Por Iván Alatorre Orozco
Sediento por una palabra de aliento, me seduce el reflejo convexo de una sombra postrada.
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La fría e iluminada noche es testigo de mi transformación al convertirme en un ave de plumaje excepcional, me arrojo al vacío y mi aleteo me traslada hacia un horizonte de ilusiones caducas, un paraíso simulado donde presumo una pulcritud fantasmal y un cúmulo de prioridades desordenadas.
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Antes de arribar, aún a gran altura, las fuerzas abandonan mi cuerpo, apenas logro sentir mis alas, entonces caigo hacia el vacío de una noche que no acaba.
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El gélido viento sacude mis huesos, cierro los ojos mientras caigo, no extiendo más mis alas, el sueño de una serenidad ansiada es consumida por la voracidad de una hambrienta electricidad conductora de pesadillas tangibles.
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Abro mis ojos y reconozco mi habitación, mis manos tiemblan, un hilo de sudor frío recorre mi rostro, mi debilitado cuerpo yace recostado sobre la cama solitaria de mi padre. Mi almohada se convierte en el receptáculo de lágrimas donde mi cabeza, como loza inamovible, solo es capaz de observar el techo de tejas que me baña con su fino polvo enrojecido.
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Cierro nuevamente mis ojos, y al abrirlos me encuentro tirado sobre el concreto. Ahora me he convertido en un perro callejero de sucio pelaje negro. Una herida sobre mi costado y el tremendo cansancio son el pretexto perfecto para no desear levantarme.
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Mi respiración es agitada, muevo mi cuello para observar cómo mi pecho se hunde por debajo de unas costillas casi carentes de carne, escucho el crujir de mi mandíbula que mastica fuera de mi control trozos de carne descompuesta.
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Cierro con vigor mis ojos, tengo miedo de abrirlos otra vez. El dolor físico se ha ido, los tres resortes que sobresalen del colchón me indican que me encuentro sobre mi cama.
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Sufro la concentración de un oxígeno viciado que penetra dentro de mis agotados pulmones, entonces, respiro bocanadas de muerte anticipada.
27-Marzo-2021
