Por Iván Alatorre Orozco
El intenso frío de la noche anterior obligó al pequeño gusano Sirúl a resguardarse bajo los primeros rayos de sol de una inclemente mañana de invierno.
Procurando llegar a la meta que la cálida luz del nuevo día le ofrecía, arrastró lentamente su cuerpo, convencido de poder ganarle una pequeña batalla a las apesadumbradas sombras.
No siempre lo conseguía, por lo que su resbaladizo cuerpo en ocasiones se veía obligado a detenerse y recibir los embates de un frío casi congelante.
Sirúl sabía la importancia de permanecer tranquilo. Con las pocas fuerzas que le quedaban, logró medio ocultarse bajo una delgada capa de tierra esperando encontrar un poco de calor.
Enterró como pudo también su cabeza bajo tierra y cerró fuertemente sus ojos deseando que transcurrieran esos larguísimos minutos de incomodidad. La realidad del momento le indicaba a Sirúl que no se expusiera en absoluto a ningún riesgo, debía ocultarse, evitar cualquier movimiento, por más pequeño que éste fuera. Pero la forma de reaccionar de Sirúl ante las dificultades de la vida era diferente de cómo solían hacerlo los demás habitantes del bosque.
Sirúl siempre lograba ingeniárselas para asomar sus grandes ojos a la superficie y confrontar constantemente a la realidad con la fantasía al diseñar en su mente un espectáculo en el que el alba iluminaba las hojas de cada árbol en el bosque gracias al rocío que tan amorosamente las bañaba, provocando un efecto tan conmovedor como hermoso.
A Sirúl le gustaba pensar que eran miles de pequeños cristales que con su brillo saludaban y permitían la llegada de las primeras luces, de las primeras sensaciones de calor, y con ellas, la oportunidad de transitar nuevos caminos, conocer nuevos amigos y de sumar nuevas experiencias. Sirúl salió de su refugio bajo tierra, sacudió todo su cuerpo y comenzó a desplazarse pausadamente.
Desafortunadamente la realidad para la mayoría de los gusanos es que son animales aburridos y muy temerosos, no pueden avanzar grandes distancias, pues al arrastrarse, deben realizar un enorme esfuerzo y el camino recorrido suele ser tan corto que a cualquier otro gusano, sin un mínimo de espíritu de aventura, con seguridad lo desanimaría de inmediato, pero no a Sirúl. Él sabía que el mundo real es enormemente más pequeño que el universo pletórico de la fantasía y la imaginación.
Con admirable paciencia, Sirúl aprovechaba como pocos el potencial del día a día. Ansiaba tanto las mañanas con viento en sincronía con el rocío que producía en el suelo minúsculos riachuelos lo suficientemente extensos para que Sirúl buscara y encontrara alguna hoja, que al subirse en ella, lo desplazara exitosamente sobre un arroyo de mayor caudal. ¿Qué es real y qué es mentira? ¿Qué es posible y qué no lo es? ¿Hasta dónde puede llegar un pequeño e insignificante gusano? Cualquier otro hubiera preferido permanecer en la tranquilidad de su refugio, cómodo y seco, resignado en su condición de animal temeroso y conformista.
La realidad es que Sirúl navegaba sobre una amarillenta hoja a gran velocidad, con la constante posibilidad de caer a las turbulentas aguas, zigzagueando peligrosas rocas, exponiéndose a la trágica consecuencia de poder convertirse en el desayuno de los muchos animales que lo asechaban. Pero Sirúl, abriendo sus enormes ojos, sencillamente no podía dejar de vivir bajo un permanente estado de entusiasmo al ser testigo de cada uno de los sucesos que acompañaban su vida.
Sirúl navegaba admirando un bosque que se mecía al sonido de las aguas, celebrando el canto de los pájaros, percibiendo las luces multicolores que se mezclaban armoniosamente con la vegetación y los majestuosos árboles que a pesar de alcanzar los cielos como nadie, siempre permanecen arraigados, con gran orgullo y eterno amor a la madre tierra de la cual dependemos todos.
La hoja que transportaba a Sirúl se atoró frente a una barrera de trozos de madera colocados por una familia de castores. El viaje había terminado y Sirúl se proponía bajar a tierra firme, pero aguardó todavía algunos minutos.
Era ya el mediodía y cientos de nubes blancas como algodón se movían bajo la mirada atenta de Sirúl en un cielo que se vestía de un color azul profundo, tan profundo como la imaginación de Sirúl que luchaba en contra de una implacable realidad, la de tener una débil capacidad visual, era prácticamente ciego. Pero eso no le impedía a Sirúl el crear un mundo fantástico gracias a la ayuda de sus otros sentidos y de sus numerosos amigos que le describían con mayor detalle todo aquello que él no podía distinguir a placer.
Así pues, Sirúl sabía que las flores eran del color del canto de los pájaros; las luces del alba y el ocaso, ráfagas de luz intensa, que al mezclarse con las sombras, dibujaban un mundo color libertad; y los árboles la conexión con el suelo, que nos mantiene despiertos, sin más propósito que el de subir a su copa y llenar así de realidad el corazón.