Por Iván Alatorre Orozco
Leonor recordaría las imágenes, los olores, los sabores y las emociones junto a sus abuelos y los colocaría dentro de un costal del cual no se desprendería jamás. En su interior siempre podría acceder a la mano de su abuela que la llevaba a bordear el estanque ubicado en la entrada del rancho, donde las anchas hojas de los árboles caían y miraban el recorrido en zigzag de los patos que se sumergían en las cálidas aguas enlodadas de junio, y salían del otro lado de la orilla, sacudiendo las alas, blancos y secos, graznando alegremente, guiados y protegidos por su madre.
Llegaban a ella los olores a cera derretida de las velas que se consumieron durante la noche, al suspiro del campo que penetraba a través de las grietas de la casa de adobe durante una tarde lluviosa, con su crisol de aromas a estiércol húmedo, a tierra roja remojada, a madera y mimbre, a paja apilada, al maguey, al aguamiel, a la resina de los encinos, robles y sauces, a semillas de girasol, a yerbabuena y sábila, a cítricos y maíz desgranado, a orégano, a chocolate en agua caliente, al leche hervida en ollas de aluminio durante la noche, al jocoque y la nata preparados por la mañana, a leña encendida, a nixtamal y tortillas hechas a mano a los primeros rayos del alba.
Siempre permanecería a flor de piel el recuerdo de la sonrisa de su abuelo Salvador, quien podía iluminar con ella a los corazones más abyectos, así como la profundidad de sus ojos color ternura que siempre lograban apagar los fuegos de la desesperanza e invitaban a la reconciliación con lo más bello de la vida.
Esos años maravillosos junto a su abuelo quedarían tatuados en su alma gracias a la magia que encontraba en los pequeños grandes detalles. En su habitación que proyectaba el olor a madera antigua de sus muebles, el aroma a tierra, piedra, maíz y ganado de su ropa de trabajo acomodada sobre la silla con asiento de mimbre, en su sombrero de charro, en el inconfundible olor del lodo rojo impregnado en sus botas y sobre el piso, en los álbumes de cuero con amarillentas fotografías.
En la delicada fragancia de los jazmines, lilas y gardenias ubicadas en numerosas macetas de barro en el patio contiguo. En el ronronear de los gatos echados en el piso de pequeños cuadros rojos que esperaban abriera la puerta para gozar de su compañía y recibir sus caricias acostados en su regazo.
En los largos paseos a caballo sujetada a él. En sus pequeñas y regordetas manos que se entregaban completas. En las viejas canciones que cantaba haciendo de ellas un himno a la felicidad o en sus entrañables historias de juventud que suspendía por la aparición de más de una de sus inigualables carcajadas que hacían brillar todavía más la magia de sus cautivadores ojos verdes.