Por Iván Alatorre Orozco
Con el paso de los años, la mayoría nos sometemos a los designios de esa adultez que sobrevaloramos a niveles injustificables. Confundimos la idea de la madurez con el objetivo de alejarnos de todo lo que nos vinculaba con nuestra niñez, transformándonos en entes fríos, calculadores, sosteniéndonos de prioridades incompletas o deformadas, en donde la capacidad de asombro que poseen los niños ante los detalles más pequeños pasa desapercibida, aunque nos los topemos de frente día tras día.
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Considero que nuestros niveles de exigencia ante los eventos poco o nada trascendentales de la vida representan una enorme pérdida de esfuerzo, diluyendo gota a gota los alicientes motivacionales responsables de catapultarnos hacia la búsqueda de la felicidad desde el primer instante que nos despertamos en la mañana y colocamos los pies sobre el piso.
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Estoy exhausto de empoderar a mis miedos desde hace décadas. De no reconocer mis esfuerzos, de no darle cabida a aquellos logros obtenidos con mi sudor y mi sangre, vertidos como residuos de desecho hacia la cloaca más cercana.
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Extraño la intensidad y el compromiso por adentrarme en las historias que tan amorosamente me recreaban mis tías antes de dormir al contarme un cuento cuando visitábamos el rancho de mi abuelo en Arandas. Benditas noches de descanso difícilmente de recrear en mi actualidad, donde el concepto de la palabra magia no caía en los terrenos de la fantasía ni en la intrascendencia.
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Esa magia la encontraba observando a los pollitos al seguir en fila a mamá gallina mientras piaban ese himno a la felicidad por permanecer juntos. En los maizales que se inclinaban movidos por el viento de una tarde de verano. En el olor a café, proveniente de la cocina de la casa que acogía sobre sus altas paredes, colgados en clavos alargados, a una infinidad de antiguos utensilios de barro. En el frondoso árbol de aguacate, que a la distancia invitaba a recorrer el camino desde la casa para que todo el que lo deseara se posara bajo su sombra, como un tierno abrazo capaz de alejar las tristezas más profundas.
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Pero el evento que para mí poseía la mayor carga mágica de todos, definitivamente eran los atardeceres. Ellos me sumergían en un mundo de ensueño, transformando esos diez minutos en los más esperados del día. El niño que yo era capaz de abrir sus grandes ojos al ser testigo de los espectaculares escenarios que me brindaba la naturaleza, así como el papel protagónico de los muchos personajes que completaban la obra. Así era como me maravillaba con el desfile de luces anaranjadas, rojas y violetas que adornaban el cielo en su eterna lucha por descubrir su identidad.
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Con mirada fija en un horizonte, trataba de no pestañear para no perderme del mensaje que las luces me transmitían, haciéndome de alguna forma, parte integral de la más hermosa puesta en escena jamás antes vista. En más de una ocasión les transmití a mis familiares más cercanos el mensaje que los atardeceres me regalaban, siempre con la constante de las luces, sin mencionar una sola palabra.
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Pero su adultez recalcitrante los llevaba a sólo sonreír con displicencia mientras me acariciaban la cabeza y decían que mi imaginación no tenía límites. ¡Qué equivocados estaban y cuánto se perdían por seguir su ridículo manual del adulto perfecto! Cerraban sus ojos ante lo que yo sabía representaba la muerte sin drama de un día, y la esplendorosa antesala del nacimiento de un nuevo día.
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Desafortunadamente yo también caí progresivamente bajo los influjos de esa grisácea adultez y sus políticas carentes de calidez y de magia. La interacción entre la gran mayoría de adultos nos lleva a una lucha de poderes por tratar de aparentar aquello que no somos, que no entendemos, que no poseemos, que no hemos experimentado, o de aquello que no pretendemos ofrecer en ninguna circunstancia.
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Arrojamos al costal del olvido los sueños tangibles que están al alcance de la mano de casi cualquier niño, permitimos que nuestro mundo se reduzca a meras situaciones de logros materiales, donde la inmadurez nos encierra bajo los dominios de un universo diminuto, con enormes carencias de sentido en nuestras vidas. Es complicado que a un niño emocionalmente sano le represente un conflicto manifestar su amor ante las personas o situaciones que les genera un bienestar. Una porción pequeña de felicidad es suficiente para no caer en el infecundo terreno de la pobreza de espíritu.
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Me gusta pensar que un niño es un profesional en la colocación correcta de las piezas de sus muchos rompecabezas existenciales, ya que, con paciencia, como un maravilloso juego, completan las más entrañables imágenes que definen su autenticidad, y su pasión por la vida, gracias a esa inconmensurable capacidad de asombro por los pequeños grandes detalles.
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En mi actualidad, he logrado reencontrarme en buena medida con el niño que consideraba el jugar como un acto de absoluta seriedad. También reestablecí muchos de los puentes abandonados en el pasado, como observar los atardeceres, las hojas de los árboles, el canto de las aves, las muestras de cariño de las mascotas, y todo gracias a la llegada de mi amado hijo, quien nuevamente me posicionó en el sendero de una vida inundada de color y privilegiada con la esencia de la felicidad y la magia tangible impregnada de sentido.
Wowww es maravilloso, esa dicha de niño llegar a ser adulto con el mismo sueño, el regalo más bello la ilusión de un hijo con fe, fortaleza, valentía, de seguir esa luz en cada atardecer, ya con la experiencia de poder explicar ese mensaje de vida pero lleno de amor hacia ese si lindo hijo un pedazo de ser qué Dios le dió a un ser consiente y maduro para poder darle la luz sin permitir tocar esa oscuridad, con mucho amor, Dios lo bendiga grandemente poeta a UD. Y su pequeño hijo. Gracias por compartir tan bellas expy de vida, con esto digo DIOS VIVE Y EXISTE MUY DENTRO DE UD.
¡Muchas gracias por tus entrañables palabras, queridísima Nicole!
Te mando un abrazo cargado con mi cariño
Que lindo y profundo
¡Muchísimas gracias, querida Thalia! Te mando un fuerte abrazo y mis mejores deseos para esta semana que inicia.