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Sumergida bajo la caricia de una tarde de verano, Leonor observaba desde la ventana de su habitación el atardecer, que se había transformado para ella en el evento más importante de cada día. Lo veía como si se tratase de una monumental puesta en escena: el desfile de luces anaranjadas y violetas que adornaban el cielo en su eterna lucha por descubrir su identidad.

ATARDECERES

Por Iván Alatorre Orozco

Sumergida bajo la caricia de una tarde de verano, Leonor observaba desde la ventana de su habitación el atardecer, que se había transformado para ella en el evento más importante de cada día. Lo veía como si se tratase de una monumental puesta en escena: el desfile de luces anaranjadas y violetas que adornaban el cielo en su eterna lucha por descubrir su identidad.

Con mirada fija en un horizonte que transmutaba frente a ella, procuraba ser testigo fiel de cómo el atardecer se resignaba a su raquítica existencia posicionándose entre la luminosidad de la tarde y el misticismo de la noche. Los ojos de Leonor se desorbitaban desde que tenía uso de memoria ante la emoción de soñar despierta.

Su niñez, estuvo marcada por una serie de violentos claroscuros que le permitieron distinguir, pese a su tierna edad, tanto de la espectacularidad de la luz, como de la desgarradora presencia de la oscuridad, potenciando la oportunidad de fundirse plena dentro del infinito crisol de matices que se alojan entre el negro y el blanco, cubriendo de vitalidad el espacio entre las dos líneas fronterizas del fantasmal concepto del inicio y el final. Leonor obtenía su fuerza igual que el acero cuando en su aleación con otros elementos lograba potenciar su propia estructura gracias a la virtud de su maleabilidad, tal como el acero fundido, que toma la forma del receptáculo en el cual lo vierten, convirtiéndose, con la caricia del progresivo enfriamiento, en el sólido y resistente objeto funcional que ella deseara, para así, llevar a otro nivel, la intensidad de sus experiencias de vida.

Se conmovía ante la belleza de la danza de las nubes de fuego que se fusionaban entre la realidad y las posibilidades infinitas de la fantasía, su corazón y su mente se rendían ante el protagonismo de las nubes vestidas color escarlata, que la llevaban a imaginar sobre los cielos caudalosos ríos de lava arrojados por la ferocidad de un volcán sostenido de la nada, en posición invertida a kilómetros de distancia sobre la atmósfera, ordeñado como una gran ubre celestial que segregaba el imprescindible calostro de sangre que salvaguardaría la supervivencia de las nubes, alimentándolas con escrupulosa puntualidad para que contaran así con la fortaleza necesaria que les ayudase a mimetizarse, y cumplir la honorable misión de arropar al moribundo sol.

A Leonor le gustaba pensar que los atardeceres eran como un colosal manto que cobijaba la partida de un aletargado rey que se retiraba exhausto, más nunca derrotado, después de haber cumplido con su cometido. Como el león de gran melena dorada del Serengueti, con la mirada apagada, sabedor de su herida de muerte, administrando sus pasos para poder cumplir su último objetivo, el de llegar a su destino, recostarse sobre la hierba bajo la sombra de un árbol que rociará encima del él las hojas secas en forma de llanto, para sucumbir despacio, con el consuelo de las nubes, que le agradecerán por su legado al dar la bienvenida a un flamante rey, que con el nuevo día nacerá victorioso, para guiar con su luz e iluminarlo todo con su hermoso canto.

La fascinación de Leonor por atestiguar las últimas luces de cada día la vinculaban con su faceta más luminosa, la de sus primeros años, durante los días de los dientes de leche y los juegos con muñecas; los días de las rodillas raspadas por caer y levantarse una y mil veces; del movimiento pendular de sus largas coletas de cabello que dibujaban en el aire la imagen nítida de la inocencia; de los años en los que no tuvo la necesidad de acudir a ningún amigo imaginario al sentir la inmediatez de la comprensión de sus seres queridos, que la escuchaban y hacían sentir su cálida voz; cuando la convivencia diaria en compañía de los superhéroes no estaba en duda; cuando jugar era el derecho y a la vez la obligación más importante de cada día; cuando las diferencias y peleas solían arreglarse gracias al poder de una sonrisa o a través de la humildad de un sencillo: “perdóname no lo vuelvo a hacer”.

Cuando las recompensas más satisfactorias provenientes de sus padres, después de haber realizado una buena acción las encontraba por igual en la forma de un caramelo o en el regocijo de un cálido abrazo; cuando podía atestiguar la existencia de duendes, de hadas y otros residentes míticos de la naturaleza; cuando todavía las calabazas se convertían en carrozas, los ratones en elegantes corceles y la magia no se terminaba con la llegada de la media noche; cuando una vez acostada sobre su cama, arropada por la presencia de su madre, escuchaba de ella un cuento diferente cada noche que le daba la llave de acceso al mundo de los sueños; cuando la supremacía de sentir y actuar eclipsaba a los razonamientos rebuscados e inhibidos de los adultos; cuando la vida no debía ser transitada sobre los caminos de la perfección para que esta fuera sencillamente extraordinaria.

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