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El canto de las palomas, posadas sobre el campanario y los dinteles de la iglesia, rompía con el silencio de aquella cálida madrugada de septiembre. Las luces de los automóviles aparecían ocasionalmente, iluminando el parque donde trataban de dormitar dos vagabundos recostados sobre sus malolientes cartones.

VAGABUNDOS EN LA NOCHE

Por Iván Alatorre Orozco

El canto de las palomas, posadas sobre el campanario y los dinteles de la iglesia, rompía con el silencio de aquella cálida madrugada de septiembre. Las luces de los automóviles aparecían ocasionalmente, iluminando el parque donde trataban de dormitar dos vagabundos recostados sobre sus malolientes cartones. Una ráfaga de viento sopló contra los árboles, haciendo revolotear sus hojas. La tranquilidad de la noche se terminó cuando una polvareda, acompañada por un extraño silbido que emitía el viento, logró despertar al vagabundo más anciano.
– Lo que me faltaba. Apenas que estaba agarrando sueñito. ¡Ese maldito viento es solo el aviso de la lluvia que nos va a empapar igual que la semana pasada!
– Ya cállate viejo, no seas ave de mal agüero. Acuéstate y déjame dormir.
– ¿Ave de mal agüero? ¡Si digo que va a llover es porque sé que así será! No hace falta ser un sabio para eso.
– No quiero discutir, solo cierra tu bocota y agradece que ese vientecito nos hace el favor de refrescarnos la noche -dijo el vagabundo más joven, mientras el silbido del viento incrementaba de intensidad, provocando el sobresalto del anciano.
– Hace un titipuchal de años que no escuchaba ese ruido. Yo era un chamaquito, tenía diez u once años. Mis papás habían muerto en un accidente y para entonces yo vivía con mis abuelos maternos en el rancho. Me acuerdo de que mi abuelita me agarró del brazo y nos metimos en la cocina. Yo ni en cuenta de por qué estaba tan asustada, hasta las manos le temblaban de los nervios que traía. Se le veían los ojos grandotes como platos y tartamudeaba palabras que yo no entendía nada. Le di un abrazo, le acerqué una silla, y después de llevarle un vaso con agua, ya más tranquila, me dijo:
– Para bien la oreja. Este viento no es como los otros.
– Yo lo escucho igual, el viento es siempre el mismo para mí. ¿Qué quieres decir con eso de que es diferente?, siéntate a mi lado. Cierra tus ojitos, respira despacito, y ahora concéntrate en lo que escuchas-

– No escucho voces, pero tienes razón, abuelita. Se escucha como si alguien estuviera tocando una trompeta, pero muy bajito. También escucho sonidos de tambor y otra cosa. ¡Ya sé! Suena como cuando abuelito canta una canción a puros silbiditos.
El vagabundo más joven escuchó en un inicio con paciencia la historia del viejo, pero después de haber perdido totalmente el sueño, dibujó una mueca de molestia en su rostro, y levantando la voz dijo:
– ¿De qué rayos estás hablando? Nada más falta que me digas que el dichoso sonido del viento proviene de uno de los jinetes del apocalipsis que anuncia el fin de los tiempos.
– Búrlate todo lo que quieras, peor para ti si no me haces caso. Mi abuela me dijo que ese sonido que hacía el viento era el aviso de que la muerte se llevaría a varios menos de una hora después de que terminaran los silbidos. Y tuvo la razón. El primero en morir fue mi Duque, el perro labrador que yo tanto quería. Después de un rato, escuchamos gritos de dolor que venían de la casa del mediero, cuando mi abuela y yo fuimos a ver qué pasaba, nos enteramos de que a dos de sus hijos también se los había llevado la huesuda. Cuando regresamos a la casa, mi abuela se empezó a sentir mal, la llevé a su cuarto y le ayudé a recostarse en su cama. Todavía recuerdo, como si fuera ayer, la expresión de su carita que me sonreía y me decía que todo iba a estar bien, y entonces, vi cómo dio su último respiro. Grité para que alguien me ayudara, pero no había nada que se pudiera hacer, en pocos minutos el rostro de mi abuela se puso de ese color azul muerte que he visto en tantas personas.
– ¿Fue tu abuelo el que te cuidó desde entonces? -preguntó el joven con notorio interés-
– Nada de eso, muchacho. Toda la noche buscamos a mi abuelo para avisarle de la tragedia, pero no lo encontramos hasta el día siguiente. En algún momento de esa maldita noche, mientras mi abuelo recorría los maizales, cayó al piso y ahí quedó. Los doctores nos dijeron que había sufrido un infarto fulminante. En total, durante esa hora de pesadilla que jamás olvidaré, junto con mis abuelos, en varias rancherías murieron siete personas, y un montón de animales de granja.
– No puedo negar que tienes una gran imaginación, viejo. La mayoría de las veces, los cuentos de terror que me sueles contar son entretenidos, pero de ahí no pasan. He leído demasiados libros en mi vida como para que me logres realmente asustar. Pero lo cierto es, que nunca fui testigo de este particular sonido del viento. Debo de confesar que ya me lograste asustar.
– Te lo dije, pero no me querías creer.
– Después que murieron tus abuelos. ¿Quién se encargó de cuidarte? Me imagino que tal vez tus abuelos paternos, o algún otro familiar.
– ¡Ay muchacho! Ojalá. Mis abuelos fueron los últimos familiares que tuve. Después me mandaron a un orfanato en el que, en lugar de cuidarnos, nos trataban peor que a los animales, apenas nos daban de comer y casi por cualquier cosa nos daban unas tundas de Jesús Cristo. El resto de mis días de niño, los pasé en orfanatos, en cárceles para menores, y principalmente en la calle. Luego me casé, pero mi mujer y mis hijos, pobrecitos, tuvieron que aguantar mis vicios, mi forma tan violenta de ser. ¿No sé por qué no lo hicieron antes?, pero un día, con toda justicia, me echaron a la calle como el perro que soy hasta el día de hoy.
– Lo siento mucho, viejo. Conozco muy bien esa sensación de perder a todos los que amas de un momento a otro.
– ¿Y tú cómo terminaste en la calle, muchacho?
– ¿Por qué insiste en decirme muchacho? Ya le dije varias veces que tengo casi cincuenta años.
– Ya pues. Lo que se me hace raro es que alguien que habla tan pípirisnais como tú, que se nota a leguas que tuviste una buena educación, haya terminado en la calle, igual de perro como yo y muchos otros desgraciados.
– No me gusta hablar de mi vida, viejo. Déjeme en paz e intente dormir. El sonido de su dichoso viento asesino hace rato que se fue, ya no hay motivo para asustarse.
– No se vale, yo te dije mi historia. Lo mínimo que te toca ahora es contarme la tuya- el vagabundo más joven cerró los ojos, respiró profundamente, y después de un sonido gutural de molestia dijo:
– Usted gana. Mi historia es más simple, y con menos mentiras y fantasías que la suya. Yo trabajaba como profesor de literatura en la Universidad, mi mundo era tal y como lo había soñado desde joven. Al igual que usted, yo también fui hijo único. Si bien mis padres no venían de una familia acomodada. Un buen techo, educación en una escuela decente, comida y vestido, una nutrida biblioteca, que con sus numerosos libros e historias, se convirtieron en los hermanos, primos y amigos que no tuve, así como el amor incondicional de mis padres, marcaron los cimientos para que mi niñez y juventud resultaran como un hermoso viaje sobre un barco navegando en aguas tranquilas.
– ¿Cuál fue entonces el mazo que se encargó de destruir tu maravilloso mundo de cristal, de arcoíris y chocolate?
– Yo soy el que está acostumbrado a escuchar sus historias sin tantas interrupciones. ¡Así que ahora se calla y me deja contarle mi historia de corrido, porque será la primera y última vez que lo haga!
– Ya pues, que genio, mi muy respetado maestrito.
– Pues como usted dice, mi vida marchaba según lo planeado desde niño. Siempre tuve el objetivo de formar una familia como la mía, emular a mi padre en su dedicación y disciplina para trabajar duro, y en la ternura y practicidad de mi madre para convertirse en una artista de la felicidad. Me gradué de la Universidad, e inmediatamente conseguí un empleo como profesor de literatura en una escuela con alumnos de nivel secundaria. Pese a su falta de atención e interés por los libros, logré fomentar en ellos ese amor por las letras que yo desde muy niño, influenciado por mis padres, había descubierto. A los pocos años, fui nombrado el titular del departamento de Filosofía y Letras más joven en la historia de la Universidad. Me casé con la mujer de mis sueños, tuvimos tres hijos maravillosos, dos niños y una niña, que sobrepasaron mis mejores expectativas de vida
El profesor de literatura, vistiendo sucios harapos, con una prominente y sucia barba de meses, detuvo por un momento su relato. Colocó su dedo índice en su boca, indicándole al viejo que no abriera la boca cuando notó que se disponía nuevamente a interrumpirlo. Sacó de la bolsa interior de su saco un cigarro a medio fumar, lo encendió con el último cerillo de la caja que sacó de la bolsa de su pantalón. Lo prendió con manos temblorosas, y no continuó con su historia hasta que se consumió lentamente hasta el último rastro de tabaco.
– Pese a que mis padres ya habían muerto durante esa época, siempre conservé latente el gran ejemplo de vida que me inculcaron con tanto amor desde el primer día. Le confieso que sencillamente me parecía imposible salir de mi camino idílicamente trazado. En mi interior, estaba convencido de que ningún evento, por más dramático que este fuera, lograría afectar los cimientos de mi casi perfecta existencia.
– Entonces, ¿pues qué rayos pasó?, no me deje en ascuas pues -preguntó el viejo sin lograr contenerse, mientras el otrora maestro de Literatura tragaba saliva para evitar se le formara un nudo en la garganta.



– Una mañana lluviosa de junio, después de haber planeado las vacaciones de ensueño en Disneyland, que tanto me pidieron mis hijos, subieron junto con mi esposa al avión que los llevaría a Los Ángeles, California. Yo no alcancé a tomar el mismo vuelo, ya que debía terminar los últimos pendientes del ciclo escolar, por lo que los alcanzaría en Estados Unidos a la mañana siguiente. Lo cierto es que su avión nunca llegó a destino, un desperfecto en el motor ocasionó su desplome en una población llamada Cerritos, a menos de 30 Kilómetros del aeropuerto de Los Ángeles. Cuando vi las noticias en televisión, rogué con toda mi alma que no fuera el avión en el cual viajaba mi familia. Sin embargo, cuando mencionaron la aerolínea y número de vuelo, como un espejo que se destroza en mil pedazos, el proyecto de vida, que creía invencible, sencillamente se desintegró. La desolación que se apoderó de mí en ese instante, hasta el día de hoy, la puedo definir como si un demonio se hubiera instalado en mis entrañas, y me recordara a cada instante, con una risa sardónica, lo poco que valgo y lo risible que era esperar la vida de ensueño que yo daba como un hecho.
– Me imagino que pensaste en suicidarte más de una vez. Lo pregunto porque yo lo intenté en un par de ocasiones después de que mi familia me echó a la calle como el perro que soy y seré. Pero ya no quise que la tercera fuera la vencida. Preferí dejar la fiesta en paz, pues de todas formas la huesuda vendrá por mí en cualquier momento.
– ¿Qué te detuvo a finalmente hacerlo? Antes o después no marca ninguna diferencia.
– Claro que hay una enorme diferencia, maestrito. Una noche solitaria, en este mismo parque, de plano no podía dormir, estuve con el ojo pelón hasta muy entrada la madrugada. Una carretada de hubiera me golpearon como patada de mula una y otra vez dentro de mi cabezota. ¿Y si no se hubiera muerto mi papá cuando yo era un niño? ¿Y si mi mamá no se hubiera enfermado y muerto cuando yo era un chamaquito? ¿Y si hubiera tenido hermanos, tíos o abuelos para no sentirme tan solo? ¿Y si no hubiera sido un imbécil con mi esposa y con mis hijos? ¿Y si no hubiera sido tan de mecha corta? ¿Y si hubiera dejado a tiempo el vicio del alcohol? Esos hubiera me volvieron loco esa noche. Estaba decidido a dejar este mundo. Caminé hasta donde está aquel puente peatonal, subí bien decidido todos los escalones, me trepé a la barandilla del puente peatonal, y un segundo antes, como un rayo de luz, se me metió en la cabeza que si no me mataba, en una de esas, Diosito, en su infinita gracia, en una de esas podía perdonar mi montón de pecados anteriores. No fue ninguna revelación divina, ni bajó un ángel enviado por Dios para que me arrepintiera. Nomás cruzó por mí la idea de esa oportunidad, sin importar lo chiquitita que esta fuera, para que San Pedro, llegado el momento, recibiera órdenes de que me dejaran entrar al cielo. Y fue así como respiré bien profundote, y como si me regresara el alma al cuerpo, me bajé de la barandilla, y decidí seguir aguantando vara.
– Muy bonita su historia, viejo. Pero hay algo que no tiene lógica. ¿Dice que le prometió a Dios, y a usted mismo, solo existir, o con plena convicción, vivir?
– ¡Ah chirrión! ¿Pues que no es lo mismo existir y vivir?
– Por supuesto que no, viejo loco. Si realmente quiere cumplir su palabra con Dios, y buscar, aunque sea la mínima posibilidad de que le permitan entrar a su supuesto cielo, la diferencia entre existir y vivir es monumental. En la primera, lo único de lo que se encarga es de respirar, de medio comer, de medio descansar. En fin, de solo mantenerse con vida, hasta que su dichoso Dios le llegue a perdonar. En la segunda opción, no se trata de solo inflar y desinflar sus pulmones, o de echarle algo a sus tripas para que se peleen entre ellas por una migaja de alimento. Aquí se compromete, con toda su alma, mente y corazón, a dejar de ser el desecho de ser humano en el que se convirtió, para ahora sí, por primera vez en su miserable vida, como lo decía uno de mis hijos, intentar atrapar esas burbujas de felicidad que de repente aparecen, como una luciérnaga en la noche, para entonces darle un sentido a cada uno del resto de sus días.
– Pues mire que tiene razón, maestrito de Literatura. Pero hay un error en su manera de pensar, en su orgullo y sentimiento de superioridad que lo hace quedar muy mal paradito.
– ¿A qué te refieres, viejo hablador?
– Pues el hablador lo será usted. ¿Con qué derecho me puede asegurar que existo y no vivo? Usted no sabe la libertad que hay en mi al no tener ni casa, o trabajo, o cuentas por pagar. El sol me calienta y me da luz de a gratis cada mañana. No tengo que preocuparme por tocar puertas que no me van a abrir. Hay recuerdos que ya no me hacen daño, pues no se me hace muy listo que digamos darle cuerda a cosas que ya pasaron y no se podrán arreglar. La gente me mira con desprecio porque se creen que la de ellos, con sus carros, sus ropas de marca, y sus manos limpias, son la prueba de lo que usted mismo asegura. Cuando no saben que mis piernas me llevan a donde yo quiero, sin necesidad de ningún carro. Que los andrajos que visto no me avergüenzan. Y que mis manos, por más llenas de polvo y tierra que tengan, están mil veces más limpias que las de la mayoría de ellos.
El viejo notó que las nubes se empezaban a oscurecer nuevamente. Sin mostrar su nerviosismo cuando el viento arreció, cuestionó al ex profesor de literatura:
– ¿Cómo está eso que dice del supuesto cielo y mi dichoso Dios? ¿Pues qué usted no cree en la vida después de la muerte, y en Diosito que todo lo ve y casi todo lo perdona, si uno está de veras arrepentido? Para ser usted alguien tan estudiado, se me hace harto difícil imaginar que piense que no hay algo y alguien más grande y poderoso que nosotros. Y lo más raro, que usted hable de la felicidad y del bien vivir tan bonito, y tan clarito, pero que se encuentre igual de jodido que yo, de plano pues no me encaja.
– Hay algo que marca la diferencia entre nosotros, viejo. Tú tienes una pizca de esperanza en el más allá, en ese mundo fantástico de nubes blancas, de maravillosos ángeles que revolotean por los aires, de un Dios amoroso que perdona y abraza, casi sin condiciones. Y principalmente, de ese lugar de ensueño, donde el reencuentro con quienes más amamos se dará y durará una eternidad. No creo que exista nada después de morir. Se acabará la luz, se acabará el dolor y la alegría, se acabará el hoy, el mañana se esfumará, y todo, sencillamente, se convertirá en vacío.
– No respondió mi pregunta de hace rato, y ahora, después de todas las tonterías que me dice, con más ganas se la hago: ¿Por qué no se ha quitado la vida después de que murió su familia? Si no tiene ni esperanza, ni fe en el otro mundo, ¿qué le retiene aquí? Apenas lo conozco desde hace una semana, pero no hace falta ser un genio para darse cuenta de que en sus ojos ya no hay luz. Están tan muertos como los cuerpos de su esposa y de sus hijos.
– Buena pregunta, viejo. Ese mismo cuestionamiento me hago desde que ellos murieron. Te confieso que no tengo una respuesta sólida. Tal vez el desgano me ha obligado a conformarme con ser como un barquito de papel, que navega a la deriva sin control ni preocupación por naufragar en cualquier momento. Tal vez existe una partícula de esperanza en mí que al igual que tú, me impide cerrar la puerta a esa casi imposible oportunidad de verlos nuevamente. Tal vez la esperanza y la fe que te mantienen, para mí significan el peor de mis miedos. No lo sé, tal vez solo soy un cobarde, y ni siquiera tengo el valor para arrojarme de ese puente peatonal o conseguirme una pistola para volarme los sesos.
– Ahora me queda a mí una duda. Me cuenta un cuento en el cual vivía en un rancho con sus abuelos, y luego afirma que jamás conoció a ninguno de ellos. A mí se me hace que usted es solo un viejo mentiroso.
– Bueno, de plano no se le va a usted nada. La verdad es que sí le metí un poquito de mi cosecha. Tiene razón, nunca conocí ni a mi padre o a mis abuelos. Fui hijo único, el todo el mundo solo mi mamá y yo nos teníamos el uno al otro. No nos iba tan mal, ella era muy linda y paciente conmigo, su paciencia y su amor para conmigo eran infinitas, pues yo ya era bastante vaguito desde chiquillo. Nunca necesité a nadie más a mi lado, con ella me sentía completo. Pero como todo lo bueno que ha pasado en mi vida, en un abrir y cerrar de ojos, se fue al diablo cuando ella un día enfermó. Apenas nos alcanzaba para sobrevivir con lo poco que ella ganaba lavando ajeno. Nunca olvidaré el terror que era para mí escucharla y no poder ayudarla. Al menos Diosito se apiadó de ella y se la llevó rápido.
– Lo siento, viejo. Ni siquiera imagino lo que debió haber sido vivir solo, sin la presencia y el amor de ninguno de tus padres, o de cualquier otra persona a tu lado.
– Otra cosa es también muy cierta, maestrito. Ese maldito sonido de trompetas y tambores del viento, sí que lo escuché esa noche, por eso me puse como loco hace rato. La mera verdad, ahora que lo pienso, no me desagradaría que volviera a aparecerse ese viento del demonio, al fin y al cabo, ya no puede matarnos, pues hace muchos años que estamos muertos en vida. Y si decidiera quitarnos, como a mi mamá, el último respiro, creo que nos estaría haciendo un gran favor.
– Por primera vez, en lo que llevamos platicando esta noche, estoy totalmente de acuerdo contigo, viejo. A veces me gustaría que alguien tomara la decisión por mí; o que existiera una pastilla mágica que al tomarla me hiciera olvidar mi pasado. Pero luego me arrepiento, porque antes del accidente de avión, los recuerdos son increíblemente hermosos, y si alguien me los quita, si desaparecieran de mi memoria, sería como un náufrago perdido absolutamente en el vacío. ¿No sé si me entienda, viejo? La verdad es que desde hace años me resulta una tarea casi imposible el lograr ordenar mis pensamientos, lo que quiero y lo que no quiero. Tener, aunque sea una maldita idea para decidir si deseo existir, vivir, o desaparecer.
– ¡Pues que mi maestrito tan atrabancado! ¿En serio no se da cuenta de que navegamos en barcos igualitos, atravesando los mismitos mares y océanos? Su gran problema es que a cada rato avienta el ancla de su barco para que se quede clavada y lo deje en el mismo lugar que tanto odia. Por eso no ha llegado a ningún puerto desde hace tanto tiempo. Yo en cambio, ni ancla tengo en mi barquito, dejo que la corriente me lleve, y ni se imagina el titipuchal de puertos que he conocido.
El más joven de los vagabundos guardó silencio por un par de minutos, sin tener una idea de qué responder. Comprendió por primera vez, que el papel de maestro, de intelectual y dueño de la situación, definitivamente, ya no le correspondía.
Un par de sonidos secos, provenientes de uno de los árboles del parque, llamó la atención de los vagabundos. Se acercaron para reconocer que se trataba de dos palomas muertas.
-No soy nada experto en pájaros, pero que caigan dos palomas muertas de la nada, pues la mera verdad es que nunca lo había visto. ¡Mire, allá cayeron otras! Pues ni que fueran manzanas maduras. Usted que ha leído su montón de libros, ¿tiene idea de qué rayos les está pasando a esas pobres palomitas? – pero el viejo no escuchó ni los pasos o la voz del maestro a su lado. Giró la cabeza y lo miró tirado en el piso. Los ojos del ex maestro de literatura estaban abiertos, su rostro dibujaba una expresión de paz, había agotado el último de sus suspiros, el viento cumplió con su cometido.



Ahora sí agarra tus cosas y vámonos, que el agua ya se vino fuerte.
FIN

Acerca admin

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Un comentario

  1. Cuanta tristeza y melancolía. Que ganas de percibir la libertad del viejo.

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