IVÁN ALATORRE OROZCO
Madre, que como inquieto manantial sacias nuestra sed y alivias nuestros desesperos con la melodía de tus aguas.
Madre, que colocas con parsimonia cada mañana los zapatos que calzarán tus pies para llevarte al final del día al destino deseado.
Madre, que con tus ojeras demuestras los numerosos desvelos producto de las innumerables batallas ganadas a la oscuridad de la noche.
Madre, que eres suelo, hogar, naturaleza y océano.
Madre, que maquillas apresuradamente tus pómulos, tus mejillas, que polveas tu nariz y pintas tus agrietados labios con el color de una noche estrellada o un día soleado.
Madre, que le otorgas la importancia a los eventos y a los momentos, que comprendes la necesidad de actuar cuando las circunstancias te lo indican, que evitas apresuramientos, que jamás pareces perder el aliento.
Madre, que caminas con pasos distraídos, que tropiezas constantemente, que resbalas y caes de bruces por no controlar tu hermoso hábito de soñar despierta.
Madre, que mueves tu cabellera como un grito de guerra de mil colores y lo usas como estandarte ante los embates del día a día.
Madre, que proyectas a través de tus ojos de invierno un brillo que no cesa, que iluminan nuestro camino, y nos contagias tu capacidad de soñar despiertos.
Madre, que amas sin decir palabra, que sonríes con la mirada, que con tu presencia nos llevas directo a casa.
Madre, que sueles llorar sin lágrimas, que vuelas sin alas, que das hasta que duele, y cuando duele no dejas de siempre dar.
Madre de sensibilidades inagotables, que con tu calvario regalas esperanza, con tu divinidad eres generadora de vida, con tu desgaste promueves la virtud, con tu belleza inundas todos los océanos y todos los continentes, con tu ritmo instauras la prudencia y con tu andar nos muestras el verdadero camino hacia la felicidad
Madre imperfecta que con tu esencia perfecta nos acercas cada vez más al paraíso.