Las explosiones del 22 de abril de 1992 causaron una herida violenta a Guadalajara, hoy quedan algunos sobrevivientes y el recuerdo que atormentó a cientos de niños, su mundo persiste en la memoria como un infierno en pausa
A los que desde el centro de la tierra nos prestan su voz
Por Rita Vega
Hermoso poema, querida Maruxa, cobija los temores infantiles que se asoman por la noche.
¿Por qué temerle a la luna? Ella solitaria en la inmensidad de la nada oscura, se impone luminosa y cálida.
Más temo del sol que ciega que de la luna que ilumina, sí, sus luces son distintas, el sol a nada deja lugar y la luna alumbra lo preciso.
La luna ha sido mi eterna compañera, me ha enjugado las lágrimas, me ha dado inspiración, me ha alumbrado el alma.
Los niños acongojados que se confiesan a la luna, despiertan con el color brillante de la gallardía.
La luna viene cantando la canción que todos una vez escuchamos, qué pena haberla perdido, qué dicha recordarla con tu voz profunda.
Tu poema es del 2014, ¿qué tragedia aconteció aquella vez en España?
Aquí, en Guadalajara, México, en abril 22 de 1992 ocurrió un desastre sin precedentes, una masacre maquinada por la indiferencia del gobierno, una explosión de aproximadamente quince kilómetros de ciudad. El saldo fue miles de heridos y cientos de muertos, más, inimaginablemente más de los que la administración dio por sentado.
Casas que nunca más volvimos a habitar, desaparecieron en minutos. Fue un derrame de gasolina que tenía tiempo filtrándose, haciéndose un afluente enorme que “nadie veía”. Días antes el agua olía mal, a putridez, los animales como ratas y cucarachas escapaban del drenaje que también olía raro, mi abuela se las ingeniaba con bolas de periódicos para cerrar todos los orificios que eran salida de tuberías.
Esa mañana de vacaciones de semana santa, era un miércoles, mi mamá renegaba con mi hermana menor para que fuera al mandado al mercado. No fue.
Pasaron apenas unos segundos y nos sobrecogió un ruido ensordecedor que nos cubrió con espesas nubes de polvo. Luego se hizo el silencio, al final una orquesta de llantos. Mi casa estaba partida por la mitad, por intuición o vaya a saber qué, corrimos al patio trasero, ahí estaba mi abuela como gallina protegiendo a sus polluelos.
Los perros no dejaban de ladrar, no se podía abrir la puerta de entrada, estaba enterrada entre montañas de tierra y escombros. La curiosidad me hizo subir a la azotea y entre la destrucción me hice paso hasta llegar al filo de un abismo. Eran casas antiguas, de paredes altas, otros cinco o seis metros hacia abajo quedaron después de explotar los enormes conductos del drenaje .
Gente buscando a alguien con lágrimas en los ojos vacíos y abiertos, yo tenía el susto de haber presenciado el fin del mundo, eso pensé, que éramos sobrevivientes del apocalipsis, que no había quedado nada más que nosotros.
Vi que una vecina se había alzado a lo que quedaba de la parte superior de un techo, eran sus piernas inertes. Las personas arañaban la tierra con la esperanza de encontrar a sus familiares. Mi madre no era la excepción, sabía que debíamos salir de ahí y como una heroína derribó con herramientas y voluntad la puerta de entrada.
Mis ojos fueron testigos de la sangre derramada por todas partes, en la esquina de la cuadra había una camioneta que hacía de contenedor de cadáveres, a pocos metros otra se encontraba sepultada, solamente se veía una turbia mancha hemática, supongo que llevaba a alguien.
Autobuses, carros, bicicletas, motos, viandantes de todas las edades, todos ellos volaron no sé a cuántos metros arriba para terminar estrellados en las ruinas.
Costó trabajo sacar a mi hermana, ya no podía caminar bien, salimos de entre dunas y hundimientos de arena y devastación.
Mi mamá dijo que nos fuéramos a la casa de su madre, le pregunté cuándo volveríamos y no respondió, estaba sacando los canarios de una jaula grande.
Me eché a mi rata y ratón a los hombros, y después de “salir” del infierno me percaté a unas cuantas calles que el resto reposaba relativamente normal.
Eso sí, los vecinos salían de sus casas, una mujer me ofreció un pedazo de pan para el susto, no lo rechacé, fue como si no lo viera.
Se oían sirenas de todos los cuerpos de emergencia, el tráfico se acrecentó y eso que no sabían a dónde ir.
Llegamos a la casa de mi abuela Toña, la vi a ella y otros familiares sentados y parados llorando alrededor de la televisión. Me derrumbé, le conté que me estallaba el pecho, que no podía respirar, mi abuela Rita, por otro lado, daba explicaciones de lo acontecido, después la primera me dio una pastilla que me quitó el dolor, incontables veces pensé que me salvó la vida.
Mi mamá se quedó esperando en la desolación, mi hermano mayor repartía medicinas en bicicleta en la farmacia del compadre Miguel, a no muchos metros de distancia, de mi papá no se sabía tampoco nada. Milagrosamente sobrevivieron, recuperaron lo que pudieron, a mí lo que más me pesó, fueron los libros.
Lloré, lloré durante mucho tiempo, a veces sigo llorando, me arrebataron el único lugar que he considerado hogar, ahí sufrí penurias pero también fui feliz. A menudo sueño con las paredes que me vieron crecer, peleando con mi hermana, esperando a mi papá para comer, escuchando los regaños de mi abuela, recibiendo el abrazo de mi madre, escuchando a mis hermanos correr contentos, sé que voy a volver.
Fue el día más largo de toda mi vida, se prolongó más o menos un año, hasta que mis padres consiguieron una casa encerrada, sin patios, así que la azotea se volvió la ventana al universo.
Me di cuenta también que la familia no es familia, que, como dicen, el muerto y el arrimado a los tres días apestan.
Los cuerpos cercenados, enterrados en esos escombros sin fin se fueron sepultando con las inundaciones de las primeras lluvias del temporal, se hizo un pestilente río aglomerado de muerte. Metieron con presteza máquinas pesadas para dar fin a la tortura de vivos y muertos, el gobierno necesitaba dar respuestas ya.
Hubo quienes jamás reclamaron a sus allegados, afortunada o desgraciadamente quedaron juntos en silencio. Los muertos no dicen nada.
Maru, mira cómo son las cosas, tu poema de la luna me ha hecho relatar parte de mi historia.
Las lágrimas estuvieron a punto de detonar sin embargo les dio la gana quedarse a la mitad de la garganta.
Vuelvo a leer y reflexionar sobre tu poema 3, Soy feliz.
Soy feliz de encontrarme en una voz, la tuya.
Soy feliz de cansarme caminando herida pero andando.
Soy feliz de leerte y sentirme nutrida.
Soy feliz de llorar hasta quedar rendida, ¡qué bueno que todo tiene fin!
Soy feliz en la alegría remota que me acaricia cuando estoy dormida.
Soy feliz de tu felicidad genuina.
Soy feliz de ti y de mí, juntas.
Volví a recordar ese día otra vez a través de este maravilloso escrito!!!