POR IVÁN ALATORRE OROZCO
Sobrevivir cada día, encontrar un lugar dónde dormir cada noche y experimentar sueños maravillosos durante las madrugadas, fue la constante para el pequeño Juan desde los once años. Su padre murió cuando él todavía era un bebé y su madre, doña Guadalupe, una mujer ofrecedora de muestras de cariño fingidas, estuvo presente como lo haría un fantasma que recorre los pasillos en un tétrico castillo.
Once meses después de haber enviudado, la señora Lupita comenzó una relación con Fermín, un hombre 22 años mayor que ella, ex militar de profesión, con mirada perdida y temperamento explosivo, con frecuencia llegaba tomado, rompía lo que hallaba a su paso y golpeaba a Guadalupe frente a su hijo.
Al cumplir los nueve años, Juan era un niño solitario de cabellera rubia enmarañada, ojos color miel, piel pálida y manos temblorosas, era raro verlo jugar con otros niños, gustaba de ir al parque y correr hasta que las piernas no resistían para un paso más, al terminar, se recostaba en el pasto y observaba con admiración el vuelo de los pájaros que surcaban con libertad la geografía de los cielos, para desaparecer después en el horizonte, con la confabulación de las nubes que los ocultaban.
Al ser un niño retraído, Juan destinó su tiempo libre para resguardarse bajo el cobijo de la lectura, gracias a la pobre biblioteca de su madre, logró acceder a un mundo de fantasía, en el cual, podía ser el protagonista de mil historias, su espíritu se contagiaba de emociones inagotables, era capaz de alterar la realidad a su favor al convertirse en el compañero, el amigo, el hijo o el hermano que le ofrecían ese sentimiento de pertenencia que tanto añoraba.
Desafortunadamente, fue también durante esa época en la que la brutalidad del padrastro alcanzó la vulnerabilidad de Juan, cualquier pretexto era suficiente para que Fermín obligara al niño a seguir un perverso ritual, elegir el objeto, con el cual recibiría doce contundentes azotes sobre sus piernas, nalgas y brazos.
Juan tenía la opción de elegir entre un cinturón de cuero, el cable de la plancha eléctrica o caminar al patio para cortar una rama de la higuera. Procuraba realizar todo lo posible por complacer a su madre e incluso a su padrastro, ayudaba con las tareas de la casa, obtenía buenas calificaciones en la escuela, no exigía ni juguetes, ropa o calzado y obedecía sin cuestionar a las muchas órdenes con las que le sometían estando dentro de ese mal llamado hogar.
Cuando Juan cumplió diez años, se juró a sí mismo que no rodaría una sola de sus lágrimas frente a la presencia de ningún otro ser humano, además, la poca ilusión que hasta ese día conservaba de encontrar la protección y el cariño de su madre se desvaneció.
Durante los siguientes doce meses, fueron pocas las noches en las cuales Juan se salvara de recibir los doce azotes, ir a cortar la rama de la higuera, para presentarla como el arma que lo flagelaría, se convirtió en la opción más socorrida por Juan, ya que le brindaba tiempo para prepararse a enfrentar al enemigo.
Después de la golpiza, Juan debía salir al patio para depositar la rama en la basura, buscar un oscuro rincón y entonces, cuando nadie lo veía, emergía un mar de lágrimas silenciosas. Con paciencia, esperaba la aparición de estrellas fugaces, a cuya velocidad y brillo deseaba anclarse con desesperación, tarareaba una triste canción mientras fantaseaba con tener las alas que lo elevaran al cielo, hacia las nubes, donde no existía el dolor ni tampoco el castigo.
Juan solía perderse en la profundidad de la luna, testigo fiel de su desventura y con quien pudo edificar un sólido vínculo, junto a ella y los libros, su entorno adquirió un nuevo sentido.
La primera noche del cumpleaños número once de Juan, la luna lo cubrió con su manto plateado y le susurró con dulzura al oído que era momento de partir. Juan colocó su vida entera en el interior de una mochila, un cambio de ropa, un cepillo de dientes, una fotografía de su sonriente padre cargándolo con ternura, un ejemplar del principito, y una libreta y un lápiz que se consolidaron como las armas que lo acompañarían para enfrentar a los fieros dragones que se avecinaban. Juan dio una última mirada atrás, la luna iluminaba con intensidad al patio y a la higuera, que no le había quedado una sola rama.
Para Juan ese futuro estaba construido con marcados claroscuros. Con el poco dinero que pudo reunir compró dulces para vender en los cruceros, entre otras muchas actividades, lavaba carros, ayudaba a cargar pesadas bolsas de víveres en el mercado o lustraba calzado en diferentes plazas.
Durante la noche, si tenía suerte, conseguía un lugar en un albergue donde le ofrecían una cama, una cena caliente y la oportunidad de asearse, si los espacios se agotaban, no había otra alternativa que dirigirse con una frazada a cuestas hacia una construcción abandonada, la banca de un parque, bajo un puente o cualquier rincón en el cual poder pernoctar.
Juan solía tomar libreta y lápiz para plasmar tanto las desventuras como todo aquello que le resultaba ser digno de admiración. La lealtad de un perro, la capacidad de otros niños para jugar y ser felices pese a su situación de calle, la quietud del lago en el parque municipal, el trinar de los pájaros o el privilegio de coincidir con personas como doña Margarita, quien al ser la administradora de la biblioteca de la ciudad y haber conocido el espíritu combativo de Juan, decidió ofrecerle un lugar de resguardo dentro del edificio, una pequeña habitación, con un catre, una cobija, una almohada, una silla y lo más importante, acceso total al enorme universo de historias a su alcance.
La lectura le permitió a Juan convertirse en el capitán que era capaz de navegar a través de los siete mares, el aventurero que escala montañas o atraviesa la inhóspita selva, el soldado que entrega su vida ante una causa justa sin miedo a llorar o reír frente a nadie o el líder que con sus acciones inspira a otros a soñar.
Gracias a la lectura, Juan llegó a transformarse en el ser humano que tanto deseó, en ese ente que comprende la importancia de un abrazo en el momento preciso, en ser conocedor de la palabra o la frase que define la magnitud de un sentimiento, y sobre todas las cosas, pudo entender que la vida y la percepción de la misma, irradiaba más luz de lo que nunca hubiera soñado.