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SALVADOR Y LEONOR

Por Iván Alatorre Orozco

—Hola abuelo, ¿te puedo preguntar algo? —Por supuesto que sí, tú dirás mi hermosa Leo, ¿para qué soy bueno? —¿Tú sueñas? —Más de lo que te imaginas mi niña, me gusta soñar cuando duermo y mucho más cuando estoy despierto. ¿Por qué lo preguntas? —Lo que pasa es que ayer tuve un sueño muy bonito, soñé que era un colibrí y todavía me emociono cuando recuerdo lo rápido que podía mover mis alas yendo de una flor a otra. Pero me puse muy triste cuando desperté. —¿Por qué te pusiste triste?, fue un sueño muy bonito. —Porque no me quería despertar. Yo quería seguir volando, mover rapidísimo mis alas, comer por montones el néctar de las flores y también para ver desde bien alto lo hermoso que lucía el mundo desde arriba.

—¿Y quién te ha dicho que no puedes hacerlo? —¿Es en serio abuelo?, ¿y cómo le hago para volar si no soy un colibrí?, yo estaría encantada si en lugar de estos brazos pudiera tener esas alas, pero no hay nada que pueda hacer. —Te voy a decir una cosa muy importante, Leo. La verdad es que para poder volar, ver al mundo desde arriba y comer ese dulce néctar del que hablas no necesitas esas rapidísimas alas. —Perdóname abuelo, pero no te estoy siguiendo. ¿A qué te refieres? —Como te dije hace rato, a mí me gusta soñar sobre todo cuando estoy despierto porque me convierto en el capitán que dirige el timón del barco de mis propias aventuras, y eso solo se logra gracias al poder de la imaginación.

Te conozco muy bien mi niña, al igual que tu mamá, heredaste también esa facilidad para soñar y para llevar a la realidad esos sueños. —Qué curioso lo que dices, abuelo. El Principito también dice que hay que hacer de la vida un sueño, y de los sueños una realidad. ¿De casualidad leíste su libro? —Claro que lo leí, cuando tu abuela me enseñó la carta que escribió tu mamá donde decía que dejaste de llorar hasta que Isabel siguió leyéndote el libro del Principito, lo primero que hice al día siguiente fue ir al librero y tuve la suerte de encontrar el que leyó Chavelita cuando era una niña.

—Hay algo que no te dije del sueño que tuve, abuelo. Hubo un momento en el que me emocioné tanto por ser un colibrí que se me hizo fácil intentar subir lo más alto que fuera posible. Cerré mis ojitos y con todas mis fuerzas agité mis alas con dirección al cielo. Cuando abrí los ojos miré hacia abajo y para mi sorpresa estaba por arriba de las nubes que parecían algodones gigantes. ¡Fue increíble! No recuerdo haber tenido nunca una sensación de libertad como la que viví en esa parte del sueño. —Me imagino por la carita que pusiste que existe un: “pero”.

—Pues sí. Pero en el momento en el que empecé a bajar y las nubes me dejaron ver lo alto que estaba volando, dejé de ser un colibrí y sentí el aire frío en mi cuerpo de niña y entonces me caí al vacío. Cuando estaba a punto de caer al piso me desperté temblando y llorando. Y ahora tengo miedo de que cuando me duerma sueñe otra vez que me caigo y no quiero. —¿Qué te imaginas que diría el Principito sobre tu miedo a soñar? —La verdad no se me ocurre nada, abuelo.

—Espérame un momento, no me tardo—Salvador se dirigió hacia el librero, sacó un pequeño libro amarillento del principito y le leyó a su nieta un fragmento. —Aquí está. Tu mamá se encargó de subrayar las frases que más le llamaban la atención: “Es una locura odiar a todas las rosas sólo porque una te pinchó. Renunciar a todos tus sueños porque uno de ellos no se cumplió”

—¿Te suena familiar? —Me encanta que a ti también te guste el Principito, abuelo. ¿Verdad que siempre tiene una frase para todo? Y sí, claro que me suena familiar, no sé por qué se me olvidó lo de las rosas. ¿Me prestas el libro? Ahora me toca a mí buscar algo que quiero leerte. —Claro, aquí tienes. —¡Mira abuelo, mamá también lo subrayó!, la parte donde el principito dice: “Eres responsable por lo que has cautivado. Eres responsable de tu rosa.” —¡Y esta también la subrayó!: “Fue el tiempo que pasaste con tu rosa lo que la hizo tan importante” —¿Te das cuenta, Leo? Tú misma ya tienes muchas de las respuestas.

No hay nadie que se salve en este mundo de tener que pasar cosas dolorosas en el transcurso de la vida, pero tenemos que seguir adelante, hay un montón de sueños tan bonitos que esperan por ti, no les des la espalda, nunca dejes que una pesadilla ensombrezca mil hermosos sueños. —Por cierto, Leo. ¿Ya te había dicho lo mucho que te amo? —Leonor se quedó pasmada ante las palabras de Salvador y comenzó a llorar. —¿Qué pasa mi cielo?, ¿por qué lloras?

—Así me decía mamá un montón de veces todos los días. —Y yo se lo decía también a tu mamá un montón de veces, y ahora te lo voy a decir un montón de veces a ti, ven mi Leo, déjame quitarte esas lágrimas, no quiero que vayas a mojar tu nuevo libro del Principito. —¿El de mamá? —A ella le hubiera encantado que lo conservaras. —¡Muchas gracias abuelo!, te prometo que lo voy a cuidar como uno de mis más grandes tesoros.

—Una última cosa, prométeme que aun y cuando tu abuela y yo ya no estemos a tu lado, esa alegría que tienes por vivir seguirá siendo parte de ti, y no olvidarás quién eres y de dónde son tus orígenes. Que aunque te caigas mil veces te levantarás mil y una vez más porque sabrás que te esperan miles de sueños, aventuras y fantasías. Leonor recordaría hasta el último de sus días la sonrisa de su abuelo Salvador quien podía iluminar con ella a los corazones más abyectos, así como la profundidad de sus ojos color ternura que siempre lograban apagar los fuegos de la desesperanza e invitaban a la reconciliación con lo más bello de la vida.

Esos años maravillosos junto a su abuelo quedarían tatuados en su alma gracias a la magia que encontraba en los pequeños grandes detalles. En su habitación que proyectaba el olor a madera antigua de sus muebles, el aroma a tierra, piedra, maíz y ganado de su ropa de trabajo acomodada sobre la silla con asiento de mimbre, en su sombrero de charro, en el inconfundible olor del lodo rojo impregnado en sus botas y sobre el piso, en los álbumes de cuero con amarillentas fotografías.

En la delicada fragancia de los jazmines, lilas y gardenias ubicadas en numerosas macetas de barro en el patio contiguo. En el ronronear de los gatos echados en el piso de pequeños cuadros rojos que esperaban abriera la puerta para gozar de su compañía y recibir sus caricias acostados en su regazo. En los largos paseos a caballo sujetada a él. En sus pequeñas y regordetas manos que se entregaban completas. En las viejas canciones que cantaba haciendo de ellas un himno a la felicidad o en sus entrañables historias de juventud que suspendía por la aparición de más de una de sus inigualables carcajadas que hacían brillar todavía más la magia de sus cautivadores ojos verdes.

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