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Él me enseñó que mis ojos, además de ser abismos, son también puentes.

ÉL ME ENSEÑÓ VI

Por Iván Alatorre Orozco

(A mi hijo Gael)

Él me enseñó que mis ojos, además de ser abismos, son también puentes.
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Él me enseñó a descifrar la fórmula que me separaba de los demás, para así, no sentirme jamás totalmente solo.
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Él me enseñó que en ocasiones, incluso los fantasmas son necesarios para no quedarse solo.
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Él me enseñó que para liberarme de mí mismo, comprender que lo lejano, lo muy remoto, lo realmente distante, lo encontré en mi sangre.
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Él me enseñó que el dramatismo y la crudeza de la vida debilitan mis ojos, pero no los ciega.
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Él me enseñó lo ridículo de haber pensado que yo era monopolizador del sufrimiento y el dolor.
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Él me enseñó que la mugre, alejándola de la mugre, sigue siendo mugre.
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Él me enseñó a no perder detalle de la aparición de esas sonrisas únicas que iluminan una habitación, un día y una vida. A tatuarla en mi alma y jurarme tener la vocación de promoverla hacia aquellos que deseen ser también testigos de su grandeza.
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Él me enseñó que la convivencia entre la felicidad y las lágrimas amargas no solo es posible, sino necesaria.
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Él me enseñó que caminar en línea recta puede reducir la distancia entre dos puntos, pero que al mismo tiempo, también acorta la posibilidad de enriquecer mi vida.
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Él me enseñó que para amar no se necesita un manual.
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Él me enseñó a volverme aliado de la noche, a evitar cavar más trincheras apuntaladas con el odio y el miedo que solo lograban desfigurar mi propio rostro.
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Él me enseñó que me fascina que me fascine tocar la perilla que abre las puertas de la felicidad.
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Él me enseñó que la mitad de la población espera con ansias el poder dar un abrazo, y la otra mitad está esperando por recibirlo.
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Él me enseñó a observar con paciencia el vuelo de las aves, a ser testigo de la extensión de sus alas, a incorporar en mi diccionario de vida su definición de libertad, y a comprender que en el cielo es imposible la construcción de muros y fronteras.
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Él me enseñó a perdonarme a mí mismo y a los demás, a caminar sin obligar a detenerme para mirar detrás de mi hombro. ¡Vaya sensación de libertad el saber que puedo vivir sin enemigos!
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Él me enseñó a recordar lo cómoda, blanda y acogedora que puede llegar a ser mi almohada.
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Él me enseñó a vivir de instante en instante, a través de los detalles más minúsculos, en el espacio existente entre cada inhalación y cada exhalación.
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Él me enseñó a no pedir aquello que yo mismo soy capaz de alcanzar.

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Él me enseñó que es un desperdicio nacer y perder la vocación de vivir con contundencia, a descubrir que el capital más trascendental con el que cuento es el tiempo, y a convencerme de que mi corazón posee la capacidad de generar y proyectar más amor del que nunca hubiera creído.
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Él me enseñó que uno de los objetivos por el que vine a este mundo, fue para mantener los ojos bien abiertos, para mirar la belleza y ser testigo de las diferentes formas que adquiere el amor; pero no menos importante, estoy aquí para dar constancia de las penurias, de las injusticias, de la destrucción que como una avalancha provoca el ego individual y colectivo; estoy aquí para observar con ojos desorbitados los grandes detalles impregnados de dolor, esos que evitamos ver de manera consciente, porque aprendí que caminar y caer está permitido, pero levantarse del suelo es una obligación.

13-marzo-2022

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