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TARDE LLUVIOSA

Por Iván Alatorre Orozco

Era una tarde lluviosa de sábado en el mes de agosto. Me encontraba sentado en el sofá, leyendo un libro que me habían recomendado ampliamente. No podía tener peor suerte, era uno del género de autoayuda. Creo que todos los libros son de autoayuda, excepto aquellos que lo mencionan con letras grandes y colores brillantes en su portada. No me gustan las frases de superación huecas, estoy convencido de que somos seres humanos únicos e inigualables. Nuestra complejidad no puede ni debe reducirse a un conjunto de pasos a seguir, como si se tratara de un manual para armar un mueble.
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Veinte minutos de lectura bastaron para que eliminara el libro digital de mi tableta. Existen demasiados buenos libros y tan poco tiempo de vida para desperdiciarlo en esas obras mediocres. Cerré los ojos y por alguna razón vinieron a mi mente varias imágenes de la biblioteca de mi padre en la casa de mi niñez. Recordé esos años entrañables cuando los libros comenzaron a convertirse en mis mejores amigos; no obstante, una descarga de ansiedad se apoderó de mí al traer a mi mente una serie de eventos que dentro de ese mal llamado hogar me marcarían dramáticamente hasta el día de hoy.
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Experimenté un miedo primigenio, mi respiración se aceleró y tuve un imperioso deseo de huir. Me levanté temblando del sofá y caminé unos pasos hacia la ventana al escuchar cómo las gotas de lluvia golpeaban y se deslizaban sobre el cristal, creando una especie de música hipnotizante que me transportó con mayor claridad a mis años de infancia, en los cuales mi mente revivió aquellos días cuando la vida era sencilla y luminosa. Sin embargo, también estuvo acompañada por la crudeza que me mantuvo dentro de una pesadilla por más de doce años.
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La lluvia atrajo mi atención; no era intensa, lo que me permitió observar cómo el cielo se teñía de tonos blancos y grises, con un ligero toque anaranjado que anunciaba el próximo atardecer. Aunque tenía las puertas y ventanas de mi departamento bien cerradas, un aire fresco y húmedo, junto con un aroma fusionado entre tierra mojada y vegetación, llenó cada rincón, revitalizando mis recuerdos.
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Durante mi niñez, las lluvias de agosto marcaban el último mes de vacaciones escolares. Esos días, en compañía de varios vecinos, estuvieron repletos de aventuras, descubrimientos, largos vagabundeos. Pasábamos horas interminables jugando en el parque de La Calma, ubicado a solo unos metros de mi casa. Solíamos correr bajo la lluvia, riendo a carcajadas mientras saltábamos sobre los charcos. Construíamos barquitos de papel para ver cómo la corriente se los llevaba. No nos importaba empaparnos ni ensuciarnos como cerdos en un chiquero, a pesar de saber que nos aguardaban regaños y castigos.
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Con ojos desorbitados, como un autómata observé cómo las gotas resbalaban por el vidrio. Reflexioné sobre cuánto valoraba mi soledad en la época en que vivía en una casa atiborrada con mis padres, ocho hermanos y las visitas diarias de numerosos familiares, amigos y conocidos. Después de vivir solo durante casi una década, sigo apreciando mi soledad. No obstante, por primera vez en casi cincuenta años, experimento cada vez con mayor frecuencia el vacío de estar solo y, al mismo tiempo, sentirme terriblemente solo.
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Esa tarde de agosto, la percepción optimista que solía tener de mi soledad, sencillamente me pasó de lado. Comencé a caminar como un animal enjaulado, sin encontrar la calma. Una lágrima comenzó a rodar por mi mejilla. No podía permanecer más tiempo encerrado en esa cueva gris en que se había convertido mi departamento. Un sentimiento de frustración, seguido de una rabia descontrolada, me impulsaron a dirigirme hacia mi armario y tomar la primera chamarra que encontré. Salí a la calle con los ojos inundados de lágrimas, que se mezclaron con la lluvia que arreciaba.
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Por primera vez en años, no me importó mojarme hasta los huesos. Respiré profundamente mientras caminaba con paso firme, sin tener ningún destino en mente. Mi enojo desapareció progresivamente; ni siquiera los automóviles que pasaban sobre los charcos a gran velocidad y creaban olas que me empapaban aún más lograron sacarme de quicio.

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Sentía el frío calándome, el cansancio y el dolor en mis piernas mientras avanzaba sobre el concreto, manteniendo la mirada baja la mayor parte del tiempo. Los caudalosos ríos arrastraban montones de basura que habían bloqueado las alcantarillas, inundando cada vez más las calles y avenidas. Sin embargo, la adrenalina acumulada en mi cuerpo me impulsó a seguir adelante. Aceleré mi andar y atravesé sin problema muchos de los charcos que ya alcanzaban mi cintura.
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Mis ojos se posaron en un perro callejero, invadido por la sarna, que tiritaba de frío mientras luchaba por encontrar refugio. En una banca cercana, una mujer de edad avanzada aguardaba el autobús, sosteniendo con dificultad un paraguas. Me detuve un momento para contemplar su mirada, que reflejaba resignación y tristeza, pero al mismo tiempo un encanto inmenso.
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En la misma parada de autobús, un niño esperaba ansiosamente junto a su madre, quien lo abrazaba en su regazo. Él llevaba puesta una chamarra del Hombre Araña y sus ojos rebosaban de emoción. Mientras aguardaban, su madre le hacía cosquillas en el costado, provocando una hermosa risa contagiosa. Con una sonrisa traviesa, el niño extendía su mano hacia la lluvia que caía, sintiendo las gotas resbalar entre sus dedos. Cada vez que un autobús se acercaba, su alegría aumentaba, sabiendo que pronto los llevaría de regreso a casa, a salvo de la lluvia.
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Casi dos horas después de abandonar mi departamento, me encontraba agotado, tiritando de frío y profundamente desorientado. En realidad, no tenía certeza de mi ubicación exacta. Lo que me generó un sentimiento de alivio fue la pausa momentánea de aquello que me había forzado a salir de mi departamento. La rabia y el dolor dieron paso a una especie de orgullo que me impulsó a salir de mi estado de autocompasión, el cual había escalado a niveles peligrosos. Fue en ese momento que, después de un largo periodo manteniendo la cabeza baja, decidí alzarla. Me costaba creer el lugar al que mi subconsciente me había llevado.

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Me encontraba frente a la casa de mi niñez, donde viví durante 25 años. La fachada lucía prácticamente igual. Con el corazón latiendo acelerado, recordé toda la dicha, pero también el dolor del cual fui rehén por tantos años en ese ambiente de profundos claroscuros. Cada detalle que conseguí percibir me transportó a esa época idílica e infernal. Respiré profundamente, procurando controlar la mezcla de emociones que surgían en mí. Recordé los juegos que inventaba para jugar solo, sin permitir la presencia de ningún otro ser humano a mi mundo. Vinieron a mi mente la sala y comedor, sitio de numerosos rituales contradictorios. Los muebles y los cuadros que colgaban en las paredes, que fueron el epicentro de muchas de mis pesadillas palpables. Sentí un nudo en la garganta al recordar las lágrimas, el silencio y la soledad que significó ese escenario para mí.
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Los fantasmas del pasado regresaron por unos instantes mientras subía la escalera. Enfrenté las puertas cerradas de los cuartos que daban testimonio de los sucesos que marcaron mi infancia rota. Respiré hondo y abrí una de ellas. Giré la perilla y empujé la puerta de mi antigua habitación, que lucía en oscuridad. Descubrí entonces, para mi sorpresa, que ya no me asustaba como solía hacerlo; por alguna razón, por primera vez en mucho tiempo, la posibilidad de controlar mis pesadillas estaba en mis manos. Las lágrimas brotaron, no de dolor, sino de liberación. Comprendí que estaba cerrando el capítulo más oscuro de mi vida.
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No sé cuanto tiempo estuve frente a la fachada de mi antigua casa. El frío, la ropa empapada y la rabia acumulada desaparecieron de mi mente. Al salir del trance, noté que ya era de noche. La luna llena iluminaba con su manto plateado las calles, y las farolas del alumbrado público, con su luz amarilla superficial, iluminaron el resto de las calles
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Me alejé de la casa y enfrenté la caricia del viento, que me obsequiaba la fragancia a tierra mojada y árboles provenientes del parque al cruzar la calle. Había olvidado cuánto amaba ese olor en esa época del año, cuando era un niño. Al dar los primeros pasos de regreso a mi departamento, comprendí que habían quedado atrás las oscuras sombras que me persiguieron por tantas décadas.
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Una parte de mí respiraba nuevamente. A pesar de los recuerdos dolorosos, esa noche representó el momento para reclamar la valentía oculta durante tanto tiempo, y así poder dejar atrás los fantasmas que acosaron mi mente y corazón.
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La luna brillaba en plenitud, la lluvia había cesado. Era una noche fresca, pero a pesar de estar mojado, no tenía frío. Seguí mi camino, con la certeza de que estaba en mí construir un futuro diferente, uno donde habitara la esperanza, la luz, la congruencia y esos momentos de amor y felicidad que le darían un horizonte mucho más luminoso al resto de mis días.

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6 comentarios

  1. Me llevaste a recordar aquellos días de mi infancia, en realidades sentí leer mi diario en días de lluvia, la nostalgia y aquello que aún siendo parte del paso marca el origen de nuestro ser , muchas gracias por compartir es un placer leerte

    • Como siempre disfruto mucho de los escritos de éste gran autor. Éste corto relato me llevó a mí infancia y de verdad que no nos importaba jugar y ensuciarnos todos de barro y lodo. Éramos felices así. Me encantó mucho el escrito.

  2. Muy interesante, nos conduce a recordar episodios de nuestra infancia, aunque no todo fue bueno, es una parte importante de nuestra vida…
    Gracias por compartir tu escrito,éxitos y bendiciones.

  3. Me ha gustado mucho porque justo ahora estoy en el proceso de curar mis heridas desde la niñez, estoy haciendo un viaje muy costoso pero necesario. Dicen que todo lo que nos pasa es reflejo de nuestro subconsciente, no lo creía y cada día me doy cuenta que si no se va a ese lugar es inevitable.

  4. Me ha gustado mucho porque justo ahora estoy en el proceso de curar mis heridas desde la niñez, estoy haciendo un viaje muy costoso pero necesario. Dicen que todo lo que nos pasa es reflejo de nuestro subconsciente, no lo creía y cada día me doy cuenta que si no se va a ese lugar es inevitable.

  5. Mercedes Morillo

    Un bonito relato, que transporta a la niñez de antes, en la que se disfrutaba sin pensar. A esas sensaciones y esos olores que tantos recuerdos traen. Enhorabuena

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