Por Iván Alatorre Orozco
Cada noche en la vida de la mayoría de las personas transcurre de manera muy similar, pese a las diferencias sutiles, reunirse para cenar en familia, ver alguna película en la televisión y platicar sobre lo que hicimos y no hicimos durante el día son de las cosas que a la mayoría de la gente le gusta hacer.
Desde que tengo uso de memoria, la encargada en organizar las actividades en mi casa era definitivamente mi mamá. Cuando mi hermano, mi hermana y yo éramos niños, su voz era lo primero que escuchábamos, abría de golpe las cortinas y cada amanecer se subía a nuestra cama como un gato de luz que, amoroso, lo iluminaba y daba sentido a todo.
Mamá tenía los ojos azules, pero no cualquier azul, eran de un azul, ¿cómo los podría definir?, eran de un azul profundo color ternura, parecían brillar como si dentro de ellos existiera una constelación de estrellas que podían proyectar sin ningún problema todo el amor que tenían dentro. Su cabellera era larga y colorada, cuando sonreía cualquier problema que yo tuviese desaparecía. Ella era tan joven que cuando jugábamos juntas, más que mi mamá, parecía mi compañera de juegos.
Una noche lluviosa de junio, después de luchar durante más de dos años, perdió la batalla contra una enfermedad extraña que los médicos nunca supieron descifrar, antes de partir, como era su costumbre, nos dejó a cada uno de nosotros un listado de tareas a seguir.
Dentro de un sobre color púrpura había una hoja que nos pidió que firmáramos frente a ella donde enumeraba punto por punto las actividades principales que debíamos realizar desde el día siguiente con el título escrito con mayúsculas, subrayado y con comillas que decía: “PROMESA DE VIDA PARA SER FELIZ”.
En la medida de lo posible, cada uno de nosotros hemos cumplido con la tarea que nos pidió mamá. Ahora mis hermanos y yo somos adultos, quince años han pasado desde que ella partió y pese a que mi profesión como artista me llevó a mudarme fuera del país, no hay un solo día que no recuerde sus ojos azules.
Cuando cierro los ojos, aún puedo escuchar su voz cuando me leía un cuento durante las noches, acostada junto a mi almohada, y yo haciéndome la dormida hasta que escuchaba de sus labios: “te amo Sofía, prométeme que siempre harás lo posible por sé feliz”, acompañado de un beso sobre mi frente.
Dicen que nos transformamos en aquello que nuestros seres queridos nos musitan al oído antes de dormir, yo estoy segura que es así porque instantes antes de dormir, como si fuera el viento quien me hablara, escuchaba la dulce voz de mi madre que me decía que yo siempre sería su princesa. No tengo sangre azul o pertenezco a ninguna línea de la realza, pero hasta el día en que me muera me sentiré esa princesa de la cual la más hermosa de las reinas estaba orgullosa.
Podía conectarme con ella de mil formas posibles, sentir su mano que recorría mi cabeza, inventar canciones sin sentido y gritarlas a todo pulmón, comer chocolate y ensuciarnos juntas, admirar su sonrisa que me llenaba de paz y regocijarme con su mirada que me transportaba a ese paraíso que solo nosotras entendíamos y podíamos acceder.
Mamá solía decir que la reina de todas las noches era la noche de navidad, con ella tenemos la oportunidad de recordarnos que somos mucho más que solo nosotros mismos al llenar sin prisas nuestros corazones de alegría.
Cada navidad sigue siendo tan plena como cuando éramos niños, pese a que el camino de reencuentro sea largo, las experiencias siguen siendo intensas, las fantasías permanentes, las energías suficientes y el amor infinito.