*PARA LEER EN DOMINGO
POR IVÁN ALATORRE OROZCO
Desde niño suelo ponerme nervioso cuando escucho el estridente sonido de los truenos y la aparición repentina del primero de los relámpagos que encandilan la profunda oscuridad de la noche. No importa que previamente hubiese cerrado las cortinas de mi habitación, mis miedos emergen al observar la intromisión de los destellos que se filtran a través de los múltiples resquicios de puertas y ventanas.
Siendo todavía un niño, el impulso de brincar sobre mi cama y salir corriendo hacia la habitación de mis padres cuando creía ver la sombra de un monstruo o escuchar un ruido dentro del clóset de mi habitación, se convirtió progresivamente en una estrategia infértil. El rostro rígido de mi padre al abrir la puerta y verme con los ojos inyectados de angustia, nunca fue motivo suficiente para permitirme acceder ni a su cama y mucho menos a su corazón. Mi madre no poseía la entereza ni la credibilidad en consonancia entre sus palabras y sus hechos para que llegaran a arroparme bajo el manto de la tan añorada protección.
El tiempo siguió su marcha, los truenos y los relámpagos continuaron ejerciendo en mí su acción invasiva sin yo poder contar con un plan de acción que me remitiera hacia la tierra prometida de la tranquilidad, tan pocas veces visitada en el pasado. El procurar recibir el cobijo de cualquiera de los habitantes dentro de nuestro mal llamado hogar, lucía como una operación estéril. Fue así que desde muy joven comprendí que el edificar un resguardo con los pedazos caídos del día anterior se había transformado en una actividad robotizada que me concedía el pequeño aliciente motivacional necesario para poder permanecer apenas en pie.
En la actualidad, no me resulta congruente colocar un pie delante del otro para acceder a un destino al cual no deseo arribar. Mis ojos y mis piernas, extenuados por observar los mismos escenarios y recorrer los mismos sinuosos senderos se revelan hoy ante mí, exigiéndome como nunca antes a tomar las decisiones que desde hace tanto tiempo sé que debo ejecutar y que por falta de valor o confianza en mí mismo me orillaron a caer dentro de un abismo que parecía no tener final.
Confieso que a pesar de recorrer con intensidad los terrenos de la noche, me tranquiliza que en la actualidad tengo la llave y la uso para salir rápido de mis inframundos, a diferencia del pasado en el cual no poseía la llave, o peor aún, contaba con ella y decidía no introducirla en la chapa para emerger a la superficie.
Deseo emerger a esa superficie como el barco que por décadas permaneció en las profundidades del océano. Añoro la calidez de otra piel que ayude a sanar mis heridas gracias a la trascendencia de su contacto. Busco una reconciliación entre mi presente con mi pasado. Pretendo de hoy en adelante abrir cortinas y ventanas, escuchar y observar sin temor cómo las gruesas gotas de lluvia y las poderosas luces de la noche se acercan a mí, fundiéndonos en un gran abrazo.