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Me costó más de lo acostumbrado poder conciliar el sueño aquella noche. La velocidad a la que corría mi mente sencillamente impedía poner en orden una serie de ideas, pero principalmente de recuerdos que iban y venían a mí con el ímpetu de un caballo salvaje, quien acometía desbocado los lindes del corral que le arrebataba su tan añorada libertad.

RECOVECOS

Me costó más de lo acostumbrado poder conciliar el sueño aquella noche. La velocidad a la que corría mi mente sencillamente impedía poner en orden una serie de ideas, pero principalmente de recuerdos que iban y venían a mí con el ímpetu de un caballo salvaje, quien acometía desbocado los lindes del corral que le arrebataba su tan añorada libertad.
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Era una de esas noches de junio, ubicada en el mapa entre la frontera de las primeras lluvias, que en teoría representa un bálsamo ante los estragos de las sofocantes temperaturas de los meses de abril y mayo, pero que, en la práctica, solo potencia la fórmula que en su composición conforman esa amalgama de noche, calor y pensamiento activo que dan lugar a la aparición de la versión del insomnio recubierto de ansiedad que tanto detesto.
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Para colmo de males, en uno de mis cada vez menos frecuentes arranques de rabia, ese mediodía había arrojado hacia el piso el único ventilador con el que contaba. El calor me obligó a levantarme para abrir la ventana, cosa que no suelo hacer regularmente para evitar la entrada de algún mosquito invasor, que, sin excepción, pese a contar con un grueso mosquitero, históricamente siempre logra acceder a mi habitación para así empeorar más el escenario.
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Pese a mi creciente malestar, al abrir la ventana sentí como el viento se estrellaba de frente a mi rostro, generando una sensación de alivio, una especie de cachetada amigable que me regresaba a un sitio seguro al cual no visitaba desde hacía tiempo.
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Respiré la acostumbrada fragancia tan característica de mediados de junio, mezcla entre tierra mojada, cerveza, metal oxidado, hierba machacada, y el olor de los frijoles con chipotle y chorizo de Mazamitla, que la vecina guisaba a su esposo religiosamente ya bien entrada la noche. Sobresalían los últimos vestigios del humo de cigarro, que como chimeneas activas en invierno exhalaban de los conductores y sus camiones de transporte de pasajeros y de despacho de materiales, que apenas un par de horas atrás habían emprendido su regreso a casa después de una larga jornada de trabajo.

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Además del antojo inicial por los frijoles con chorizo de Mazamitla, que para mí significaban el néctar de los dioses acompañados con un par de quesadillas y un vaso grande de leche con chocolate. Me vino a la mente la figura de mi padre y de como yo parecía un reflejo en no pocos de sus gustos, de sus mañas y de sus manías. Compartíamos infinidad de gustos y disgustos principalmente por los detalles, como el de sopear un pan con mantequilla sobre una espumosa taza chocolate caliente, mirar con atención los atardeceres, caminar descalzos, y en términos generales, comprometernos a no perder esa capacidad de asombro tan significativa que poseen mayormente los niños.
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Al momento de abrir la ventana, una de las imágenes que cambiaron alegremente mi semblante fue el recuerdo de los expresivos ojos de papá cuando en su mente se estaba fraguando algo. Yo me burlaba de él al decirle que parecían ojos de robot, o que en lugar de ojos, en esos instantes de brillantez, en lugar de ojos parecían platos los que dibujaban la forma de su cara.
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Aprendí desde muy niño a encontrar el momento oportuno para mofarme de la aparición de los ojos caricaturescos de papá, de aquellos desorbitados que anunciaban la maquinación de una reflexión que acompañaría a un proyecto importante para él, con beneficios por lo general para terceros, más que propios.
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Parecía entrar en una especie de trance. Se sentaba en su sofá negro que mamá tanto le rogaba echara a la basura (y que aún conservo como uno de los objetos más valiosos), su cabeza permanecía inmóvil, los dedos pulgar e índice de su mano izquierda jugueteaban con su barbilla, la punta de sus pies no se despegaba del piso, mientras sus piernas parecían rehiletes durante una tarde de viento de febrero de lo mucho que las movía.
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Tal y como cuando papá se preparaba para ir al campo a recoger mazorcas de maíz, su cabeza y corazón se convertían en el costal o la canasta que almacenarían sus numerosos involucramientos altruistas. Siempre me impresionó el grado en cuanto al acomodo que hacía de sus satisfacciones más intensas, pues a diferencia de la enorme mayoría de las personas que yo conocía, esas felicidades se encontraban en la punta de su pirámide cuando los destinatarios de los beneficios eran otros.
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Mi padre era enemigo de las trivialidades cuando se trataba de abordar proyectos que afectaran la calidad de vida de otro ser humano. Él me enseñó la inconmensurable diferencia que existe entre solo ver y observar. Entre oír y escuchar. Entre palpar y percibir. Entre comer y degustar. Entre oler y revolucionar los sentidos gracias a una inhalación capaz de fusionar el pasado y el presente, con la ambiciosa proyección hacia un futuro lo más luminosamente alcanzable.
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Desde hace muchos años, de todas las palabras que conozco, sin lugar a duda, una de mis favoritas, que además me hace reaccionar de manera inmediata al escucharla de alguien ajeno a mis más cercanos círculos sociales, la aprendí de mi padre. Él solía decir con frecuencia: no pongas toda tu atención en lo obvio, aprende a reconocer la importancia que se ubica en los recovecos. Recoveco. Soy consciente de que no se trata de una palabra, que, por su sonoridad, se caracterice por ser ni medianamente estética al oído, incluso su resonancia resulta áspera y fría, y su empleo en el día a día de la gente suele ser casi nulo.
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Yo tenía recién cumplidos los seis años cuando tuve esa primera apertura al identificar aquellos eventos, acciones, e incluso silencios que se generaban desde mi interior. Asociadas con las fuerzas e intenciones, pasivas o activas, conscientes o semiconscientes, luminosas o sombrías, dañinas o enriquecedoras, que marcaban su protagonismo, o en su caso, y más primordial aún, la detección de la falta de él. Fue como si se activara una especie de radar en confabulación indirecta con la presencia de un exterior, que aún en mi actualidad representa ese cúmulo de claroscuros a los que tanto temo y a la vez me veo obligado a vincularme.
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Mi papá solía decir que, en ciertas ocasiones, el impacto de las palabras, usadas como punta de lanza, pretenden enarbolar el estandarte de una idea, cuya repercusión cae en la obligatoriedad de ser buscada, moldeada, adaptada y colocada como la última pieza restante que le otorgaría sentido al grueso de la palabrería. Así como recoveco, otras muchas palabras, como el pico de la bandera de un explorador, posee como único objetivo el ser clavada en la cúspide de una montaña, desde donde su mensaje, dirigido a los terrenos de la introspección del escalador, lo llevarán a alcanzar el éxito de su misión.
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Pese a mi corta edad, ese verano, con mis seis años recién cumplidos, sujeté con fuerza la bandera de la palabra, y más que como un escudo, desde entonces procuro hacer de ella un objeto de conquista. Pero no en la forma de un arma que someta la voluntad y/o la libertad de nadie, sino como una antorcha cuya luz me logre dirigir frente a la puerta principal de mi propia casa, a la cual, desde esa tarde lluviosa me acerco, observo meticulosamente la perilla, y extiendo mi mano para girarla a pesar de tener la certeza de que no hallaré a nadie dentro que me guíe.
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Mi papá me enseñó que esas palabras se convierten en los pilares que dan sentido a la luz y la sombra de más personas de las que imaginamos. Fomentan encontrar el equilibrio, entre el adentro y el afuera y el reconocimiento de lo que por su naturaleza adquiere tintes de protagonismo y de lo que debemos dejar pasar de lado por sus condiciones de chatarra existencial.

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Gracias a la detección de la teoría y práctica de la palabra recoveco, así como de otras seleccionadas que le otorgan estructura y sentido al diccionario de vida de cada ser humano, tanto mi hijo como yo aprendimos a dimensionar el legado proveniente de mi padre cuando, con la mirada en lo alto, confiando en la certeza de que al girar con decisión todas las perillas que abrirán un montón de puertas en nuestro futuro, no impedirá que lo hagamos el resto de su vida, sabiendo que el primer vistazo será el de un engañoso vacío.
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Pero esa imagen desértica no impedirá que sigamos la máxima que establece Antoine de Saint-Exupéry en la voz del principito, al afirmar: “solo con el corazón se puede ver bien; pues lo esencial es invisible a los ojos”.
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Y con ese corazón en la mano, a pesar de los espejismos y de los agrestes paisajes, como ese caballo aprisionado en los lindes del corral de mis sueños más oscuros, seguiremos saltando cada cerca, cayendo con entereza sobre los terrenos de la libertad.

Iván Alatorre Orozco
5-enero-2023

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