Por Iván Alatorre Orozco
Un hombre se ganaba la vida vendiendo fruta picada en las calles de la ciudad, arrastraba un pesado carro desde las cinco de la mañana y se instalaba a las afueras de escuelas y centros de trabajo ofreciendo las piñas, jícamas, pepinos, sandías y mangos, tal y como lo venía haciendo desde hacía 30 años.
Solía tener días buenos en los que vendía con prontitud todas sus frutas, pero la mayoría de las veces, los días eran largos y desesperantes. Durante los veranos se veía forzado a resistir temperaturas que superaban los 40° a la sombra, y en invierno, debía padecer las bajas temperaturas cuando tenía que salir de madrugada para ubicarse en el mismo sitio que durante casi un tercio de siglo lo vio instalarse, como si fuera parte del paisaje.
Su ilusión por acabar de vender la fruta picada, durante los últimos años, se había transformando en una obsesión que gobernaba sus prioridades, detestaba tener que dibujar sobre su rostro una cálida sonrisa ante un cliente, cuando por dentro lo único que deseaba era empujar su oxidado carro de metal, con decenas de restos de pintura que caían al piso como la piel de una serpiente, para dirigirse con premura a su sombrío departamento, en el cual, desde hacía diez años, no lo esperaba nadie.
Llegó a la puerta de entrada de su domicilio, metió su mano derecha en uno de los bolsillos del pantalón para sacar las llaves, la introdujo en la cerradura y observó sus agrietadas manos dañadas por su constante exposición al agua con la que lavaba las frutas, así como las múltiples cortadas infringidas por él mismo debido al manejo del filoso cuchillo y los ataques del frío y del calor que habían avejentado su piel de manera notable.
Respiró profundamente, accedió a la cocina, abrió el refrigerador, se sirvió un vaso con agua fría que bebió de un solo trago. Derramó un poco de agua sobre su mugrienta camisa de manga larga a cuadros y buscó algo que comer que no estuviera en absoluto relacionado con la fruta.
Destinaba la menor cantidad de tiempo posible para prepararse de comer algún platillo que representara más de diez minutos en su elaboración. Cereales acompañados de tres cucharadas de chocolate en polo, quesadillas preparadas dentro del horno de microondas, frijoles, atún y otros alimentos instantáneos que no representaran un esfuerzo superior a abrir una lata o una bolsa para acceder a ellos.
Esa noche, sacó del refrigerador dos tortillas de maíz endurecidas, las colocó en un plato, sujetó un cuchillo con el cual partió dos trozos de queso que colocó sobre las tortillas y lo arrojó con desdén dentro del viejo horno. A pesar de padecer de gastritis, solía inundar con salsa de vinagre la mayoría de sus insípidos platillos, sin importarle que durante la madrugada se retorciera de dolores estomacales. Sacó el plato del horno, decidió no colocarles salsa, se dirigió a la escalera y se sentó en el tercer escalón para cenar nuevamente con desgano.
Dejó el plato en la escalera, subió a su habitación sin cepillarse los dientes, se sentó al borde de su cama donde sobresalía un resorte del viejo colchón, con sus talones se despojó de sus zapatos, entonces escuchó con atención el sonido de las persianas que eran movidas por intensas ráfagas de viento que anunciaban la llegada de una tormenta, no apartó su mirada de las blancas persianas que zigzagueaban de un lado a otro emitiendo un sonido metálico al chocar entre ellas.
No le importó que la ventana estuviera abierta de par en par, permaneció sentado incluso cuando el fuerte viento empujó una cortina de lluvia hacia el interior de su habitación, con borbotones que cubrieron la totalidad de la superficie del suelo
Él no pretendía moverse a pesar de que su cuerpo recibía el impacto de la lluvia que le mojaba con su gélida esencia, esas aguas de enero invadieron su habitación, y él, apenas pestañeaba. Los rayos plateados de la naciente luna penetraron hasta el último de los recovecos de su habitación, la cual era la única amueblada de una casa que solo acumulaba polvo y tristeza en la misma proporción.
Sus ojos comenzaron a cerrarse, el cansancio acumulado de una década le llegaron de golpe sin poder hacer mucho para contrarrestarlo. Giró la cabeza y miró su cama destendida, no recordaba cuándo había sido la última vez que había lavado las sábanas que expelían un intenso tufo a sudor, las almohadas y el cobertor tampoco se salvaban de proyectar un olor a sangre seca, restos de comida, alcohol y semen.
Una fina capa de polvo cubría toda la casa, la vieja mecedora de su madre fallecida, un televisor que rara vez encendía, un ropero destartalado, un centenar de libros acomodados en una improvisada repisa y un perchero completaban el escenario que lo acompañaba día con día.
Esa noche, como era costumbre, no lograba conciliar el sueño, se movía de un lado al otro de la cama, eran las tres de la mañana cuando escuchó un sonido proveniente de la cocina, bajó descalzo, con el mayor sigilo posible los doce escalones, armado con un bate de béisbol para descubrir que dos enormes ratas roían ruidosamente la basura dentro del bote tirado en el suelo. De un golpe certero en la cabeza logró matar a una de ellas, desparramando su sangre y entrañas sobre el piso mientras que la otra aprovechó la puerta abierta del patio para apenas lograr escapar de la muerte.
El hombre persiguió a la segunda rata lográndola acorralar en una esquina, la rata se paró amenazante en sus dos patas traseras, comenzó a chillar y en un arranque de supervivencia brincó hacia el hombre, la rata se sujetó de la camisa y subió hasta su cuello logrando clavar sus dos afilados dientes en él. El hombre gritó despavorido pero pudo reaccionar con un rápido movimiento de su mano derecha, sujetó con fuerza al roedor, lo desprendió de su cuello, lo azotó con rencor sobre el piso y lo remató al golpearla con el bate.
El hombre se encargó del desorden, se dirigió al baño, limpió su herida y se metió a la regadera, al salir se vistió con ropa limpia, se encaminó hacia su habitación y al recorrer el pasillo observó plasmadas varias huellas de pequeñas manos pintadas sobre la pared, se detuvo en la recámara contigua al mirar varias columnas de rayas que marcaban la edad y estatura de un niño mientras una destartalada guitarra, cubierta de polvo y con las cuerdas rotas, parecía observarlo con reclamo en el lugar más apartado.
Cerró entonces con fuerza sus ojos, se recargó sobre la pared, sintió cómo sus cálidas lágrimas recorrían la superficie de sus mejillas, saboreó su esencia salada y en ese instante supo lo que debía hacer.
La idea de tener que despertarse temprano a la mañana siguiente, arrastrar el carro semi oxidado que arrojaba hacia el suelo la acumulación de pedazos de pintura, preparar la misma fruta picada, y soportar la inclemencia de un medio ambiente que lo consumía, lo impulsó a dirigirse hacia la cocina con la intención de utilizar por última ocasión su afilado cuchillo, la acumulación del polvo, finalmente, ya no sería un problema.
30-Agosto-2021