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El paisaje pintado de color verde, que en el pasado reciente todo lo cubría, mostraba su peor cara después de tres meses de copiosas nevadas.

EL ECO DE SUS VOCES

Por Iván Alatorre Orozco

El paisaje pintado de color verde, que en el pasado reciente todo lo cubría, mostraba su peor cara después de tres meses de copiosas nevadas.

Contemplé desde mi cama la caída de la nieve a través de la ventana, los copos descendían cual finos pedacitos de nube, que al desquebrajarse al impacto con el monstruo invisible, lograban ocultar, con su colosal velo blanco, los picos más elevados, el rastro de las huellas plasmadas en los senderos, el ejército de abedules, el océano de pastos y la cabaña situada en la montaña Abisko que construimos con tanta ilusión mi esposo Einar y yo.

Son las nueve de la mañana, debí levantarme de la cama desde hacía horas pero cada vez me resulta más difícil conseguirlo. Como un autómata me coloco mis botas y mi abrigo para salir después por instinto hacia el cuarto de mi hija Anna.

Respiro el olor a vacío que habita dentro de ese espacio, la luz del nuevo día lo ilumina como ningún otro sitio de la cabaña, y sin embargo, es por mucho el lugar más sombrío de todos.

Observo a Camila, la muñeca de trapo de mi hija, tirada a un costado de su cama, me inclino para recogerla y me percato de la falta de los dos ojos de botón en su rostro y uno de sus brazos, el exceso de polvo acumulado sobre Camila la hace lucir como una pieza de desecho con destino inmediato al bote de basura. Anna se hubiera disgustado conmigo al ver a su muñeca en semejantes condiciones.

Limpié a Camila, le cosí los dos botones y uní un improvisado brazo, fue entonces cuando un ensordecedor silencio me invadió, sentí un dolor en el pecho, como una daga adentrándose en mi corazón, escuché el graznido de varios cuervos fuera de la cabaña, salí de prisa al encuentro de ellos, olvidé cubrirme con mi abrigo y el crudo invierno me golpeó sin piedad con una fuerte ventisca, permanecí inmóvil pese al frío, cuatro cuervos, posados en la rama de un pino no dejaban de graznar, de sacudir sus picos grises y trasladar sus penetrantes ojos rojos hacia los míos, súbitamente todo se volvió blanco, luché con desenfreno por alcanzar la rama, más no me fue posible evitar el desmayo.

Transcurrieron pocos minutos hasta recuperar la consciencia, al reaccionar, me encontré tirada sobre la nieve, mi piel se tornó de una coloración azulada, antes de entrar a la cabaña giré mi cabeza, estiré el cuello, busqué en la rama del pino a los cuatro cuervos, pero ya no estaban.

Entré tiritando a la casa, mis manos apenas fueron capaces de sujetar los trozos de madera que arrojé a la chimenea, con dificultades encendí el fuego, me acerqué a él, me quité la ropa mojada, me arropé con una manta y dormí por varias horas, desperté al no sentir más el cobijo de las llamas, caminé hacia el comedor, introduje dentro de la caldera un poco de agua, canela, vino y lo aproximé a un nuevo fuego, tomé una tasa de barro y vertí el glogg (vino caliente de origen escandinavo) en él.

No podía dejar de pensar en la presencia de los cuatro cuervos, con mi glogg en la mano salí de la casa, mi mirada se perdió en las alturas del monte Kebnekaise, me senté en la banca, ubicada en el pórtico que construyó Ollek, semanas atrás de ser reclutado por el ejército sueco para combatir en la guerra contra los rusos cuando, de reojo noté un reflejo que brillaba al contacto de la poca luz del sol, bajo la rama del pino, donde se posaron los cuervos, removí la nieve y encontré el cepillo, con esa pequeña incrustación de plata que mi hijo Jan me había regalado dos años atrás, una lágrima corrió sobre mi mejilla al recordar su tierno rostro, su facilidad para encontrar los momentos exactos para reflejar con su personalidad el hermoso fulgor que le caracterizaba.

Tomé el cepillo con mis frías manos, sin pensarlo dos veces entendí lo que debía hacer, me abrí camino a través de la nebulosa cortina de nieve, hasta distinguir en la bruma del crepúsculo la arboleda que me llevaría a casa, cerré la pesada puerta de madera, me dirigí hacia mi habitación, saqué del fondo de un cajón un espejo y después de 24 meses me observé en él, no logré reconocerme, mi desaliñada cabellera se había cubierto de canas, durante los dos últimos inviernos me convertí en una anciana de tan solo 35 años.

Oprimí el cepillo con rabia y sin quitarle el lodo empecé a peinar mi larga melena, no me detuve ante el dolor que me ocasionaba cada jalón, con brusquedad presioné mi cabeza y a cada zarpazo recibí una sensación de alivio, como si me desprendiera de las capas de una cebolla que me provocaban ese permanente dolor de casi mil días.

Me detuve al percatarme que sobre mis manos corrían delgados hilos de sangre, no me importó en lo absoluto, mi cabellera parecía lucir tal como era antes y eso me llenó de una falsa felicidad, comprendí entonces que no podía seguir engañándome, jamás recuperaría mi pasado y a la vez, no debía convertirme en una prisionera de él.

Todavía me afligen las pesadillas conscientes en las cuales recuerdo como mi hija Eline padeció los estragos de la cólera. Comenzó a bajar de peso y dormía demasiadas horas, su piel siempre era pálida y sin importar que le diera a beber y humedeciera constantemente sus labios secos, su salud se deterioró a tal grado que llegado el día de navidad de dejó de luchar y su corazón latió por última vez.

Mi esposo Ollek no estuvo presente para ayudarme a lidiar con aquel infierno en vida. Envolví a Eline en una sábana, cavé un agujero bajo el pino, deposité ahí sus restos y nos despedimos Jan, Anna y yo de ella.
Un año más tarde, el cólera se había extendido por toda Europa, miles murieron en toda Suecia, incluyendo a Jan y Anna. Mi odio hacia dios fue tan gigantesco por habérmelos arrebatado de mis brazos, lo maldecía abiertamente hasta el cansancio, sin importar las acusaciones de blasfemia que se cernieron en mi contra, más aún cuando una tarde de junio de 1789, en una carta me informaron de la muerte de Ollek en la batalla de Hogland.
El dolor por su ausencia fue aplastante, mi vida se caía como una montaña de naipes, sentí que mi cuerpo no podría tolerar tanta acumulación de sufrimiento, no era capaz de valerme por mí misma por lo que mi hermana mayor Heena, se mudó conmigo a la cabaña.

Heena era enfermera de profesión y había sido testigo de desgarradoras escenas durante la guerra. Me hizo entender que con el tiempo aprendería a darle a la vida su real dimensión, que al tener la capacidad de perdonar eliminaría el pesado lastre que nos suele dejar inmóviles, que con el tiempo aprendería a cultivar nuevas percepciones para comprender que solo a través del presente se puede vivir de manera congruente.

Si bien el tiempo no lograría cerrar totalmente mis heridas, dejé de permitir que los recuerdos dolorosos del ayer me gobernaran y una noche de primavera del mes de marzo, Anna, Jan, Eline y Ollek me hablaron gracias al esplendor de la aurora boreal, me sentí en compañía con mi soledad, sin necesidad de buscarlos estaban en todos los sitios, el eco de sus voces jamás me abandonaría.

2-Agosto-2021

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