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Recuerdo que aprendí a distinguir la llegada de la mañana, en su cúmulo de características especiales. Primero con el canto del gallo. Con la vibración y los sonidos que generaban los animales de la granja al despertar.

JUANSI

Por Iván Alatorre Orozco

Recuerdo que aprendí a distinguir la llegada de la mañana, en su cúmulo de características especiales. Primero con el canto del gallo. Con la vibración y los sonidos que generaban los animales de la granja al despertar. Con el olor a café que se colaba en el ambiente. Con la llegada del calor que le permitía a mamá abandonar su posición inamovible durante toda la noche al sentarse sobre mi casa y la de mis hermanitos para resguardarnos del frío, solo durante unos minutos para ir a comer, beber agua y estirar sus patas. Con los primeros rayos de luz del sol que accedían a través de los poros del cascarón, produciendo la ilusión, dentro de mi casa, de una resplandeciente cascada. Y con las inconfundibles voces de los humanos, que en ocasiones transmitían confianza, pero en muchas otras, cuando su tono era agresivo y malhumorado, me alegraba de estar escondido en mi casa, que yo pensaba era un refugio infranqueable.
Disfruto mucho de las mañanas, pero he de confesar, que la llegada de la noche es mi momento favorito. Amo el sonido de los grillos, pues son ellos los encargados de anunciar el arribo de la noche, prolongando su canto durante el resto de la oscuridad, como muestra de respeto a los Dioses que nos cubren a todos con su mágico manto. Las tinieblas que habitan durante esas horas resultan para la mayoría, el momento ideal para descansar, y a la vez para esconderse de los demonios reales, pero principalmente de los creados. Mamá no se aparta ni un segundo del nido, de hecho, dudo que consiga descansar lo mínimo necesario, debido a que escucho con claridad los latidos de su corazón que se aceleran cuando percibe que algún peligro, por más pequeño que este sea, pudiera acechar nuestra integridad.

Para mí, la noche significa la oportunidad de escuchar los sonidos del silencio. Ese conjunto de instantes que me convencían de que, si bien mi casa de cascarón era cómoda y segura, no dejaba de ser insignificante ante las grandezas que me esperaban en el exterior. No niego que la incertidumbre me causaba cierto miedo, pero sobre todas las cosas, la emoción de ser parte de ese fantástico mundo, que ya tenía incrustado en mi cabeza y mi corazón, me daba la fortaleza necesaria para seguir soñando despierto.
Durante las primeras dos semanas, dentro de mi pequeño paraíso, el espacio fue más que suficiente, el acceso al alimento estaba garantizado, y sobre todas las cosas, el amor y la calidez que generaba el cuerpo de mi madre me motivaban a seguir disfrutando de esa entrañable sensación. Se vivía tan bien ahí adentro, que, pese a mi espíritu aventurero por acceder al exterior, en ocasiones deseaba detener el paso del tiempo, para que mi cuerpo dejara de crecer para permanecer así indefinidamente en ese diminuto paraíso particular.
Pero el paso del tiempo es implacable. Después de la segunda semana dentro, dos sucesos importantes tomaron el protagonismo de mi muy corta vida. El primero de ellos fue el factor espacio. Mi cuerpo creció lo suficiente para que mi estadía en casa dejara de ser cómoda. Ya no pude estirarme a mis anchas como lo solía hacer antes. Mis horas de sueño se redujeron, a la par de mi capacidad de asombro para detectar muchos de los detalles, que días atrás, significaban mi mayor motivación.
El segundo evento fue el más extraño. Ya avanzada una noche, después de haber agudizado mis sentidos para disfrutar lo más posible los mensajes provenientes del exterior, y estar a punto de caer en el mundo de los sueños, comencé a escuchar una voz. En un inicio pensé que se trataba del lejano sonido de algún animal, pero progresivamente la voz fue tomando más claridad, hasta darme cuenta de que se trataba de una oración de solo seis palabras, esta se repetía una y otra vez sin descanso: prepárate para vivir o para morir.
No percibí en la voz intenciones de asustarme, o que quisiera intimidarme para que yo perdiera la cordura por una amenaza directa al escuchar esa frase tan impactante. Mi reacción fue más la de estar escuchando una advertencia de alguien que se interesaba por mi supervivencia. No me generó ese miedo que suele inmovilizar los sentidos. Al contrario, comprendí que el significado de esas seis palabras representaba la posibilidad de dimensionar el arribo de un evento dramático, en el cual mi vida o mi muerte, estaban en juego.
-Hola. ¿Quién eres? ¿Por qué no paras de repetir ese mensaje tan inquietante? -preguntó Juansi sin recibir respuesta.
-No te tengo miedo. Tampoco estoy enojado contigo, solo quiero que me expliques por qué está en riesgo mi vida, y principalmente, te pido de favor me digas qué debo hacer para prepararme cuando llegue ese momento, que repites como si fueras un perico- Juansi, de nueva cuenta no obtuvo respuesta alguna. La voz enmudeció por esa noche. Regresaría a la misma hora las dos siguientes noches, sin responder a las preguntas de Juansi, diciendo con frialdad las mismas seis palabras: prepárate para vivir o para morir.
Me extrañó que mi mamá no reaccionara ante la presencia de una voz tan evidente. Ella hacía notar su presencia ante el menor motivo de riesgo, cacaraqueando a todo pulmón su amenaza de atacar a todo aquel (incluyendo a los humanos) que se atreviera a cruzar sus fronteras de control. Fue entonces que comprendí que solamente yo era capaz de oír a la voz.
A partir de esa noche, la tranquilidad y la certeza de que mi salida al mundo sería como una gran fiesta de bienvenida, sencillamente se esfumó. Mi mente comenzó a correr a mil por hora cuando una avalancha de preguntas sin respuesta puso en peligro aquel evento que yo consideraba un mero trámite.

No volví a escuchar la voz. Pero su mensaje se quedó como un zumbido permanente que taladró mis pensamientos. Durante un par de días fue poco el alimento que ingerí, y el deseo por esconder mi crecido cuerpo en el interior de mi ovalada residencia se transformó en una prioridad muy poco efectiva. Por primera vez supe lo que era tener no solamente miedo, sino terror ante la posibilidad de dejar de existir de un segundo a otro.
Estaba perdiendo el control de mí mismo. Una noche me resultó imposible mantener la calma. La idea de que en cualquier momento la muerte me arrastraría hacia sus dominios, detonó algo en mí. Prometí que no me permitiría pasar una noche más con esa angustia interminable que se incrustaba progresivamente en mi mente.
El mayor de mis miedos no era la muerte en sí. Entendía que sería algo similar a quedarme dormido. Lo que realmente me aterraba, era morir dentro de mi casa de cascarón, sin tener la oportunidad de al menos ser testigo de las maravillas que imaginaba existían afuera, en el mundo grande. En el mundo donde mi corazón latería al ritmo de la fascinación con la que los animales de la granja gritaban de sol a sol, sus aventuras y desventuras con el mismo nivel de protagonismo.
Anhelaba eso para mí, no era mucho pedir un solo día donde mis ojos estuvieran abiertos para que mi alma rebosara de alegría al sentirse parte de ese mundo grande, de ese mundo de fantasía, y al mismo tiempo, de ese mundo pletórico de realidad.
Sin planeación alguna, y con la preocupación de mi mamá que no comprendía lo que su polluelo hacía, con todas mis fuerzas, cerré mis ojos, apreté las patas, comencé a picotear y patear el cascarón con la certeza de que no habría un mañana. Me sorprendió que la suave textura de las paredes de mi casa fuera tan resistentes. Ni con la mayor de mis arremetidas logré siquiera desfigurar el refugio, que parecía ser, se convertiría en tumba.

Después de un tiempo dejé de luchar. Mi respiración agitada y la debilidad de mi cuerpo me obligaron a detenerme. Las voces en mi interior no cesaban de pelear. Por un lado, estaba aquella que aseguraba lo inútil de mi esfuerzo, al señalarme que tanto yo, como mis arremetidas en contra del cascarón, eran tan ridículas como pretender destruir una roca desde sus entrañas.
Otra voz, mucho más paternal, intentaba hacerme entrar en razón al afirmar que toda esa colección acumulada de miedos, era solo producto de mi imaginación. Me relató a detalle, cómo de una noche a otra, yo había sustituido una vida luminosa, basada en la apertura de los sentidos, que potenciaban a esa gran sensibilidad que me caracteriza, por un mundo sombrío y fatalista que me debilitaba y hacía perder la real dimensión de la maravillosa actitud con la cual había llevado mi proceso. Me invitaba a reflexionar sobre la inutilidad de mis miedos, cuando se interpuso la tercera y última voz, que, con tono autoritario, más que sugerir, me ordenó lo siguiente:

  • ¿En verdad vas a creer toda esa sarta de mentiras? Si pensabas que el mundo de afuera sería del color de rosa que creaste en tu mente desde el primero de tus días, estás extremadamente fuera de la realidad. En el exterior de esta delgada superficie, que por error consideras infranqueable, y por romanticismo te atreves a llamar “hogar”, existe un campo de batalla que forma parte de una guerra que se desarrolla desde el inicio de los tiempos, cuya naturaleza destructiva no se ha modificado un ápice en el pasado, ni de broma lo ha hecho en la actualidad, y por supuesto, no cambiará en su esencia en el futuro, hasta que un día, irremediablemente, solo quedarán las cenizas de todo aquello que pudo poseer la gracia, la belleza, la trascendencia y el sentido.
    Después de escuchar a sus tres voces internas, mi pequeño corazón parecía querer salir de mi pecho, a cada latido le acompañó un nuevo picotazo o patada, cada vez más debilitadas por el esfuerzo de más de una hora de lucha. Entonces reflexioné y cesé en mis pretensiones por salir. Mi mente se convirtió en un hervidero de confusión. Tras varios intentos por salir, acompañados por sus posteriores estados de parálisis, sucedió lo impensable. Con el último silencio noté que mi mamá cacaraqueaba sin parar, más con extremo enojo que con preocupación. Durante esos quince días, mamá se dedicó a empollar y proteger, a capa y espada, a sus nueve hijos. Hasta ese momento, mamá jamás tuvo comunicación con ninguno de los nueve. No era necesario, de alguna forma, su vínculo no requería de una voz para tener una idea general de lo que se desarrollaba en nuestros cuerpos y mentes.
    Fue así como, por primera vez, desde el inicio del empollamiento, levantó con contundencia su voz, dirigiéndola directamente hacia mí, y diciendo el nombre que yo mismo desconocía era el mío, dijo:
  • ¡Deja de golpear, Juansi!, ¡Todavía no es tiempo de que salgas!
    Mis oídos no daban crédito a lo que escuchaban. Mamá no solamente cacaraqueaba desaforadamente sonidos inentendibles para mí cuando alguien se acercaba hacia ella, ya fuera con buenas o malas intenciones. Lo que más me impresionó, fue saber que yo, un pequeño e insignificante polluelo en gestación, tenía su propio nombre. Una sonrisa afloró en mí cuando escuché el nombre. Mucho más aún sabiendo de quién provenía. En verdad que el nombre de Juansi no me desagradaba en absoluto. Pero la sonrisa se difuminó poco a poco cuando la voz de mamá, al mismo tiempo cálida y enérgica, se cruzó con la mía en nuestro primer diálogo:
  • ¿Te volviste loco, o por qué reaccionas así polluelo del infierno?
    -Tú no entiendes mamá, tengo que salir antes de que sea demasiado tarde. No quiero morirme aquí dentro sin al menos haber visto el mundo de afuera.
  • ¿Todo este escándalo por el mundo de afuera? ¿Acaso no puedes esperar menos de una semana para regodearte en tu muy amado afuera? ¿Es tan desagradable vivir dentro de tu casa de cascarón, sabiéndote protegido por mí?
  • Pero mamá, no conoces toda la historia.
  • Esa voz que escuchaste solo desea divertirse con la angustia y el dolor ajeno.
  • ¿Estabas enterada de la existencia de esa voz y no me dijiste nada?
  • Pues por supuesto que sabía de ella, todos la escuchamos pocos días antes de romper el cascarón. La enorme mayoría ni caso le hacemos, al ignorarla se pasa de largo e intenta cumplir su cometido con la próxima posible víctima.
  • ¿Y por qué a mí me está volviendo loco? ¿Entonces soy más débil y tonto que la mayoría por haberle permitido entrar en mi cabeza?
  • No eres ni débil, y definitivamente no eres nada tonto, mi muy amado Juansi. Eres diferente del resto, debido a tu enorme capacidad para deslumbrarte por las cosas bellas de la vida, aun sin haber salido al mundo exterior. Pero esa sensibilidad única que posees se convierte en una bendición, o en el peor de los tormentos, dependiendo de tu habilidad para diferenciar una de la otra.
  • No sé cómo controlar a las voces que viven en mi cabeza. Unas me dicen que no sobreviviré afuera. Otras me enseñan a saber admirar los detalles más hermosos. Otras me convencen de que no vale la pena luchar ante un mundo que me espera para devorarme. Y hay las que me impulsan y motivan para tener el valor y la inteligencia de enfrentar lo que se me presente en el futuro. ¿Cómo puedo saber cuál de todas tiene la razón?
  • Todas esas voces tienen una parte de verdad y otra de mentira. Siempre contarás con mi consejo y con mi cariño incondicional, pero precisamente por ese cariño que te tengo, no debo inmiscuirme en todas las decisiones que tomarás en el futuro. No te conviertas en esclavo de las voces, ni de las interiores o las que provengan de otros animales. Nada en este mundo es totalmente luz o sombra. Cuando entiendas esto, sin importar cuántas veces caigas o sientas que el sufrimiento se apodera de ti, tu alma y tu mente serán libres. Ahora a dormir, que esto de empollar y velar por su seguridad no es nada fácil.
    Mamá tuvo razón. Mis voces internas no dejaron de molestarme, sin embargo, por primera vez en días, las mandé a volar, las ignoré y progresivamente dejaron de ser un fastidio. No puedo afirmar que esa noche dormí a pata suelta, porque apenas mi cuerpo cabía en ese ovalado espacio, pero les aseguro que descansé igual o mejor que en mis primeros días.
    Era una noche cálida cuando se cumplió la tercera semana. Mamá nos avisó a todos que era el momento de salir. Con más entusiasmo que ansiedad, fui yo el primero en romper las paredes de cascarón. ¡Vaya sensación de grandeza viví al desquebrajar las paredes de mi casa! Después de un rato, vigilado y protegido bajo la mirada de mamá, la casa se abrió desde el centro, dejándola en dos piezas. Salí arrastrándome, la humedad de mi cuerpo, en contacto con el viento del nuevo mundo, resultó ser una caricia, una entrañable bienvenida.
    Mamá limpió mi cuerpo con delicados picotazos, y aunque no pude abrir los ojos después de un tiempo, el resto de mis sentidos confirmaron la grandeza con la que mi libertad se fundía en el mundo que atinadamente imaginé durante mis primeros 14 días de vida.
    A veces, cuando el revolucionado mundo en el que me muevo es demasiado para mi control, extraño la paz que se encontraba en mi casa de cascarón.
    Mamá ya no vive para resguardarme bajo su manto de amor y sabiduría. Extraño tanto sus cacareos que proyectaban autoridad, sus regaños cuando mis numerosas travesuras la sacaban de quicio, su paciencia para responder mis inagotables preguntas, y principalmente, extraño las caricias, esas que con su pico me decían, sin palabras, que todo estaría bien, sin importar la violencia con la que alguna de mis voces me pretendía arrastrar hacia los terrenos más sombríos de mi alma.

24-agosto-2022

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