(A mi hijo Gael)
Por Iván Alatorre Orozco
Él me enseñó que sin importar los bienes materiales que tengamos, todos somos ricos, pero muy pocos lo sabemos.
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Él me enseñó que un grito o un golpe es mucho más ruidoso que un beso o que una caricia; pero también me enseñó que por cada acto de violencia sobresalen millones de muestras de amor que cada día moldean y nutren la existencia de la felicidad.
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Él me enseñó que el atreverse a ser feliz es un acto de rebeldía.
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Él me enseñó con su llegada que la historia de mi vida ha sido la acumulación de victorias ganadas a la oscuridad, pero más importante aún, ha sido el aprendizaje posterior a cada caída, de cada lágrima derramada, de cada herida cicatrizada, del orgullo por haberme sido fiel a mí mismo después de décadas en las cuales seguí, como un autómata, las sombras que otros generaban para que yo perdiera la esperanza en un mañana diferente, uno en el que reinará la realidad y se cristalizará finalmente el aniquilamiento de los numerosos fantasmas invasores de mi pasado
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Él me enseñó que la esencia de mi futuro inmediato será el resultado de mis acciones y de mis omisiones, mías, y de absolutamente nadie más.
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Él me enseñó que pueden despojarme de mi libertad física, pero que si soy consciente de mi propio ser, nadie será capaz de arrebatarme la libertad que habita en mi mente y en mi corazón.
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Él me enseñó que se puede amar a alguien y tener la maravillosa idea de decírselo.
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Él me enseñó que pese a haber caminado ciego, sin darme cuenta, siempre orbitó una estrella sobre mis hombros.
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Él me enseñó que durante muchos años, mi falta de amor propio le pidió a quien no me hacía daño que no me lastimara, y a quien me atacaba sistemáticamente, jamás le pidió nada.
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Él me enseñó a dejar de ser el eterno pasajero para convertirme en el conductor del vehículo de mi vida.
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Él me enseñó a mover montañas, a obligarme a desvincularme de aquellos que se decían ser mis amigos y familia, a revolucionar la percepción de mis mañanas y mis noches, a ser consciente de la existencia de nuevos y mejores mundos, a reprimirme lo menos posible cuando todo lo anterior me aplasta y a convencerme de que por él, y principalmente por mí, vale la pena seguir luchando y nadar en contra de la corriente.
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Él me enseñó que independientemente de mis circunstancias, soy el diseñador y el constructor de mi propio infierno o paraíso a la medida.
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Él me enseñó que no soy débil por necesitar de su gracia para lograr así encontrarme a mí mismo.
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Él me enseñó que a veces es necesario recostarme en el piso, cerrar con fuerza mis ojos, reencontrarme con esa oscuridad que sí es mi aliada, blindar cualquier recoveco a través del cual puedan ingresar las sombras que pretenden fracturar la esperanza, y sencillamente, sin pensarlo, obligarme a ser consciente del canto de mi corazón y la proeza de mis respiros.
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Él me enseñó que cuando lo observo dormir a mi lado, no necesito nada y a nadie más en mi mundo para ser feliz.
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Él me enseñó a esperar, a priorizar mis necesidades, a no desbocarme al perseguir mis sueños y a no pensar que es normal dejar mi puerta abierta para que entre el sufrimiento cada vez que se le dé la gana.
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Él me enseñó que muy pocos notarán mi ausencia al momento de partir a otro sitio; todavía menos serán aquellos que seguirán siendo parte vital de mi pasado y presente, y lo más importante, que seguramente encontraré a personas que notarán mi presencia al habitar una nueva geografía, ese que se convertirá también un nuevo hogar.
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Él me enseñó que en mi actualidad es él ese pilar que sostiene mi vida, pero que pronto, llegará el momento para complementar mi propia estructura, y retomar la edificación de los nuevos cimientos y pilares que se unirán a los de otras personas.
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Él me enseñó que las interminables noches, apoyado sobre mi almohada, dando vueltas sobre mi cama, derramando lágrimas que no justificaban su torrente y su existir, fueron una terrible pérdida de hidratación.
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Él me enseñó a decidir dejar atrás a todos aquellos quienes me impedían avanzar, a vestirme con nuevas ropas, a salir y exponerme sin miedo a que la lluvia las moje, a comenzar de nuevo una y mil veces, sin dejar que me intimiden los relámpagos o los truenos, a cambiar lo que siento y lo que pienso, incluso aun, conociendo del poder destructivo del rayo.
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Él me enseñó que son más fuertes en mí, mucho más que mis incontables defectos, las dos o tres virtudes que me acompañan permanentemente.
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Él me enseñó tener la paciencia necesaria para buscar y encontrar las migas de pan que el viento sacó del camino del bosque de mi vida.
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Él me enseñó que hay quienes ostentan ante los demás ser una especie de semidiós, sin nunca haber cargado ningún tipo de cruz.
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Él me enseñó lo absurdo que resulta seguir exactamente el mismo camino por el cual ha andado mi rebaño.
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Él me enseñó a darme cuenta de los diferentes métodos de manipulación que el rebaño es capaz de utilizar para que ninguno de sus integrantes salga del camino asignado, así como el alto grado de violencia ante aquel que osa cuestionar o escapar de la manada.
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Él me enseñó que yo puedo seguir el camino que más me acerque a mi propia felicidad.
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Él me enseñó a comprender que mi papel como padre es el de guiarlo, de fomentar en él la confianza y la sabiduría para que busque, se pierda y encuentre sus propios caminos.
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Él me enseñó que las cicatrices que marcan la superficie de un corazón, son como las líneas que trazan la llegada a la X en el mapa de la verdadera felicidad.
1-abril-2022