de superficie. Gerardo de Jesús confirmó la proeza de su niñez, sesenta años después, mientras que yo suavicé mi actitud ante la vida y las personas en mi entorno. Ambos nos encontraríamos en numerosas ocasiones, sentados en la misma banca, buscando y hallando la belleza en los pequeños detalles que, a través de los latidos que palpitaban con vitalidad en el viejo Parque, le otorgaron color y sentido a nuestras vidas.