Por Iván Alatorre Orozco
Sobre la selva de concreto, solemos recorrer los serpenteantes caminos dentro de nuestras bestias de hierro con cuatro extremidades. La transformación de nuestra personalidad se inicia desde el momento en el que accedemos a ese confortable caparazón, tomamos asiento, y con el mando de un giro de muñeca, provocamos el estridente rugido de las gargantas metálicas.
Creamos micro universos con el propósito de evitar al máximo la edificación de vínculos con nuestros semejantes, y en esas islas en movimiento, nos engañamos a nosotros mismos al convencernos de que transitamos sobre burbujas que poseen la invisibilidad necesaria para actuar como se nos venga en gana, sin el temor o el pudor a evidenciar nuestros actos.
Cierta mañana, mientras me sometía a los designios dictatoriales de la luz roja, por primera vez, desde que tengo uso de memoria, dejé de actuar como un autómata, la ley no escrita de dirigir la mirada con obligatoriedad al frente se rompió, giré mi cuello hacia mi flanco izquierdo y fui testigo presencial, no de la existencia de la fría coraza, sino del humano que dentro de ella habitaba.
Desde ese instante algo cambió, al echar un vistazo, de reojo al otro, me reconocí en él, tuve la capacidad de sentir destellos de vida de un desconocido como si fueran los propios, no importaba si la isla fuese de lujo u ordinaria, la burbuja, ahora transparente, reveló una gama de gestos, desplantes, alegrías y ansiedades que me llevarían a la construcción de las historias de sus capitanes y pasajeros.
Tal y como si se tratara de un libro cerrado del cual solo conocía una portada que llamaba poderosamente mi atención, al comenzar a leer la primera de esas numerosas páginas, dejé volar mi imaginación sobre cuál podría ser el destino al que pretenden llegar estas islas junto con su tripulación.
Entonces cerré mis ojos unos segundos y empecé a soñar despierto. Vino a mí una imagen inicial de un hilo color blanco muy brillante que recorría a una gran velocidad un fondo negro, ese hilo se extendió y en un instante la oscura superficie que los sostenía vio como una monumental red de hilos formaban una especie de telaraña, que pese a sus infinitas proporciones se vinculaba al primer hilo, sabiendo que se estaba reencontrando con su punto de origen, con su misma esencia.
Abrí los ojos, el semáforo aún permanecía con la luz en rojo, observé con discreción a los vehículos que tenía a mi alcance, abrí la ventana, saqué mi cabeza, miré hacia abajo, estiré mi cuello, y de reojo eché mi vista atrás y después adelante.
Tal y como si estuviera inmerso en un sueño profundo, de aquellos que solía tener cuando mi edad no superaba los cuatro años, en los cuales no podía asegurar si realmente estaba dormido o despierto, me sorprendió el no encontrar la imagen monocromática del pavimento, tampoco distinguí las interminables líneas de pintura amarillas y blancas plasmadas en el asfalto que pretenden orientar y dar sentido a nuestros destinos sin mucho éxito.
Mis ojos parecían querer salir de sus órbitas cuando por primera vez en décadas, observé sin parpadear la ausencia de los topes, fracturas y demás resquebrajamientos en la superficie de la selva de concreto. No vislumbré la presencia de uno solo de los numerosos baches, ni llegó a mi olfato el característico olor a chapopote provocado por las altas temperaturas del sol del mediodía que se funde con el caucho del ejército de llantas que friccionan en una interminable lucha.
Lo que observé fue un mar con aguas color turquesa y las ondas que generaban nuestros navíos al contacto con ellas, dejando las estelas del recorrido como huellas en movimiento que definían la independencia de cada embarcación. Elevé con sutileza de nuevo mi mirada para ser testigo de las acciones que realizaban los tripulantes dentro de sus ahora burbujas acuáticas, tan traslúcidas que me permitían acceder no solo al interior del vehículo flotante, sino también en parte al sentir que proyectaban sus navegantes.
En el asiento de copiloto, se encontraba una mujer de mediana edad. Su rostro mostraba las primeras arrugas y su cabellera las algunas canas. Su semblante asomaba una mezcla entre tristeza y cansancio, su cuerpo permanecía estático, con la mirada clavada hacia al frente, una aflicción parecía gobernaba su voluntad al no permitirle girar ni un solo instante hacia su flanco izquierdo. Traté de llamar su atención, moví con vigor mis brazos, giré el timón de mi burbuja y logré acercarme lo más que pude a la de ella, grité a todo pulmón esperando que volteara aunque fuera un instante, pero tristemente no hubo respuesta.
Respiro a profundidad, cierro de nueva cuenta mis ojos y los abro rápidamente esperando seguir en ese sueño consciente. El ambiente huele a frutas estrujadas, a miel quemada, a agua salada que hierve, a peces y gaviotas, a olas y espuma, a proximidad y a distancia.
Giro mi cuello hacia el lado opuesto, observo con atención y distingo a una hermosa niña de tez morena, no sobrepasa los seis años, viste uniforme escolar y sus profundos ojos negros, junto a una tierna sonrisa, denotan un claro entusiasmo por llegar a la escuela. Por unos segundos mi propia niñez me alcanza, recuerdo que a la felicidad es posible medirla gracias a los olores y colores que se imponen a la oscura razón.
Mi mirada de cruza con la de la niña, ella me saca la lengua en señal de juego y yo hago lo mismo, dando paso a una sonora carcajada que hacía décadas se encontraba prisionera dentro de mi pecho, entonces logro dimensionar que la capacidad de asombro que se manifiesta durante la niñez, es un arte que debe ser trabajado durante toda la vida.
Cierro otra vez mis ojos, los abro y veo de frente al semáforo en color rojo, aparecen de golpe el pavimento, los baches, los topes, las líneas amarillas y blancas, el olor a chapopote y el ejército de automóviles blindados. El color verde hace notar su presencia, debo pisar el pedal del acelerador pero no lo hago. De reojo llama mi atención la figura de un anciano nonagenario. Sentado en el asiento trasero de un carro de modelo muy antiguo me mira fijamente con una sonrisa que parece no tener fin.
Él usa un sombrero ranchero, camisa a cuadros negros, rojos y azules, su rostro proyecta con orgullo las innumerables arrugas que el tiempo se ha encargado de construir. Sus manos son pequeñas y regordetas, lo sé porque me saluda al levantarlas por un instante. Me es difícil definir el color de sus ojos, son una combinación entre verde, azul y café. Sé que no es un color, pero yo los definiría como color ternura. Entonces mi burbuja se acerca a la suya, se unen por un instante sin que exista riesgo de daño, me acerco hacia él, con sus manos toma mi rostro sin dejar de sonreír, me cachetea con suavidad, me da un beso y regreso a mi burbuja.
Escucho con sobresalto cuando el carro de atrás toca con insistencia su claxon, me doy cuenta que la luz verde del semáforo casi se extingue. Coloco mis manos sobre el volante, quito el freno de mano, muevo la palanca de velocidades y pongo en movimiento a mi bestia de metal, caucho y fibra de vidrio.
Me doy cuenta entonces que esos espacios motorizados, transportan infiernos y paraísos sobre ruedas, creemos que nadie escucha nuestra voz, o nuestras risas o nuestros gritos silenciosos que ruegan por ayuda, y sin embargo, hay una línea muy sutil, una en la que podemos desenredar enmarañados hilos desde la luz y la oscuridad, para provocar, la oportunidad de seguir siendo islas que se unen y enriquecen, burbujas en apariencia frágiles que nos vinculan con aquellos que llamamos otros, cuando en realidad son un transparente reflejo de nosotros mismos.
6-Septiembre-2021
Excelente narrativa
La navegación de la lírica no tiene fronteras
El lenguaje es una maravilla
La vibración en mi ser es impresionante