Por Iván Alatorre Orozco
El verde profundo inundaba la geografía de la milenaria Waterford, corría el año de 1348, los serpenteantes caminos de piedra blanca cruzaban la ciudad a lo largo y ancho de la incipiente mancha urbana, el sendero se estrechaba siguiendo su recorrido hacia los valles de Nire, subían los encaramados montes, accedían a las edificaciones medievales y se consumían, al final de su travesía, en los bordes del lago Coumshingaun, el corazón primigenio de Irlanda.
La naciente mañana de un gélido domingo mostraba a una ciudad que dormía con los ojos abiertos y soñaba estando despierta, los montes de Comeragh dominaban las alturas como leales protectores de una población que resistía los embates de una guerra interminable contra los ingleses, de la hambruna provocada por las grandes plagas y el azote de la peste que arrebataron la existencia de la mitad de los habitantes de Waterford.
Al noroeste de la ciudad, en una apartada orilla, están aún en pie pocas clochán (chozas de piedras), las cortinas de piel de una de ellas están abiertas, dentro mora un solitario joven campesino de larga cabellera anaranjada de nombre Aidan. Su mirada proyecta el dolor y la furia contenida por un pasado que lo atormenta y al mismo tiempo, el deseo por encontrar la serenidad que le ayude a cumplir la promesa hecha a su padre de buscar el refugio del gran roble, del árbol de la vida de los celtas, para que llegado el momento, al morir, pudiera obtener el honor de sentarse alrededor de la mesa, junto a los dioses y sus familiares caídos en el Tir Na Nog (paraíso celta).
Trece lunas atrás, el muchacho de hondos ojos color esmeralda, fue dado por muerto en una de las calles de Waterford cuando un grupo de milicianos ingleses, enarbolando la falsa pureza de la cristiandad, atacaron a quienes consideraban bestias paganas por no cumplir con los preceptos de la supuesta fe verdadera. Los ingleses asesinaron a sangre fría a hombres, mujeres, ancianos y niños, entre ellos, estaban los padres de Aidan, su esposa Arwen y sus hijas de tres y cinco años Ula y Enya.
En pocas lunas lograron sanar las heridas físicas de Aidan, pero fue necesario de muchas más hasta que el fulgor de un amanecer ingresó a su clochán, a través de puertas y ventanas, fue testigo de cómo el día se subía a la cama como un cuervo de luz y pudo escuchar el murmullo del río Suir al impactarse contra las rocas en su eterna disputa. Fue en ese instante que Aidan comprendió que debía partir, tenía la ferviente intención de no defraudar la memoria de sus padres y de cumplir los designios de los dioses.
Esa mañana el muchacho decidió salir, cargaba en su espalda una mála (bolsa de viaje) donde guardaba las piezas precisas que le acompañarían hasta llegar a su destino, la cima más alta e inhóspita de toda Irlanda, el monte Carrantuohill, ubicado a media luna de distancia de Waterford, sería el sitio donde Aidan se demostraría de que estaba hecho.
Padeció el invierno más crudo de los últimos cien años, los accidentados caminos y las bajas temperaturas complicaron el avance del joven, en varias ocasiones sintió desfallecer, una noche escuchó el llamado de la diosa espectral de la muerte Mórrigan, gran señora que bajo su cielo negro iluminado concedía la oportunidad de acoger su alma en el Tir Na Nog o renacer a una nueva percepción del mundo, con el sudor y la sangre que darían sentido a su andar.
Aidan, amaba a los dioses, pero también amaba a la vida y de la vida amaba su alegría, pero también su dolor, sabía que no era el momento de partir, agradeció la guía de Mórrigan y arribó a la falda del monte Carrantuohill, cubierta en su totalidad por el denso velo de nieve con el que las deidades protegían a una de sus edificaciones más preciadas en la tierra. Aidan apretó la mandíbula, acomodó sus manos en su rostro, respiró profundamente, besó con devoción la triqueta (símbolo de las tres fuerzas de la naturaleza) y con determinación comenzó a conquistar metro tras metro los escarpados terrenos de la montaña sagrada.
Con cada desplazamiento sus piernas se hundían hasta las rodillas, guardaba sus últimas raciones de pan negro y un poco de carne salada de conejo, debía cazar pronto al menos dos animales, uno para alimentarse y el otro para ofrecerlo en sacrificio como tributo al dios Taranis.
Colocó trampas y antes del anochecer encontró un pequeño foso que le sirvió de resguardo, recolectó algunas ramas, las colocó en posición, utilizó con pericia la yesca y el pedernal y entonces el foso se iluminó recibiendo Aidan el cálido abrazo de Belenus, del dios del fuego, del sol y de la luz. Comió algo y sus ojos se cerraron apacibles, logró dormir y en sueños observó a lo lejos la imagen de su amada Arwen, ella sonreía tomando de la mano a sus dos hijas quienes con dulzura le saludaban moviendo sus doradas cabelleras.
El ruido de una de las trampas le despertó, era ya de mañana, corrió al encuentro de un zorro rojo que yacía decapitado, le quitó la piel, lo saló, lo guardó dentro de su mála y emprendió el ascenso, esperaba llegar antes del atardecer a la cima. La nieve caía en abundancia sobre el terreno rocoso, Aidan debía recorrer con extrema cautela cada uno de sus pasos para evitar caer a una muerte segura, las filosas piedras cortaban sus manos mientras observaba lo alto de la montaña, el viento movía los numerosos robles sagrados y su sonido ensordecedor, casi fantasmal, provocaba tanto el sobresalto como la fascinación de Aidan, sabía que un humilde campesino como él era bendecido al permitirle escuchar tan de cerca las voces de los dioses.
Quedaban pocas horas de luz cuando en las alturas miró un anillo de picos rodeados por dos lagos conectados, la vista era conmovedora, Aidan nunca creyó que existiera un lugar con tales cualidades místicas en la tierra, secó sus lágrimas y siguió la escalada. Un resbalón sobre un estrecho desfiladero resultó casi fatal de no ser por la raíz de un roble que apareció de la nada, se recuperó, tiritaba sin parar por el frío y el susto, cuando contempló a la distancia una cría de liebre sin la madre a la vista, se acercó con paciencia hasta lograr atraparla, la envolvió en una manta y la introdujo a su mála, ahora contaba con un animal para ofrecer su sangre a Taranis, dios de la guerra y el estruendo, de las fases del universo, del día y de la noche. Ya en la cúspide de la montaña, sacó a la liebre y con una filosa piedra la degolló, la sangre brotó a borbotones manchando la blanca nieve, humedeció los dedos de su mano izquierda con la sangre y pintó su rostro con ella.
El trabajo estaba hecho, los dioses se compadecieron al otorgarle la oportunidad de reiniciar su ciclo vital. La inconmensurable melancolía de Aidan desapareció con la llegada de la noche, se refugió en el primer sitio que encontró, encendió un fuego y se quedó dormido. Con la llegada luminiscente del alba, comenzó su nueva historia, la panorámica desde la cumbre del monte Carrantuohill proyectó el esplendor de un horizonte bañado de infinitos pastos, de lagos de fantasía, de montañas milenarias que todo lo curan, y de la sabiduría de un mar de árboles de la vida, que en su conjunto, confirman la trascendencia de saber, que todo y todos, formamos parte de un mismo corazón verde.
28-Mayo-2021