Por Iván Alatorre Orozco
Desde muy pequeño suelo percibir a cada uno de los días de la semana con una energía, con un cúmulo de características propias que los definen y los diferencian de los demás de manera muy clara. Me atrevo a asegurar que incluso cada uno de ellos posee un aroma específico, así como un grado de estrés o benevolencia, capaces de regalarme esos valiosos detalles para organizar mis días dependiendo de cual de ellos se encuentre en curso.
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Por mencionar un ejemplo, deseo enunciar los numerosos esfuerzos que la gente suele destinar para cumplir sus oscuras, y a la vez, torpes intenciones, gracias a la incapacidad para defenderse de las supuestas malas vibras impregnadas durante la aparición del polémico y poco esperado día dedicado a la luna. Después de un tiempo, comprendí la casi generalizada necesidad de las personas por colocar en el sitio más elevado del pedestal de los días nefastos al incomprendido lunes.
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Cuando yo no cumplía siquiera los seis años, mis hermanos mayores solían comprar las primeras historietas de ese gato holgazán, narcisista, y compulsivo ante la presencia de un plato de comida que devoraba sin siquiera disfrutarlo. Regularmente se comportaba desconsiderado y mal agradecido frente a los integrantes que habitaba la casa, y que tenía al lunes como el día más nefasto de la semana dada la serie de eventos trágicos que él mismo le atribuía de diferentes formas y magnitudes, y en su enorme mayoría, creados por su revolucionada imaginación
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Garfield era el nombre del regordete gato anaranjado con rayas negras, y al igual que el amargado gato, con sus ocasionales buenas intenciones, desde niño me dejé arrastrar por la ingenuidad con que ese felino carismático me convenció de la peligrosidad de ese primer día laboral o escolar de la semana. Mirando sobre mi hombro, hoy me resulta ridícula mi postura supersticiosa que sobrevivió durante varias décadas. Pobre lunes, en mi mente lo convertí en el enemigo audaz, capaz de confabular las peores estratagemas para afectar mi integridad física y mental, cuando su naturaleza no variaba de cualquier otro día de la semana.
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No puedo dejar de confesar, mas que mi arrepentimiento, mi vergüenza, al ser un inmaduro treintañero que ideaba diferentes formas para contrarrestar los sinsabores, supuestamente detonados por el maligno lunes. Por alguna razón, supuse que aminoraría su efecto destructivo, al atacar sus asechanzas con el uso de olores como el cloro, o cualquier otro limpiador líquido de pisos con fragancias tropicales, a lavanda, a talco de bebé, o bosques invernales. La presencia del polvo era otro de mis antagonistas, pues según mi singular visión de las energías apiladas, la fina capa de polvo en los muebles y libreros debía ser invariablemente extinguida.
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Esa forzada idea de comenzar la semana con las diferentes obligaciones laborales, e incluso incluyendo mis actividades propias en mi nuevo oficio de escritor, me siguen afectando a un grado menor. Ya no requiero inundar de cloro o brisa campestre mi pequeño departamento para sentirme protegido. La presencia de polvo en los pocos muebles que se encuentran en mi mal llamado hogar, cada vez se acumula de manera más notoria, y el resto de los seis días de la semana, no se diferencian en esencia del históricamente maltratado lunes.
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No me puedo ir sin soltar un poco más la sopa de mi carencia de cordura de mi pasado. Dentro de las páginas de mi manual de operaciones bélicas sin sentido, acumulaba en varios cajones, un abanico de armas virtuales propias de un esquizofrénico semi- funcional. Encendía inciensos, velas aromáticas y otras joyitas que no mencionaré, todavía deseo creer que cuento con esa pizca de cordura, de la que mi psiquiatra intenta convencerme con terapia cognitiva conductual, dos veces al mes, los lunes, de 11:00 a.m. a 12:00p.m.
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Soy consciente de la falta de ortodoxia, e incluso del equilibrio emocional para considerar, según mis insanos razonamientos, de la efectividad de dichos sinsentidos. Ese escudo odorífero jamás me potenció de protección alguna al momento de asistir a la escuela que tan extremo terror me generaba al no saber convivir con compañeros y maestros, posicionándome como una especie de niño autista, que rara vez abría la boca para opinar, y en los que, llegado el momento de una exposición frente a mis compañeros, mi color era más intenso al de un jitomate, y la fluidez de mi voz se asemejaban al de un niño con retraso mental.
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Hoy, a mis casi cincuenta años, el lunes sigue siendo un día no muy bienvenido, sin embargo, finalmente puedo asegurar que hemos hecho las paces. A quién tengo metido entre ceja y ceja es al manipulador domingo, cuya falta de definición e intenciones no deja de preocuparme. Discúlpeme, Doctor Romero, creo que necesitaré asistir a terapia al menos cuatro veces por mes, siempre y cuando no sea en viernes, porque ese día si que transita los terrenos de la locura, y entre compañeros de la misma aflicción, preferimos interactuar lo menos posible.
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Con la llegada de mi hijo, Gael, aprendí a dimensionar y priorizar que las huellas plasmadas por mis pies sobre el suelo, o la cada vez más gruesa capa de polvo en mis muebles no me definen, y menos aún, me deberían quitar el sueño. Mi hijo suele derramar yogures, chocolates y todo tipo de comida que se impregna por igual en sus cachetes como en el piso, ropa y cortinas. Por fin estoy aprendiendo que las grandes batallas virtuales malgastadas en el pasado tienen soluciones tan sencillas como usar un paño húmedo para limpiar su cara y la mía, mover un trapeador para quitar la mancha en el piso sin necesidad de la presencia de ningún olor primaveral, o arrojar a la lavadora la ropa impregnada de los diferentes tipos de comida, para una vez dimensionadas las prioridades, seguir jugando junto a Gael, el inconmensurable y trascendental juego de la vida.