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LAS CAPAS DE LA CEBOLLA

Iván Alatorre Orozco

Las actividades diarias durante cada año de mi niñez no pasaban de ser rutinarias y resultaban monótonas. No puedo negar que salir a jugar con los vecinos por las tardes, después de haber hecho la tarea, patear una pelota de futbol en el parque de la esquina de mi casa o juntar el dinero que mi papá me daba los domingos, el cual destinaba por completo a comprar dulces, no eran tan malos momentos.
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El resto de mis actividades se limitaban a cumplir mis obligaciones en la escuela, lugar siniestro para mí, donde involuntariamente interpretaba mi papel de niño invisible durante los primeros años. A diferencia de la gran mayoría de los niños, para mí, salir a jugar en el recreo con amigos era una misión imposible; mi timidez era tan descomunal que rara vez salía del aula a no ser que tuviera que ir al baño o la ansiada salida del monstruo de 15 salones.
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En cuanto a la formación de amistades reales, no logré contar con más de tres durante los seis años de educación primaria. La convivencia con docenas de mis compañeros nunca llegó más allá de una mera camaradería superficial.
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Mis intentos por establecer conexiones significativas resultaban frustrantes debido a mi incapacidad para mantener una conversación, a pesar de tener mucho qué compartir. La acumulación de experiencias y sentimientos reprimidos me planteó grandes desafíos durante mi niñez. Mi hipersensibilidad para percibir las intenciones de los demás ejerció una influencia negativa en mi ambiente escolar.
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Desde el preescolar hasta el final de mis estudios Universitarios, la idea de asistir a un conjunto de edificios con cientos de estudiantes ruidosos me desesperaba ya que no soportaba los alborotos, el movimiento incesante de tantas personas y los colores brillantes. Lo mismo sucedía con los numerosos profesores egocéntricos que desempeñaban sus roles como si fueran semidioses en un entorno tedioso y carente de brillo.
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Mi percepción era la de ser testigo en las gradas de un escenario barato y pretencioso diseñado a la medida para albergar alrededor de 30 a 35 estudiantes en aulas con dimensiones aproximadas de 6 a 7 metros de largo y 5 a 6 metros de ancho. Me encontraba en el último año de la primaria. Cada tarde, de lunes a viernes, sentí estar viendo la misma película durante casi seis años. Fue así como a la protagonista de mi timidez se sumaron el hartazgo y un creciente enfado.

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Me gusta observar con atención las evidentes semejanzas que existen entre las instituciones penitenciarias y los entornos educativos en todos sus niveles. En ambos casos, las personas ocupan el escalafón más bajo de la jerarquía. Además, en ambas situaciones se requiere el uso de uniformes, lo que limita la expresión de la individualidad. Otras similitudes importantes incluyen las estructuras físicas, como muros y alambrados, cuya función es la de crear barreras que impidan las fugas de las personas recluidas ahí.
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En las cárceles los prisioneros permanecen la mayor parte del tiempo dentro de celdas, y los estudiantes en aulas. Los habitantes de ambos reclusorios deben seguir reglas estrictas, que, en caso de ser incumplidas, llevan a medidas disciplinarias. Los horarios, rutinas, restricción de la libertad, la convivencia forzada y la falta de autonomía, suelen crear sentimientos de ansiedad, frustración y depresión. No lo sé, tal vez mi revolucionada imaginación fue el motivo por el cual me convertí por varios años en el niño raro de la escuela.
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No es coincidencia que algunos alumnos y prisioneros adopten la actitud de machos alfa, lo que convierte la vida de los demás residentes en un calvario. Los profesores no brindan atención personalizada, ya que consideran a todos los niños como un grupo homogéneo, al igual que los guardias hacen con los reclusos. La presión social afecta negativamente la tranquilidad de ambos, quienes permanecen con la ilusión de encontrarse reunidos con sus seres queridos (en caso de que tengan la fortuna de pertenecer a una familia amorosa y empática).
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Confieso que no sólo era la timidez la que me desmotivaba a ponerme aquel espantoso uniforme escolar y asistir al horario vespertino durante los seis años de primaria y los tres de educación secundaria, que resultaron ser los más complicados debido a mi hipersensibilidad. No me mal entiendan, contaba con un par de grandes amigos cuya nobleza y fidelidad fomentaron en mí la ilusión de que no todas las personas y situaciones debían resultar carentes de esperanza.
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Esta cualidad, que yo consideraba una especie de superpoder, más que una ventaja, se convirtió en un tormento al permitirme percibir a niños y adultos mostrando su verdadera naturaleza. No necesitaba el uso de una capa, la habilidad de volar o lanzar rayos láser desde mis ojos para darme cuenta de que, al ser testigo de su lenguaje corporal, expresiones faciales y de las palabras que no se equivocan, era capaz de observar y analizar con bastante precisión sus oscuras intenciones.

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No soy partidario de las generalizaciones. La mayoría de los niños y maestros no tenían la voluntad de abusar de sus semejantes. Creo que la personalidad se moldea desde los primeros días del nacimiento de un ser humano, y por lo tanto, el sentimiento de vacío que padecemos millones de habitantes de este planeta es producto de la violencia o el abandono al que fuimos sometidos desde una edad temprana. Sin embargo, esto no justifica el abuso, las ofensas y los actos de insensibilidad que algunas personas cometen contra individuos inocentes.
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Es innegable que nuestras mentes albergan un torbellino de emociones y frustraciones que deberían ser controladas, pero tristemente, no siempre sucede. La naturaleza humana me ha enseñado desde mi infancia que, principalmente los adultos, sin hacer distinción entre hombres y mujeres, utilizan herramientas como la deshonestidad, el engaño, la manipulación, el abuso, y toda la gama de falacias para alcanzar sus objetivos, sin importar a quién deban someter.
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Desde que tengo memoria, demostré ser un niño excepcionalmente sensible. Mis sentidos parecían estar en un estado de alerta constante, tal y como si estuviera sintonizado y conectado con las intenciones de las personas a mi alrededor. La mayoría de las veces podía percibir los estados de ánimo de mis padres y hermanos, incluso antes de que lo expresaran con palabras. Poseía la capacidad de detectar la tensión en el ambiente cuando se acercaba una discusión
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Algunos podrán pensar que mi especie de superpoder para detectar las malas intenciones de mis compañeros de clase era una ventaja. Sin embargo, en mis primeros años de vida mostré rasgos de personalidad que se ubicaban en la frontera exterior del cuadro del espectro autista. Esto permitió que los abusivos de la clase en turno, conscientes de la importancia de conservar su estatus de brabucones, aprovecharon para tomar ventaja de mí como su objeto de burla y su costal de boxeo golpeándome y exponiéndome ante los demás debido a mis frecuentes tartamudeos, de mi aislamiento y mi incapacidad para relacionarme en los niveles más básicos. Me convertí en el niño modelo con el cual podían jugar de manera perversa.
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En el segundo grado de secundaria, algo explotó dentro de mí. Aquellos gandallas que intentaron atacarme se encontrarían con una resistencia que no toleraría ningún acoso. Cargaba con demasiadas experiencias de abuso desde mi niñez, y no serían ellos quienes pudieran herirme sin enfrentar graves consecuencias. Así fue como conocieron al furioso niño en el que me convertí. Mi afición a la lectura ayudó bastante a usar las palabras correctas que servirían para amedrentarlos, mientras mis ojos desorbitados observaban los rostros pálidos de algunos niños que se alejaban presurosamente.
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Como parte de su rol, durante los tres años de secundaria siempre hubo dos o tres desadaptados con las peores intenciones, pero desde mi primer enfrentamiento con ellos, el miedo desapareció poco a poco, hasta el punto en que no me intimidaban en absoluto, a pesar de que fueran mucho más altos y fuertes que yo. El hecho de que se burlaran de mí me fortaleció para enfrentarlos sin preocuparme por las consecuencias. Estaba convencido de que, a pesar de ser sólo un mocoso enclenque, no tenía nada que perder. No me importaba salir seriamente herido, con tal de dejar a más de uno de mis contrincantes diez veces peor.
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Fue durante esos años cuando comprendí que las lesiones físicas no tenían punto de comparación con los traumas emocionales que había experimentado desde mi niñez. Como era de esperarse, no me salvé de recibir numerosas palizas en ese primer año de secundaria, pero ellos también sufrieron lo suficiente como para no meterse conmigo en el futuro.
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Desde mi primera pelea, utilicé de manera instintiva todos los recursos imaginables: mordeduras, patadas, puñetazos, e incluso arrojé todo artículo escolar a mi alcance. Mi sorprendente puntería al lesionar a mis enemigos habría hecho envidiar al propio Robin Hood con su arco y flecha. Esa tarde, me gané la fama de ser llamado el loco, un apodo que conservé durante los tres años de secundaria y me sirvió para que muy rara vez se aprovecharan de mí (al menos dentro de los muros de la secundaria).
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Existió un punto de quiebre que cambió todo. Mis malas experiencias en casa a lo largo de varios años me endurecieron para no permitir que esos niños se metieran conmigo. Ocasionalmente intervenía para proteger a otros niños que estaban siendo abusados, convirtiéndome en un defensor de vulnerables, ganándome repetidas visitas al salón de castigo y una infinidad de lesiones a raíz de mis peleas. La verdad es que me importó poco el que mis enemigos venían de familias disfuncionales; yo seguía sufriendo en casa debido al abandono y, al mismo tiempo, la violencia física. Luchaba cada día para encontrar la llave que abriera la puerta del infierno con el que lidiaba.
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Al entrar en la adolescencia, mi habilidad para percibir las intenciones de las personas se agudizó aún más. Aunque esto me hacía diferente de mis compañeros y familiares, sabía que este don me situaba un paso adelante de la mayoría en cuanto a la velocidad y eficiencia con que podía descifrarlas. Lo cierto es que un niño no debería ser testigo a detalle de la podredumbre que se aloja en las diferentes capas del ser humano. Por ello, puedo afirmar que el desgaste emocional al poseer ese “superpoder”, en realidad lo convertía en una “super maldición.”
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Con el paso de los años, aprendí a dimensionar y a ser más tolerante con los escenarios y personajes de la vida. No me quedó duda de que la mayoría de las personas, a pesar de sus múltiples capas que, como las de una cebolla, sigo siendo testigo de su nivel de putrefacción, son en realidad incluso necesarias.
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La vida no es un juego permanente o un lecho de rosas; descubrí esto a una edad muy temprana. Antes, me desconcertaba que los momentos de felicidad fueran como pequeñas burbujas de jabón que, pese a su gracia al flotar, no dejaban de ser instantes que se desvanecían en un abrir y cerrar de ojos.
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Hoy, mi “superpoder” consiste en ingresar en medio del bullicio del mundo de los adultos y encontrar la felicidad en esas hermosas burbujas de jabón que son los tesoros de la vida cotidiana. Observar cómo las flores que despliegan sus colores bajo el cálido sol. Fascinarme al ver como las hormigas trabajan juntas para construir sus caminos. La risa contagiosa de un ser querido, y las aventuras a las que me sumerjo al leer libros que me transporten a mundos lejanos, son un recordatorio constante de la magia que se revela al eliminar las capas sucias de la cebolla.

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