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Pecados sacerdotales

¡DE PENA AJENA!

VICTOR M. DE LA CRUZ RUVALCABA

Desde hace años se vienen multiplicando las denuncias de abusos sexuales a menores y a mujeres integrantes de diferentes congregaciones religiosas, lo más grave es que los señalamientos de perpetrar esos actos incalificables son precisamente en contra de sacerdotes o ministros de la iglesia católica y de otros cultos.

No hay situación más abominable que el abuso de un representante de cualquier misticismo espiritual, auto nombrados representantes de Dios en la tierra, porque la población confía en ellos, dando por hecho que son seres humanos buenos que se dedican a ayudar a los desprotegidos, desvalidos o con diversas necesidades, pero resulta que tras esa inmerecida confianza, se encuentran algunos seres indignos y depredadores de la estabilidad emocional de pequeños inocentes o de mujeres, que su único pecado fue el de creer confiadamente en la religión a la que concurrieron a servir.

Las secuelas de esos abusos no solo generan daños severos a la vida de las víctimas, también denigran la buena imagen y la labor de los ministros honestos, íntegros y decentes.

Peor aún, diversos funcionarios de algunas de estas religiones también han encubierto a los depredadores obstruyendo la justicia que deberían de obtener los afectados, devastando profundamente la credibilidad en las religiones y contradiciendo los lineamientos que pregonan de respetar al prójimo como a uno mismo.

Lo justo sería, que esos actos detestables fueran castigados con todo el rigor que dicte la ley, por tratarse de menores y de mujeres que son engañados despiadadamente por seres sin escrúpulos, que cobardemente se esconden tras las instituciones en las que más confía la sociedad, tristemente esas repugnantes acciones también ofenden inexorablemente las creencias divinas de la población.

El caso de George Pell, tesorero del vaticano, condenado en Australia por abuzar de infantes, es grotesco e indefendible, los creyentes debitarían de exigirles a las congregaciones religiosas, que asuman con dignidad su trascendente e importante misión e investiguen, expulsen y denuncien ante las autoridades de justicia a los falsos representantes de la bondad, la misericordia y la castidad.

Si realmente existe la voluntad de abatir estos casos, debería de erradicarse el silencio y los encubrimientos de los jerarcas religiosos.

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