Para leer el fin de semana
Por Iván Alatorre Orozco
Eran tiempos difíciles aquellos cuando, desde muy pequeña, trataba de entender las cosas que hacían las demás ovejas en la granja. Entre mis hermanos, primos, amigos y demás adultos formábamos un rebaño tan numeroso que cuando salíamos todos al pie de la montaña a pastar, el paisaje se vestía de blanco porque nuestra lana, al contacto con los rayos de sol producía un reflejo tan hermoso que me motivaba a verlo por horas.
El día en el que nací, en mi casa se combinaron sentimientos de preocupación y a la vez de una enorme alegría, mi llegada a este mundo no fue para nada fácil. Mi padre me diría meses después que mi deseo por salir de la panza de mi mamá era tan grande, que mis ganas por ver lo que solamente escuchaba e imaginaba dentro de ella, me empujaron a nacer mucho antes de tiempo. Por ese motivo, siempre fui la oveja más pequeña, la que se enfermaba con mayor frecuencia del rebaño.
Después del parto mi mamá quedó exhausta, fue demasiada su angustia al no saber si yo llegaría de buena forma a este mundo. Antes de que se cerraran sus hermosos ojos color ámbar logró notar algo extraño en el cielo, el sol brillaba con intensidad y el azul se extendía hasta donde alcanzaba la vista, sin embargo, no encontró ni una sola nube.
Entonces su mirada atenta recorrió minuciosamente el firmamento hasta distinguir una minúscula formación nubosa que de inmediato le provocó una sonrisa, a pesar de su tamaño, mi mamá se emocionó enormemente, y antes de que sus ojitos se cerraran buscó a mi papá y le dijo:
-Ya sé cómo nombraremos a nuestro hijo, se llamará, pequeña nube.
El tiempo pasó, los minutos se convirtieron en horas, las horas en días y los días en semanas. Fue así que llegó la fecha en la cual pude acompañar por primera vez al resto del rebaño a pastar cerca de las faldas de la montaña. Era el inicio del invierno y las bajas temperaturas comenzaban a sentirse para la mayoría del resto de los animales, pero no para nosotras, la cálida lana que cubre nuestro cuerpo nos ayuda a enfrentar con comodidad al frío, tal y como si tuviéramos un gran escudo protector.
Fue difícil en un principio para mí tomar la fuerza necesaria para salir al mundo en los tiempos que lo solían hacer las otras ovejas de mi edad, pero desde el primer día que sentí que tenía las fuerzas suficientes para dar mis primeros pasos para explorar yo sola los pastizales sin la permanente supervisión de mamá todo fue diferente, sé que las ovejas no tenemos alas pero les puedo jurar que ese día yo sentí que volaba.
En muchas ocasiones me alejé del resto del rebaño para explorar más allá de lo que estaba permitido, ya se imaginarán el regaño que me gané cuando me vio regresar mamá, me castigó una semana completa sin poder salir con mis hermanos, siete días no es tanto tiempo, pero en esa época en la que mi mundo brillaba y adquiría colores fascinantes nunca antes vistos me resultó una eternidad.
A las ovejas pequeñas, desde muy temprana edad, los adultos nos suelen contar historias de terror si intentamos cruzar los límites conocidos. Pero en verdad les digo que nada de lo que he visto hasta el momento, me ha provocado ningún temor, todo lo contrario.
Al subir por la montaña me he encontrado con hierbas que no existen abajo, tan deliciosas que es difícil de explicar. Existen flores, que debido al frío, se han vuelto más resistentes y más bellas. Durante la noche, se pueden observar tantas estrellas que resulta interminable el poder contarlas a todas.
Mi papá solía recostarse a mi lado durante las noches, gracias a él aprendí a observar y comprender la magia que encierran los astros, así como el efecto que producen en nuestras vidas. Cuando tenía un día malo en el cual mi salud no me permitía ni siquiera poder levantarme, papá se acercaba a mí sin decir una sola palabra, solamente me hacía compañía. Al llegar la noche, con su potente voz me compartía historias de su niñez, y me contaba cuentos extraordinarios durante horas bajo el cobijo de las estrellas, antes de dormir me daba un beso y me decía que muchas veces era necesaria la oscuridad de la noche para poder distinguir la belleza de un nuevo amanecer, entonces yo sonreía, cerraba los ojos y dormía plácidamente.
Mi corazón late rápidamente de emoción cuando pienso en todo lo que me espera al recorrer los caminos cada vez más altos de nuestra montaña. Me pregunto si los nuevos paisajes serán tan maravillosos como los que ya he admirado. Me pregunto si seguiré dibujando sonrisas al no perder mi capacidad de asombro. Me pregunto, si como a mí, a las demás ovejas les nacerá el deseo de seguir subiendo, hasta llegar a la cima y juntos, poder tocar las estrellas.
20-Marzo-2021