Por Iván Alatorre Orozco
No fueron pocas las ocasiones en las cuales me tildaron de ser un niño amargado y raro por mi negativa a tener a una mascota. La verdad es que, hasta mis once años de edad, contar con un perro, al cual debía esclavizarme para alimentar, asear, pasear y encargarme de limpiar sus excrementos, no era algo que me emocionara en absoluto.
En un principio, varios de mis hermanos le dieron entrada triunfal a la familia a la nueva mascota, se trataba de un cachorro de raza Chow Chow, de gran melena anaranjada y con una lengua morada que yo jamás había visto antes en animal alguno.
Por varios meses, Suki fue el miembro más popular de la casa, mis hermanos se turnaban para acariciarlo, llevarle de comer, abrazarlo y sacarlo a pasear al parque, mientras que a mi hermano menor y a mí nos dejaron la no muy agradable tarea de limpiar las gracias que dejaba al por mayor en la azotea.
La llegada del peludo inquilino la percibí como una invasión, ya que él se instalaría en la azotea como su nuevo hábitat. La impotencia se apoderó de mi joven corazón porque la azotea era el único reducto con el cual contaba en casa para mí solo, era el único sitio que me acogía para así lograr alejarme del intenso ruido y de los demonios que habitaban hasta el último recoveco de la casa solo unos metros debajo de mis pies.
Antes de que apareciera Suki en mi mundo, yo solía subir a la azotea y recostarme sobre un cartón, cerraba mis ojos y escuchaba el sonido de las gargantas metálicas de los carros y camiones que transitaban en la calle; al observar el cielo, aprendí la frecuencia con la que los aviones surcaban las alturas; escuchaba los murmullos de la gente cuando platicaban en las banquetas, pero principalmente, esperaba con ansias la llegada de cada atardecer.
Cada atardecer, significaba para mí la oportunidad de transportarme a un universo paralelo, uno en el que no existía el sufrimiento, donde mi costumbre de pensar diferente no era acallada, ridiculizada e incluso penada por aquellos que no se abrían a tratar de comprender al mundo y a la vida de una manera contraria a la suya.
Durante los menos de diez minutos que suelen tardar los atardeceres, en su combinación de colores anaranjados, rojos, amarillos y morados, yo sentía como sí se abriera una especie de portal que engullía toda la oscuridad de mi mundo y la transformaba en una obra de arte capaz de sanar las más profundas heridas.
Al observar fijamente los atardeceres, sin pestañear, yo dejaba de percibir la existencia del arriba con el abajo, el escenario formaba parte de un todo multicolor, como si se tratara de uno de los atardeceres en un cuadro de Vincent Van Gogh, donde yo estaba incluido como uno más de los protagonistas.
Para el niño que fui, en esa época específica de mi vida, compartir la azotea, aún con una mascota, significaba la posibilidad de una gran pérdida. Afortunadamente, con el paso de las semanas, la presencia de Suki en mi refugio dejó de resultar una invasión.
Llegó el momento en el cual mis hermanos, fieles seguidores al pie de la letra de su modus operandi, se despojaron con cierta rapidez de la moda por brindarle atención al pequeño peludo de lengua morada, su breve afecto, como la fecha de caducidad de un yogurt, había cumplido su fecha límite. Progresivamente dejaron de llevarlo a pasear al parque, de abrazarlo, de acariciarlo, de hablarle en un tono meloso, de cambiarle el agua para beber e incluso de alimentarlo como correspondía.
No fue difícil para mí ser testigo de la tristeza de Suki, para aquellos que se detenían observarlos, los ojos de Suki eran tan transparentes que no fui capaz de desentenderme de sus necesidades. Su agua y comida la encontró nuevamente en tiempo y forma, lo sacaba a pasear con cierta frecuencia y de vez en cuando le daba una que otra caricia.
A pesar de que nuestro vínculo aún no era mayúsculo, comenzamos a pasar más tiempo juntos, ya no me representaba un malestar el tener que compartir junto a él tanto la azotea como los atardeceres. Suki se solía echar a mi lado y se acurrucaba sobre mí durante la aparición de los atardeceres. Su tristeza se fue diluyendo mientras más atardeceres sumábamos juntos, la llegada de los colores anaranjados, rojos, amarillos y morados, como bálsamo para las heridas, fueron el detonante que se encargó de volvernos amigos.
Suki y yo pasábamos cada vez más tiempo juntos en la azotea, cuando él creció, gano fuerza, pero sobre todo, una extraordinaria agilidad que me llegaba a asustar sobremanera al observarlo cómo corría sobre la extensa, pero muy baja barda que circundaba la azotea. Brincaba de un extremo a otro, cayendo con tal exactitud en la zona correcta, que más que un perro, semejaba a una cabra del Himalaya saltando de una roca a otra con miles de metros que lo esperaban a una muerte segura en caso de que se diera un pequeño resbalón.
La maestría con la que se movía sobre esa barda perimetral de solo 25cm de ancho era tal, que un día aprendí que el universo conocido de Suki, dentro de la superficie de esa azotea, significaba más que un piso de cemento y una alargada red de tubería de agua sostenida por ladrillos. Ese sitio, era su territorio, y nuestro refugio compartido.
Cada vez me encariñaba más y más del pequeño melenudo, los atardeceres, así como el tiempo de calidad que compartíamos juntos, se encargaron de estrechar nuestra conexión. Un día me di cuenta que por primera vez en mi vida, confiaba en alguien con los ojos cerrados, puedo asegurarles que Suki entendía mis palabras y el sentir que ellas transmitían. Ya fuera cuando llegaba de la escuela, después de haber tenido un mal día, o cuando la oscuridad de los pisos de la casa de abajo ejercía su dominio, la azotea potenciaba su bálsamo sanador gracias a los ladridos, sus saltos y la forma como se acurrucaba conmigo.
Suki me enseñó el valor de la fidelidad, de la transparencia total de sentimientos, junto a él, el tiempo transcurría a una velocidad diferente, ya no necesitaba más de mirar el reloj para salir corriendo de algún compromiso social con personas que no me significaban prácticamente nada. Con ningún integrante de mi familia logré construir una relación en la que existiera un respeto tan entrañable como el que teníamos Suki y yo, con él no existían los reclamos, la violencia, no se condicionaba el cariño o se premiaba el gandallismo, las caídas y los fracasos no eran tales al recibir una oleada de sus lengüetadas sobre mi cara, para el niño que yo era, el acto de jugar, retomó su trascendental importancia.
Era muy poco frecuente cuando Suki se enfermaba, pero en una ocasión tuvimos que llamarle de emergencia a un veterinario. De repente lo noté cabizbajo, cada vez comía menos y casi no tenía ánimos para jugar. Una tarde se echó en el piso y no logré conseguir que se levantara, le costaba respirar y su pecho se hundía como yo nunca antes lo había visto.
Recuerdo que el veterinario sacó de su maletín varios medicamentos que le inyectó a Suki, habló con mi mamá y uno de mis hermanos, a mí no me dejaron estar presente cuando esto sucedía, pero por las expresiones que todos proyectaban, sencillamente sabía que la enfermedad de Suki era muy grave.
Cuando el veterinario salió de la casa mi mamá me dijo que no me hiciera muchas ilusiones, era solo cuestión de horas para que mi amigo partiera de este mundo, recuerdo que uno de mis hermanos me dijo que no era gran cosa, que no valía la pena que llorara, que se trataba de solo un perro que podía ser sustituido al día siguiente por otro, me recomendó que me despidiera, que no me preocupara y que me fuera tranquilo a mi cuarto a dormir.
Llevamos a Suki al patio ubicado a las afueras de la cocina, colocamos dos recipientes, uno con agua y otro con croquetas, pusimos una cobija para que descansara y eso fue todo, no me quedaba más que esperar un milagro.
Estuve al lado de Suki hasta que mi papá me ordenó que me fuera a dormir, mi amigo casi no podía moverse y su respiración acelerada, mostrando su hermosa lengua color morada, me indicaban que la predicción del veterinario seguramente se cumpliría. Le di un prolongado beso en la frente, le dije que lo amaba, que era lo mejor que me había pasado en la vida, le agradecí por el inmenso amor que me había entregado y me fui a mi cama a intentar dormir.
No recuerdo cuantas horas permanecí llorando antes de conciliar el sueño. Me desperté muy temprano, aún con los ojos hinchados por el llanto, con un inmenso miedo recorrí los metros que me separaban del patio, cerré los ojos un par de segundos antes de observar a Suki cuando con estridencia escuché un golpe, seguido por una serie de rasguños sobre la puerta metálica que lo separaba de la cocina.
Suki me ladraba, como decirlo, con un inmenso orgullo por haberle ganado la batalla a la muerte, mis ojos siguieron hinchados por las lágrimas de alegría que de ellos siguieron emergiendo por varias horas, sin embargo, la esencia salada de esas lágrimas, se convirtieron en las más dulces que había saboreado durante toda mi vida.
Se dice que un mundo nace cuando dos seres que se aman se besan, esa mañana, el mundo de Suki y el mío se ensanchó mucho más de lo que creíamos era posible. Nuestra fascinación por los atardeceres creció, nuestro refugio en forma de azotea siguió dándonos cobijo durante varios años, y la transparencia de nuestro cariño se mantuvo hasta el último de los días que estuvimos juntos.
Cuando yo era niño, mi miedo a las alturas me impedía acercarme a barandales o cualquier límite que condujera a un paso del vacío. Aún hoy, a mis 46 años, sigo padeciendo de acrofobia, pero eso no me impide tener el valor de atreverme a caminar, e incluso correr sobre angostas bardas perimetrales.
Hay ocasiones, cuando mis piernas se tambalean al acercarme a un despeñadero, en las que suelo cerrar los ojos, respiro profundamente, recuerdo a Suki y salto de una barda para caer sobre otra aún más estrecha, entonces, me enorgullezco de mi hazaña, miro hacia el cielo y le agradezco a mi amigo de larga melena anaranjada y lengua morada, por haber enriquecido mi vida con su ejemplo.